Cantabria Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
El jefe de la Casa Real incentiva un nuevo perfil político de Felipe VI
Así queda el paquete fiscal: impuesto a la banca y prórroga a las energéticas
OPINIÓN | 'Siria ha dado a Netanyahu su imagen de victoria', por Aluf Benn

Sobre la navegación

Desde que uso el navegador GPS llego antes y mejor a los sitios a los que quiero ir pero me oriento peor y, quizás por desgracia, me pierdo menos. Confío en esa máquina porque hace las cosas mejor que yo. Pero yo, al entregarme a la máquina, hago cada vez peor las cosas que sabía hacer. Cuando la máquina falla me cuesta el doble llegar a los sitios porque algo en mí se ha entumecido. Si la máquina no funciona tengo que parar en una gasolinera, comprar un mapa y dejar un poco de tiempo a mi mente para que vaya recordando cómo era eso de orientarse en el espacio, cómo era estar atento a las señales, cómo era preguntar a una persona desconocida, cómo era tomar los caminos equivocados sin que una voz programada insista sin descanso en que he cometido un error.

En un mundo entregado a la productividad no están bien vistas las pérdidas de tiempo, ni siquiera cuando uno está descansando (el tiempo de descanso se parece sospechosamente al tiempo de trabajo muchas veces). El navegador nos permite optimizar las horas que dedicamos a un viaje pero, al hacerlo, convierte ese viaje en un acto planificado, previsible, seguro. Y de alguna manera, aunque nos desplacemos de un sitio a otro, el viaje deja un poco de existir. Nos pasamos la vida planificando cosas porque existe en nosotros la pulsión de aprovechar al máximo el tiempo limitado que tenemos para vivir. La planificación se acaba convirtiendo, así, en una metodología al servicio de la optimización de la existencia. La vida acaba determinada por la agenda establecida (toda agenda aporta orden y ahogo), los itinerarios se marcan de antemano y se reduce al mínimo la posibilidad de la sorpresa. Las sorpresas, cuando llegan, suelen tener más que ver con los accidentes que, para bien o para mal, nos sacuden y hacen que la vitalidad vibre de nuevo.

Que el navegador se quede sin batería no es, necesariamente, una mala noticia. Tampoco perder la agenda y que salte por los aires lo planificado. El orden es un espejismo aburrido con el que tratamos de echar las riendas a un caballo que es siempre imprevisible, que anda siempre desbocado aunque nos empeñemos en hacer como que no. Pensamos que al planificar ordenamos el caos y que sacamos, así, más partido a la existencia. Puede que sea cierto pero sospecho que es justo al revés. La vida, pienso, brilla más cuando se desata. No tener claro a dónde quiere uno ir hace los caminos más confusos pero, a la vez, nos libera de tener que cumplir objetivos, nos exime de tener que medir nuestro propio rendimiento, esa condena. Crece, así, una nueva forma satisfacción que no tiene que ver con lo que producimos o con cómo competimos. Perder el tiempo es ganarlo casi siempre.

Desde que uso el navegador GPS llego antes y mejor a los sitios a los que quiero ir pero me oriento peor y, quizás por desgracia, me pierdo menos. Confío en esa máquina porque hace las cosas mejor que yo. Pero yo, al entregarme a la máquina, hago cada vez peor las cosas que sabía hacer. Cuando la máquina falla me cuesta el doble llegar a los sitios porque algo en mí se ha entumecido. Si la máquina no funciona tengo que parar en una gasolinera, comprar un mapa y dejar un poco de tiempo a mi mente para que vaya recordando cómo era eso de orientarse en el espacio, cómo era estar atento a las señales, cómo era preguntar a una persona desconocida, cómo era tomar los caminos equivocados sin que una voz programada insista sin descanso en que he cometido un error.

En un mundo entregado a la productividad no están bien vistas las pérdidas de tiempo, ni siquiera cuando uno está descansando (el tiempo de descanso se parece sospechosamente al tiempo de trabajo muchas veces). El navegador nos permite optimizar las horas que dedicamos a un viaje pero, al hacerlo, convierte ese viaje en un acto planificado, previsible, seguro. Y de alguna manera, aunque nos desplacemos de un sitio a otro, el viaje deja un poco de existir. Nos pasamos la vida planificando cosas porque existe en nosotros la pulsión de aprovechar al máximo el tiempo limitado que tenemos para vivir. La planificación se acaba convirtiendo, así, en una metodología al servicio de la optimización de la existencia. La vida acaba determinada por la agenda establecida (toda agenda aporta orden y ahogo), los itinerarios se marcan de antemano y se reduce al mínimo la posibilidad de la sorpresa. Las sorpresas, cuando llegan, suelen tener más que ver con los accidentes que, para bien o para mal, nos sacuden y hacen que la vitalidad vibre de nuevo.