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La invención del paraguas, según Camba

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La de Julio Camba es una lectura excelente para los confinamientos. A Camba siempre le gustó viajar: empezó a los 13 años embarcándose de polizón a Argentina y pasó la mayor parte de su vida como corresponsal de la prensa española en extranjeros diversos. Leerlo invita a recorrer medio mundo, al menos con el pensamiento.

Ayer, yendo a tomar el vino, me acordé de él porque tuve que coger el paraguas. Dice Camba que el paraguas lo inventó un tal John Hanaway en 1712.

Según mi experiencia, en cada población mayor de 50.000 habitantes hay al menos uno que asegura haber inventado la tortilla sin huevo, la ensalada sin sal y las comas suspensivas. Supongo que en una población del tamaño de Londres los faroles deben crecer en proporción y un inventor quiere serlo, por lo menos, del paraguas.

La existencia de sombrillas, las primas permeables de los paraguas, que en inglés se llaman igual que ellos, umbrellas, está documentada desde hace milenios. Se usaron en los antiguos Egipto, Grecia, Roma, India…, como cuentan abundantes textos porque la historia del paraguas común ha resultado muy inspiradora. Véase: Historia del paraguas, Maurici Montagut; A History Of The Umbrella, T. S. Crawford; The Ups and Downs of Umbrellas, Brenda Stacey; Umbrellas and Their History, William Sangster…

Lo que hizo John Hanaway (en otros sitios aparece como Jonas o Hanway) fue popularizar su empleo. Tuvo mucho mérito, desde luego, porque no fue nada fácil: la gente le gritaba por la calle y le tiraba cosas; más de una vez se defendió a paraguazos (el suyo pesaba diez libras, ojo). Los enemigos más beligerantes fueron los cocheros, que temieron perder el incremento de su negocio que suponían los días de lluvia si los londinenses se protegían del agua por otros medios. Pero Hanaway era tozudo y el artilugio acabó imponiéndose a lo largo del siglo XVIII. (Más bien en su segunda mitad: el año 1712 que dice Camba es el del nacimiento de Hanaway).

No es lo mismo saber algo que estar dispuesto a emplearlo. Por ejemplo, los historiadores nos cuentan que los antiguos griegos conocían el modo de aprovechar la fuerza de los ríos y construir molinos. Pero no quisieron seguir por ese camino: el trabajo de moler lo hacían los esclavos; los molinos hidráulicos hubieran hecho prescindibles los esclavos y por ahí no pasaban. La suya era una sociedad esclavista y no se aceptaban cambios que pudieran amenazar esa cualidad.

Un cambio tecnológico puede obligar, o al menos permitir, a organizar una sociedad de modo distinto. En cuyo caso, las clases pudientes se opondrán a él, por muy conveniente que sea para el conjunto

Un cambio tecnológico puede obligar, o al menos permitir, a organizar una sociedad de modo distinto. En cuyo caso, las clases pudientes se opondrán a él, por muy conveniente que sea para el conjunto. La república, por ejemplo, puede ser mucho mejor que la monarquía, porque en ella la responsabilidad de la organización social recae en los ciudadanos, deja de ser un designio divino. Pero quienes se benefician de la monarquía se opondrán con todas sus fuerzas al cambio: para ellos es mucho mejor tener súbditos que ciudadanos, como para los griegos era mejor tener esclavos que aprovechar la fuerza de los ríos.

Por eso Hanaway tuvo mucho mérito y le estamos agradecidos los días de lluvia, aunque las cosas no fueran exactamente como dice Camba. Quien no tenía las posibilidades actuales de buscar información; sus errores son los propios de la época. A pesar de ellos, muchos leemos a Camba por aprender, porque maestros abundan en todos los oficios, pero que merezcan el título… la mitad de la mitad, tirando por alto.

Que en la prensa la tecnología ha cambiado mucho más que otras prácticas lo podemos ver en otro artículo suyo. En él cuenta de cierta ocasión en que la dirección del periódico se negaba a subirles el sueldo. Así que los trabajadores inventaron un método para presionar: cuando había un terremoto en Pakistán y todos los demás diarios lo anunciaban con sus 350 muertos, el de Camba sólo admitía 200. El público, claro, compraba los de 350. Ante la continua bajada de ventas, la dirección tuvo que ceder y les subió el sueldo.

Inmediatamente el número de muertos en las catástrofes empezó a crecer. Una en Indochina, 250 víctimas mortales en todos los diarios, subía a 400 en el de Camba. Las ventas ascendieron paralelamente y la competencia se moría de envidia, además de quebrarse la cabeza intentando adivinar de dónde sacaban ellos tantos muertos.

La de Julio Camba es una lectura excelente para los confinamientos. A Camba siempre le gustó viajar: empezó a los 13 años embarcándose de polizón a Argentina y pasó la mayor parte de su vida como corresponsal de la prensa española en extranjeros diversos. Leerlo invita a recorrer medio mundo, al menos con el pensamiento.

Ayer, yendo a tomar el vino, me acordé de él porque tuve que coger el paraguas. Dice Camba que el paraguas lo inventó un tal John Hanaway en 1712.