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La vaca californiana

Cuenta la leyenda que fue Jesús Fiochi quien trajo la primera tabla de surf a Cantabria en 1963, nada menos que en el autobús del Racing y procedente de Francia. Ha llovido mucho desde entonces y lo digo con conocimiento de causa, porque yo tenía apenas un año cuando esa primera tabla cabalgaba las olas de El Sardinero ante la atónita mirada de los paseantes.

Algo tiene esta mezcla de deporte y tradición milenaria que ha llegado de aguas muy lejanas para quedarse en nuestra tierra. Dicen que la tripulación de James Cook ya vio en las islas polinesias a los asombrosos jinetes de olas en 1767 y que el jefe de la comunidad indígena, el kahuna, se reservaba el mejor árbol para fabricar su propia tabla. Siempre hubo clases, incluso en el paraíso.

Lo cierto es que, en los años sesenta, el surf llevó a las playas de California mucho más que un deporte, toda una cultura, una filosofía de vivir marcadamente relacionada con la libertad. No solo eran las tablas; era la vida playera, la manera de vestir, la música, los transportes (furgonetas para poder cargar el material), las hogueras nocturnas, la gente guapa, la indudable carga ecológica de conocer las mareas y las rompientes. Seguramente simbolizó una época que había superado definitivamente el dolor de la segunda guerra mundial y se lanzaba a las olas para sentir la brisa en la cara.

Y quién nos lo iba a decir a los cántabros que, desde California, previa escala en la Biarritz de Fiochi, llegaría hasta nuestras playas bravías en forma de vaca montañesa para impulsar algo mucho más compacto y complejo que deja atrás el momento puntual de una moda para transformarse, poco a poco, en una industria.

La vaca gigante, que volvió a aparecer estos días, supone la cresta de esta ola, pero la marejada ya había empezado algunos años con los primeros aficionados que se enfrentaban a las aguas frías de Liencres, de Suances y de Somo, para dar paso a una floreciente actividad económica cuyos pilares se asientan de manera muy sólida en torno a las escuelas de surf, la venta de productos e incluso el turismo. Aún hace falta mucho trabajo y hay que cimentar bien esas bases, pero si las cuidamos, tenemos delante de nuestras narices un área de negocio con enormes posibilidades.

Viendo las playas de Superbank en Australia; Jeffrey’s Bay, en Sudáfrica; Maverick (California) o Waimea (Hawai), cuesta un poco entrar en las frías aguas del Cantábrico con la tabla bajo el brazo, pero al menos no hay tiburones. Y además, los espectaculares acantilados de El Bocal proporcionan un escenario espectacular para ver a estos chicos y chicas, que no conocen el miedo, enfrentarse a olas de proporciones muy respetables como si no hubiera mañana. Así que, cuidemos bien a esta vaca de mechas californianas, que bien puede ayudarnos a combatir la depresión en la que viven sus hermanas del sector lácteo.

Por algún rincón de mi casa quedan los restos de mi vieja bodyboard wave rebel, con el invento roto. Ahora me veo un poco viejuno para meterme en el agua con esos locos a los que suelo ver a las 8 de la mañana coger unas olas antes de irse a trabajar. Me conformo con mirar un rato a mi sobrino  deslizarse en la rompiente del Chiqui, ponerme una camiseta de Malibú y atrapar por un furtivo segundo el sueño californiano.

Cuenta la leyenda que fue Jesús Fiochi quien trajo la primera tabla de surf a Cantabria en 1963, nada menos que en el autobús del Racing y procedente de Francia. Ha llovido mucho desde entonces y lo digo con conocimiento de causa, porque yo tenía apenas un año cuando esa primera tabla cabalgaba las olas de El Sardinero ante la atónita mirada de los paseantes.

Algo tiene esta mezcla de deporte y tradición milenaria que ha llegado de aguas muy lejanas para quedarse en nuestra tierra. Dicen que la tripulación de James Cook ya vio en las islas polinesias a los asombrosos jinetes de olas en 1767 y que el jefe de la comunidad indígena, el kahuna, se reservaba el mejor árbol para fabricar su propia tabla. Siempre hubo clases, incluso en el paraíso.