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Goyito Samsa, un ensayo a pequeña escala

— Pues a mí no me parece tan sorprendente —le oigo decir a mi hija adolescente en la habitación de al lado, con voz más alta de lo habitual.

— Pero ¿¡a ti no te parece extraordinario que un señor se despierte un día convertido en insecto!? —insiste su madre, también con voz muy alta, exasperada, pero sin lograr cambiar la visión de la aprendiz de crítica literaria, que cumple como puede con los deberes que le asignan telemáticamente desde su instituto.

Cuando hay una discusión entre una adolescente y su madre, el padre de la primera tiende a ponerse de su lado. Hay razones biológicas para ello: es la hija la que va a transmitir los genes propios, la que contiene una promesa de futuro.

Claro que un padre con cierta experiencia sabe que cumplir con imperativos biológicos con frecuencia acarrea consecuencias negativas: tener que dormir en el sofá, por ejemplo. Así que intentará con todas su fuerzas tener algo importantísimo que hacer fuera de casa en el momento de la pelea.

Pero en confinamiento no hay nada importantísimo que hacer fuera de casa. Es una de esas ocasiones donde las ventajas de vivir en un chalet de tres plantas se muestran en todo su esplendor. Solo que, claro, la mayoría no vivimos en sitios así, sino en habitáculos modestos en los que no queda más remedio que optar entre los genes de uno y sus lumbares. Y suelen ganar las lumbares, que estamos mayores.

Así que ahora, en presencia de la discusión acerca de La metamorfosis, dedico un guiño a los retratos de Charles Darwin y Richard Dawkins de la pared del cuarto de estar, evitando confrontar el reproche que devuelve su mirada, y me abstengo de defender el criterio literario de mi hija.

Pero, aprovechando que mi mujer no me lee en el periódico (dice que ya me aguanta bastantes tonterías en directo), voy a exponer aquí con toda libertad mi opinión sobre la que tiene mi hija. La experiencia de Gregorio Samsa, viajante de comercio que un buen día no puede salir de su habitación, era extraordinaria cuando Kafka la escribió, en 1915, y continuó siéndolo el siglo completo. Pero ¿cómo va a parecérselo a una adolescente que lleva 45 días sin poder salir de su casa y sabe que el resto del mundo está igual?

Una adolescente que, cuando por fin sale a la calle, encuentra que todo el mundo ha sufrido una metamorfosis. Ahora las personas no parecen exactamente insectos, pero caminan embozadas, enguantadas y distantes de sus congéneres, algo nunca visto súbitamente convertido en lo normal: cuando la realidad acaba por parecerse a la ficción lo hace estructuralmente, no en cada detalle formal. (Sí, también hay casos donde la replican minuciosamente, como la Presidencia de Trump).

Esto es una experiencia kafkiana como Dios manda, al por mayor. La de Samsa era un modesto ensayo. Visto el presente, a alguien de 16 años lo de despertarse un día siendo un bicho tiene que parecerle lo más normal del mundo.

— Pues a mí no me parece tan sorprendente —le oigo decir a mi hija adolescente en la habitación de al lado, con voz más alta de lo habitual.

— Pero ¿¡a ti no te parece extraordinario que un señor se despierte un día convertido en insecto!? —insiste su madre, también con voz muy alta, exasperada, pero sin lograr cambiar la visión de la aprendiz de crítica literaria, que cumple como puede con los deberes que le asignan telemáticamente desde su instituto.