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La pistola de Chejov

Escribir es algo bastante parecido a guardar una pistola en casa sabiendo que al final vas a acabar usándola. Por muy escondida que esté, por mucho respeto que tengas a las armas. De una forma u otra ese arma terminará detonando, así, con un sonido sordo. Apuntando lo que sea, a quien sea. O, si no hay nada, a ti mismo. Eso es escribir.

Espero que ningún descendiente de Chejov me acuse de plagio, vaya.

A los escritores nos da miedo la oscuridad, porque ese es uno de los fundamentos de lo que hacemos. Hablar, contar historias, intentar llenar de palabras el silencio, es, fundamentalmente espantar a los fantasmas que se esconden en el no-ver. Hacerlos que no ataquen, fascinarlos tanto que se sienten, en silencio, a escuchar cómo sigue aquello que se va trenzando por entre los sonidos. Ahuyentar lo que de humano tiene el hombre para lograr ser más humanos que nunca.

Ojo, tampoco es cosas de darle muchas vueltas al asunto, porque para eso ya hay otros por ahí, gente que sacraliza hasta el último extremo algunas actividades (normalmente aquellas que ellos desempeñan, claro) de tal forma que parece que para realizarlas hay que ser una mezcla de druida y genio perturbado. Y no, ¿eh? Que esto consiste, sobre todo, en sentarse y escribir. Tan sencillo como suena. Mucho rato, eso sí, tanto que a veces a uno se le queda la cabeza como para jugar a al trivial con ciertos futbolistas famosos. Sí, ese que todos están pensando. Cabrones.

Decía antes lo de la pistola porque una de las cosas graciosas de este tema es que, al final, todo acaba saliendo. Es decir, que tú te puedes poner frente al teclado (o la libreta, que también los hay románticos) con la intención de contar una cosa y callarte otras diez y, al final, terminas hablando de diez secretos y guardándote para ti, como un imbécil, la idea principal de la trama. Así que lo mejor es dejar que todo fluya, rendirse a la evidencia y comprender que los relatos, las frases, tienen vida propia, como los mejillones o los hijos adolescentes, y nada podemos hacer para coartar su libertad. Aunque igual la metáfora había funcionado mejor con unos bichos que no vivieran pegados a las rocas. Con todo, creo que se me entiende.

Por eso, a veces, la mejor forma de hacer las cosas es dejando que fluyan de forma natural. Que la literatura se vaya incendiando poco a poco. Con la tranquilidad de saber que, sin ninguna duda, terminará encontrando una chispa para prender. Porque eso es, también, escribir, en palabras de Juan Tallón. Algo que tiene mucho que ver con el fuego, con el consumir la realidad hasta convertirla en cenizas solo para lograr un fulgor que dura muy poco tiempo y, con suerte, calienta algo más. Una inutilidad vaya. Una que se convierte, como todas las cosas inútiles, en lo único importante cuando se afrontar con seriedad, la única forma de afrontar este tipo de sandeces. Como si dolieran. Como si no hubiera más en el mundo.

Aunque quede engolado. Allí sigue, siempre, la pistola. Es mejor no olvidarlo, porque ella no nos olvida a nosotros.

Escribir es algo bastante parecido a guardar una pistola en casa sabiendo que al final vas a acabar usándola. Por muy escondida que esté, por mucho respeto que tengas a las armas. De una forma u otra ese arma terminará detonando, así, con un sonido sordo. Apuntando lo que sea, a quien sea. O, si no hay nada, a ti mismo. Eso es escribir.

Espero que ningún descendiente de Chejov me acuse de plagio, vaya.