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Sobre relaciones íntimas y vías férreas

Recuerdo el día que conocí a Irina. Coincidí con ella en el ascensor y me sonrió nada más entrar. “¿Tú vives en el quinto?” me preguntó con un acento claramente extranjero. Le respondí que sí y sin esperar me lanzó rápidamente la siguiente pregunta: “¿cuánto pagas por el piso?”. Me quedé muy sorprendida y le respondí de forma automática, sin estar muy segura de que debiera hacerlo. “Oh, muy caro, muy caro’ respondió y salió del ascensor a toda velocidad nada más abrirse las puertas. ‘Hasta otro día, tengo mucha prisa”. Después de aquel día, nos hemos vuelto a encontrar muchas veces en el ascensor y en el portal y la escena se suele repetir, me hace unas cuantas preguntas y se excusa por salir corriendo y dejarme con la palabra en la boca. A través de esas conversaciones de escasos minutos he ido conociendo algo de su vida. Irina es moldava. Hace 20 años dejó a su familia y su trabajo de contable y emigró a España. Trabaja en dos casas cuidando a dos ancianos que viven solos. Limpia, hace la compra, cocina y, sobre todo, les hace compañía. Le pregunto si echa mucho de menos su país y si le gustaría trabajar en otro sitio. “Esta es la vida que tengo, ya soy mayor, no la puedo cambiar”. Su cara y sus palabras desprenden cierta resignación y nostalgia. “Me voy corriendo, la señora se enfada si tardo en volver del supermercado”.

Desde que Moldavia se independizara en 1991 de la antigua República Soviética, las historias de exilio han ido moldeando la sociedad. La emigración ha alcanzado cifras desorbitadas en este pequeño país entre Rumanía y Ucrania; entre 1999 y 2005 el volumen de emigrantes aumentó de menos de 100.000 personas a más de 400.000. Según los datos del censo de 2014, en tan solo una década, la población ha disminuido de 3,4 a 2,9 millones de habitantes y se estima que el número de moldavos trabajando en Rusia y otros países de la Unión Europea es alrededor de 600.000, con un mayor porcentaje de mujeres.

“Ahora, en el mercado global, se ofrecen servicios íntimos que van desde el cuidado de niños o de enfermos hasta proporcionar sexo. Las relaciones que se crean con las inmigrantes y las familias de clase media de los países que las contratan refleja, en algunos aspectos, la relación tradicional entre sexos, por lo que podría decirse que las inmigrantes están desempeñando un papel que sigue siendo demandado en los países desarrollados. Las autoras argumentan que la versión contemporánea del expolio colonial de recursos en los países empobrecidos se ha transformado: el nuevo oro son el amor y los cuidados. Ahora los países más ricos extraen ‘mano de obra emocional’ a bajo coste.

Artistas moldavos como Pavel Brăila (1971, ChiÅŸinău), a través de sus películas, fotografías, instalaciones y performances, intenta sensibilizar sobre la preocupante situación de fuga de cerebros del país, la cuestión de la identidad nacional y el choque cultural, político y económico entre los países de Europa del Este y Occidente. “Las raíces son lo más importante que tenemos y lo estamos perdiendo” defiende. En 2003 Brăila fue reconocido por la Editorial Phaidon como uno de los 100 mejores artistas contemporáneos del mundo por considerar que su obra ha creado el contexto para una nueva generación de artistas. Lo que define a Brăila es el amor por su país, no desde fanatismos nacionalistas, sino desde el cuidado más sencillo y profundo que se espera de un hombre sonriente y cercano. “Moldavia es un país que va a desaparecer. Los pueblos están muriéndose. La gente no sabe qué hacer para sobrevivir. Tienen que emigrar. Primero se van a la ciudad, y después a otro país para conseguir un trabajo. Los jóvenes lo único que quieren es un IPhone. Eso es todo. Es muy triste. Estamos perdiendo nuestras raíces, nuestra identidad, nuestra historia”.

En 2002 en su película Shoes for Europe retrataba el cambio de los trenes moldavos en la frontera con Rumanía para poder transitar por las vías europeas. Brăila lo utilizó como metáfora del gran proceso de adaptación que están viviendo los países del Este de Europa para poder colocarse en la ‘vía occidental’. “Para mí, es muy importante mostrar la diferencia entre Europa del Este y Occidente. Para entendernos, ¡tenemos que levantar jodidos trenes!”. En otro trabajo ‘Catering Food’ habla de la nostalgia de los inmigrantes por su tierra a través de la comida típica de su país preparada por su madre en un pequeño pueblo de Moldavia. La lleva a Berlín, en uno de los tantos autobuses que viajan a Europa con inmigrantes, y transporta así a los berlineses a la región de su familia y hace que experimenten, por un momento, lo que pueden sentir sus compatriotas.

Hoy me he vuelto a encontrar a Irina en el portal. Iba cojeando. Se cayó hace unos días de una banqueta limpiando los cristales. Aún no ha podido ir al médico porque no puede faltar al trabajo. Cuando miro a Irina no veo a una víctima. Es una mujer fuerte y activa que decidió emigrar para intentar mejorar su situación económica y, quizás también, responder a sus ansias de libertad y de conocer el mundo. No deja de ser un tanto irónico que para conseguirlo tenga que vivir ahora en un régimen de semiesclavitud.

Recuerdo el día que conocí a Irina. Coincidí con ella en el ascensor y me sonrió nada más entrar. “¿Tú vives en el quinto?” me preguntó con un acento claramente extranjero. Le respondí que sí y sin esperar me lanzó rápidamente la siguiente pregunta: “¿cuánto pagas por el piso?”. Me quedé muy sorprendida y le respondí de forma automática, sin estar muy segura de que debiera hacerlo. “Oh, muy caro, muy caro’ respondió y salió del ascensor a toda velocidad nada más abrirse las puertas. ‘Hasta otro día, tengo mucha prisa”. Después de aquel día, nos hemos vuelto a encontrar muchas veces en el ascensor y en el portal y la escena se suele repetir, me hace unas cuantas preguntas y se excusa por salir corriendo y dejarme con la palabra en la boca. A través de esas conversaciones de escasos minutos he ido conociendo algo de su vida. Irina es moldava. Hace 20 años dejó a su familia y su trabajo de contable y emigró a España. Trabaja en dos casas cuidando a dos ancianos que viven solos. Limpia, hace la compra, cocina y, sobre todo, les hace compañía. Le pregunto si echa mucho de menos su país y si le gustaría trabajar en otro sitio. “Esta es la vida que tengo, ya soy mayor, no la puedo cambiar”. Su cara y sus palabras desprenden cierta resignación y nostalgia. “Me voy corriendo, la señora se enfada si tardo en volver del supermercado”.

Desde que Moldavia se independizara en 1991 de la antigua República Soviética, las historias de exilio han ido moldeando la sociedad. La emigración ha alcanzado cifras desorbitadas en este pequeño país entre Rumanía y Ucrania; entre 1999 y 2005 el volumen de emigrantes aumentó de menos de 100.000 personas a más de 400.000. Según los datos del censo de 2014, en tan solo una década, la población ha disminuido de 3,4 a 2,9 millones de habitantes y se estima que el número de moldavos trabajando en Rusia y otros países de la Unión Europea es alrededor de 600.000, con un mayor porcentaje de mujeres.