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Luz, más luz

La ley de Godwin viene a decir que cuando una discusión se alarga de forma indefinida, puede darse por seguro que uno de los litigantes acabe poniendo sobre la mesa el nombre de Hitler. A partir de ahí, concluye el axioma, el debate puede darse por agotado. Hace mucho tiempo que alcanzamos ese punto en lo que tiene que ver con el cambio de hora, aunque este es un asunto difícil de calificar como debate. Escribo esto con cierta antelación, así que solo puedo suponer que alguien nos habrá recordado otra vez que compartimos horario con Berlín no por cuestiones geográficas, sino por las afinidades que Franco tenía con la Alemania nazi. Que en otoño tengamos que atrasar los relojes, y en primavera volver a adelantarlos, no está directamente relacionado con esto, pero es también resultado de una decisión política, por más que responda a razones menos claras que las que motivaron al dictador.

El adelanto de este último domingo nos permitirá encender las luces una hora más tarde por las mañanas, a costa de adelantar ese mismo tiempo su encendido por las tardes. Supongo que hay que ser un verdadero experto para entender que esto suponga un ahorro millonario. Por mi parte, confieso que no lo pillo. Me pasa lo mismo con los argumentos a favor de volver a la hora de Greenwich, que aseguran que eso nos ayudará a conciliar la vida familiar y laboral, e incluso a rendir más en el trabajo. Uno tiende a pensar que eso dependerá de a qué hora se entre y salga de la oficina, o de lo que se haga en ella, y no de lo alto o bajo que esté el sol en cada momento, pero seguramente hay algo que se me escapa.

Vaya por delante que a mí me gusta ese ir y venir del tiempo –tan estacional, tan previsible– y que me siento cómodo en el horario de Franco, muy adecuado para remolonear en la cama las mañanas de verano. El problema es que en una materia tan sensible como la energética hay demasiadas cosas que solo son comprensibles para los expertos. Ahí están las facturas indescifrables, los impuestos al sol, el precio por hora o las lecturas estimadas de consumo, por no hablar del déficit de tarifa. Posiblemente no hemos puesto la suficiente atención cuando nos han explicado todas estas cuestiones, pero es que estábamos vigilando la cartera. El caso es que tampoco eso lo hemos hecho bien: esta semana hemos sabido que el precio de la electricidad subió en España el doble que en conjunto de la UE desde el comienzo de la crisis económica.

No creo en el lado oscuro, ni en las grandes conspiraciones, pero es inevitable pensar que ambas cosas –la confusión y la subida de precios– están relacionadas. A diferencia de lo que sucede con el cambio de hora, aquí sí que tenemos un debate interesante, aunque no sé si conduce a algún lado. Cuando en una conversación cualquiera sale a colación el recibo de la luz, el intercambio racional de ideas queda proscrito y es sustituido por una catarata de improperios. A partir de ahí, y como en la ley de Godwin, el debate puede darse por caducado. Más allá del desahogo, no veo de qué forma esto puede acercarnos a una solución que, para alegría de algunos, ya hemos dado por imposible.

La ley de Godwin viene a decir que cuando una discusión se alarga de forma indefinida, puede darse por seguro que uno de los litigantes acabe poniendo sobre la mesa el nombre de Hitler. A partir de ahí, concluye el axioma, el debate puede darse por agotado. Hace mucho tiempo que alcanzamos ese punto en lo que tiene que ver con el cambio de hora, aunque este es un asunto difícil de calificar como debate. Escribo esto con cierta antelación, así que solo puedo suponer que alguien nos habrá recordado otra vez que compartimos horario con Berlín no por cuestiones geográficas, sino por las afinidades que Franco tenía con la Alemania nazi. Que en otoño tengamos que atrasar los relojes, y en primavera volver a adelantarlos, no está directamente relacionado con esto, pero es también resultado de una decisión política, por más que responda a razones menos claras que las que motivaron al dictador.

El adelanto de este último domingo nos permitirá encender las luces una hora más tarde por las mañanas, a costa de adelantar ese mismo tiempo su encendido por las tardes. Supongo que hay que ser un verdadero experto para entender que esto suponga un ahorro millonario. Por mi parte, confieso que no lo pillo. Me pasa lo mismo con los argumentos a favor de volver a la hora de Greenwich, que aseguran que eso nos ayudará a conciliar la vida familiar y laboral, e incluso a rendir más en el trabajo. Uno tiende a pensar que eso dependerá de a qué hora se entre y salga de la oficina, o de lo que se haga en ella, y no de lo alto o bajo que esté el sol en cada momento, pero seguramente hay algo que se me escapa.