Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
A cuatro manos
«Mis padres eran unos críos cuando se casaron. Él tenía 18 años, ella 16 y yo tres». Por una vez no necesito levantarme a coger un libro de la estantería, porque el principio de la autobiografía de Billie Holiday es inolvidable. Es lo que tienen las frases bien construidas, las que contienen una cantidad de información mucho mayor de lo que podría esperarse de su tamaño. ¿Una imagen vale por mil palabras? Bueno, sí, muchas veces. Pero busque usted mil palabras bien armadas, sobre lo que sea, y a ver dónde encuentra una imagen que se le pueda equiparar.
Si en un par de líneas Billie Holiday cuenta tantas cosas sobre su origen, imaginen lo que puede explicar en las doscientas y pico páginas de Lady sings the blues. Por ejemplo, cómo intentaron violarla a los diez años; cómo eso supuso cinco de cárcel para el agresor y el ingreso en un correccional para ella: cómo era ser negra, y por descontado pobre, en USA hace casi un siglo. Nada de lo cual hubiera contado, claro, como no lo contaron los otros millones de negros pobres, de no haber sido porque de pronto se convirtió en otra cosa.
El momento en que empieza esa transformación parece de cuento de hadas. Habiendo trabajado de fregona y de puta, buscando trabajo desesperadamente la víspera del desahucio por impago del alquiler, se ofrece como bailarina en un club. La hacen una prueba; solo sabe dos pasos, que repite hasta que la echan a gritos. Suplica, el pianista se conmueve y le pregunta: ¿Sabes cantar, chica? «Yo había cantado toda mi vida, pero disfrutaba tanto con ello que nunca se me ocurrió que pudiera servir para ganar dinero. […] Le pedí al pianista que tocara Trav’llin’ all alone [Viajar completamente sola], lo más cercano a mi estado de ánimo». En cuanto empezó a cantar se hizo un silencio absoluto; al acabar estalló el entusiasmo. Con lo recaudado esa noche compró «un pollo entero y alubias con tomate», además de evitar el desahucio del día siguiente.
La aspirante a bailarina descubre que en realidad lo que hacía bien era cantar, pero uno se pregunta, ¿también sabía escribir? Porque sin saber escribir (en segunda acepción, trasmitir ideas mediante letras con alguna eficacia y gracia) no se hace Lady sings the blues. Pues no, Billie nunca aprendió.
Hizo algo mucho mejor: se buscó un negro.
En realidad ya había tenido muchos en su época de puta (pero prefería los blancos, que acababan y volvían con su familia: los negros daban mucho trabajo). Pero este era distinto, se llamaba William Dufty y era blanco. Era negro profesional, alguien que trabaja en la escritura de las ideas o recuerdos de otro y luego no firma. Se los llama negros aquí, en USA son ghosts, escritores fantasma. Pero también pueden figurar como coautores de esas obras, y ese es el caso de Lady sings the blues, que lleva la firma de ambos Billie y William.
Y pueden firmar sus propios libros, claro. William Dufty escribió Sugar blues (1975), un alegato contra el azúcar que aún hoy se vende bien, inspirado por su segunda esposa, Gloria Swanson, cuya autobiografía también escribió. Gloria Swanson era, por supuesto, la famosa actriz a la que un autodenominado Cabrera Infame dedicó el artículo «Sic transit Gloria Swanson» (¿ven cómo las frases bien hechas se recuerdan con facilidad?), y una activista contra el azúcar muy adelantada: nosotros nos enteramos ahora de que las azucareras nos la están jugando.
No cabe suponer que Billie Holiday tuviera que pedir ayuda para escribir su libro por su falta de formación académica. Escribir (en su segunda acepción) es una habilidad que, aunque está al alcance de cualquiera, debe adquirirse trabajosamente, como tocar la trompeta o pintar al óleo. Hay muchos científicos que lo hacen muy bien, notablemente en USA, donde parece estar incluida en el currículo: Gould, Pinker, Sacks… Pero tener estudios no es condición necesaria (William Dufty no acabó la universidad) ni, mucho menos, suficiente.
¿Quieren un ejemplo de alguien con formación que recurre a un profesional para escribir una obra en colaboración? Hay muchos libros hechos así; por brevedad voy a elegir un superventas: La meta, de Eliyahu Goldratt y Jeff Cox. Goldratt era un consultor israelí, el teórico de la «Teoría de las limitaciones». Fue él quien quiso escribir una novela para que el público entendiera su teoría, él buscó a Cox. Cox quiso cobrar un tanto fijo, renunciando a los derechos de autor. El libro no tiene gran calidad literaria, pero sirvió para lo que se pretendía: lleva vendidos cuatro millones de ejemplares. Difícil no soltar la carcajada leyéndolo en la Wikipedia.
Obviamente estamos hablando de colaboración entre gente con capacidades diversas, mayormente en el campo de lo que los anglosajones llaman, y los demás aceptamos más o menos a regañadientes, non-fiction, es decir, todo menos la creación literaria. Aquí hay dos manos que quieren decir algo, y otras dos que saben decirlo.
Pero existe otra, mucho más conocida: entre pares, es decir, la de dos escritores perfectamente capaces de escribir libros por sí solos que aunan fuerzas para hacer otro. Por ejemplo, Borges y Bioy Casares, que formaron quizá la más conocida y duradera de las colaboraciones literarias. O, mucho más próxima, la de Silvia Andrés y Rafael Manrique, que el pasado 22 presentaban en Santander El gran vacío amarillo, novela publicada por El Desvelo, una de las pocas editoriales locales con trascendencia más allá de Cantabria.
Su web anunciaba la presentación «si las cenas de empresa y el fútbol no contraprograman», y no sé qué hicieron las cenas y el fútbol, pero ese día a la hora convenida el edificio de la librería Estvdio de la calle Burgos estaba ardiendo, y la presentación hubo de suspenderse. Una lástima, pero ahí queda la novela, testimonio de que la colaboración entre autores es fructífera. Y de que puede llevarse bien: aunque no tan dilatada como la de Borges y Bioy, la de Andrés y Manrique ya dio un fruto anterior, Diecinueve rayas, publicado en Barcelona hace nueve años.
La ventaja más evidente de la cooperación entre pares es que cada uno puede leer la producción del otro sin que sea suya, sin el velo de la paternidad. Leerse a sí mismo como a alguien ajeno, que es como lo va a leer el público, es una de las habilidades más difíciles de adquirir. El psiquiatra santanderino Manrique lo sabe bien: toda su producción llega a los editores muy leída y corregida, aunque no la haya escrito a medias con nadie. Es algo muy recomendable para quien quiera ser escritor y publicar.
Pero si no es usted escritor y sin embargo tiene cosas que decir y quiere hacerlo, hágase un favor: ¡busque un negro!
«Mis padres eran unos críos cuando se casaron. Él tenía 18 años, ella 16 y yo tres». Por una vez no necesito levantarme a coger un libro de la estantería, porque el principio de la autobiografía de Billie Holiday es inolvidable. Es lo que tienen las frases bien construidas, las que contienen una cantidad de información mucho mayor de lo que podría esperarse de su tamaño. ¿Una imagen vale por mil palabras? Bueno, sí, muchas veces. Pero busque usted mil palabras bien armadas, sobre lo que sea, y a ver dónde encuentra una imagen que se le pueda equiparar.
Si en un par de líneas Billie Holiday cuenta tantas cosas sobre su origen, imaginen lo que puede explicar en las doscientas y pico páginas de Lady sings the blues. Por ejemplo, cómo intentaron violarla a los diez años; cómo eso supuso cinco de cárcel para el agresor y el ingreso en un correccional para ella: cómo era ser negra, y por descontado pobre, en USA hace casi un siglo. Nada de lo cual hubiera contado, claro, como no lo contaron los otros millones de negros pobres, de no haber sido porque de pronto se convirtió en otra cosa.