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En invierno hace frío, en verano hace calor

Suena el teléfono. Ringgg, rinnnng. Bueno, es una forma de hablar, porque ya ni el puto teléfono suena como si fuese un teléfono de verdad, sino que emite sonidos que te recuerdan a aquella vez que viste 2001, la de Kubrick, con un par de copas. Y a cámara rápida, por conseguir la experiencia completa. Pues eso, que suena el teléfono que no suena como un teléfono (a no ser que te compres el tono de un teléfono para ponerlo en tu teléfono, que como tautología tiene su punto, pero así en plan sociedad lógica pues qué quieren que les diga) y yo lo cojo. Al otro lado está la voz de un amigo, agitado. Nervioso. Rápido, pon la tele, dice. No te lo vas a creer. Notición. Una locura.

Y yo lo hago. Las agencias de información están colapsadas. Los reporteros recogen las mejores imágenes del magno acontecimiento. Minutos y minutos de los telediarios se llenan con comentarios, historias personales (el cine social tira mucho) y reflexiones sobre el inesperado acontecimiento. Me estremezco, claro. ¿Lo estás viendo? escucho gritar a mi amigo, a lo lejos. Sí, lo veo.

Hace frío. En invierno. No puede ser.

Instantes después todo el mundo se hace eco del evento. Mis grupos de guasap se estremecen. Uno, más osado que los demás, llega con novedades. Sí, acabo de mirar por la ventana. Si, a las montañas, no os lo vais a creer. Nieve. Había nevado, tíos. En enero. La radio establece conexiones especiales con pueblos apenas intuidos donde, de fondo, se puede atisbar la furia de la ventisca. El castañeteo de los dientes en los periodistas impide su adecuada dicción, pero no importa. Todos sabemos lo que ocurre. La novedad. Está haciendo frío. Es quince de enero y hace frío. Un frío de cojones, diría alguno, un poco obsceno. Las redes sociales arden. Quien más quien menos tiene grabado un video rancio y algo cateto donde se ven montañas nevadas (mira, como lo que cantaba aquel expresidente autonómico), cristales empapados, charcos por las calles. Mi corazón se detiene. Primicia. Exclusiva. Extra, extra, gritan zagales por las neblinosas calles londinenses.

Estamos de acuerdo en que no todos los días cae el Muro de Berlín y que, por lo tanto, la intensidad de las noticias puede ir variando de una jornada a otra. Eso nadie lo discute. Pero creo que tampoco habrá quien niegue que de un tiempo a esta parte la información (especialmente, aunque no solo, la información televisiva) está puerilizándose y banalizándose en exceso.

Esta semana hemos tenido un ejemplo inmejorable de lo anterior, con minutos y minutos dedicados a algo tan sumamente natural como que haga frío a mediados del mes de enero. Que no digo que no merezca una mención, si quieren casi anecdótica, pero la atención desmedida que le hemos regalado a lo que aparece justo cuando tiene que aparecer, justo cuando lleva apareciendo desde que el mundo es mundo, pues no sé… me llama la atención.

No se queden en la anécdota (las preciosas estampas, los reporteros casi congelados, la clásica imagen del tarado bañándose en la playa con la piel azul porque dice que es sanísimo) y vayan más allá. No es el frío, o no solo. En verano tendremos horas y horas de información sobre olas de calor sahariano en agosto (por cierto… el frío, cuando es malo, es siberiano, y el calor sahariano… que ya sé que es todo geográfico, pero lo de que lo extremo, lo malo, sea titulado como que viene siempre de fuera tiene también su punto a reflexionar). Aparecerán imágenes de las playas (en ciertas cadenas no puede faltar una chica en topless, por adornar, supongo), de chiringuitos (más caspa), de piscinas municipales. Todo para explicarnos que en agosto hace calor, igual que ahora nos explican que, oigan, en enero por las noches refresca.

Insisto, vayamos más allá de la anécdota. Hasta la puerilidad, si quieren. Hoy en día la mitad del tiempo de los telediarios ha sido fagocitada por el omnipresente deporte (o lo que sea que se informe en esos espacios abotargantes). La mitad. Del resto la información meteorológica ha medrado como mis tomates en verano (¿se imaginan qué ridiculez si se diera la noticia de que, no sé, los árboles empiezan a perder las hojas en otoño, o los tomates crecen en julio? Pues ya se ha hecho, seguro). Sumen las tonterías de cada momento (ahora tocan las bajas temperaturas), dos o tres truculencias que se exprimen hasta el infinito (de las que antes merecían unos números en El Caso y ahora abren telediarios) y se darán cuenta que poco más queda para informar. Y que, además, lo que nos cuentan está pasado por un tamiz infantil, rebajado. Es información light, por así decirlo. No existe atisbo de reflexión, de opinión (entiendo que quizá no es el lugar, pero aun así podría intentarse algo). Es todo perfectamente consumible, brillante e insípido como una fruta de corcho (ya ven por donde andan las metáforas hoy). O como un café servido en vasito de plástico con tu nombre.  

Es una constatación, no una crítica. Y no lo es porque si esto es así es porque nos dan lo que queremos ver. En alguna ocasión reflexioné sobre la diferente información que se proporcionaba sobre los conflictos bélicos años atrás y en la actualidad. La idea sirve para otras manifestaciones. Se nos ofrece información a paladas, sencilla de digerir, que no nos exija pensar demasiado. Cosas evidentes pero pintorescas, entradas originales, expresiones (mal) pretendidamente poéticas. Vacuidad y evidencia. Es lo que nos dan, y con eso tragamos. A veces.

Suena el teléfono. Ringgg, rinnnng. Bueno, es una forma de hablar, porque ya ni el puto teléfono suena como si fuese un teléfono de verdad, sino que emite sonidos que te recuerdan a aquella vez que viste 2001, la de Kubrick, con un par de copas. Y a cámara rápida, por conseguir la experiencia completa. Pues eso, que suena el teléfono que no suena como un teléfono (a no ser que te compres el tono de un teléfono para ponerlo en tu teléfono, que como tautología tiene su punto, pero así en plan sociedad lógica pues qué quieren que les diga) y yo lo cojo. Al otro lado está la voz de un amigo, agitado. Nervioso. Rápido, pon la tele, dice. No te lo vas a creer. Notición. Una locura.

Y yo lo hago. Las agencias de información están colapsadas. Los reporteros recogen las mejores imágenes del magno acontecimiento. Minutos y minutos de los telediarios se llenan con comentarios, historias personales (el cine social tira mucho) y reflexiones sobre el inesperado acontecimiento. Me estremezco, claro. ¿Lo estás viendo? escucho gritar a mi amigo, a lo lejos. Sí, lo veo.