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El viaje (en tren) a ninguna parte

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Se repiten en los últimos tiempos informaciones dando cuenta de incidencias en las líneas ferroviarias, ya sean de cercanías o de largo recorrido. Retrasos, averías o protestas de los viajeros se suceden delatando males que rebasan la categoría de lo episódico para devenir en un problema estructural. Efectivamente, si se analiza la situación de los transportes en Cantabria y en España desde una perspectiva de largo alcance se llega a la conclusión de que, en el mejor de los casos, no hay una política ferroviaria digna de tal nombre y, en el peor, hay una estrategia deliberada cuyo objetivo no sería otro que acabar con el ferrocarril. Puede parecer exagerada la afirmación, pero si uno ha tenido la osadía de frecuentar este medio de transporte, sobre todo en algunas de sus líneas, lo exagerado pasa a ser la realidad.

A estas alturas, solo la extrema derecha y negacionistas recalcitrantes dudan ya de la certeza del cambio climático y de las consecuencias catastróficas que se están manifestando en Cantabria, en España y en el planeta en su conjunto. Si el escepticismo es inevitable ante las dubitativas conclusiones de las sucesivas cumbres teóricamente convocadas para hacerle frente, no mejora las cosas la constatación de la incoherencia con la que se aplican en nuestro país programas como España 2050 o la Agenda 2030, presentadas con todo lujo de propagandas y fuegos artificiales.

En esta época líquida en la que la imagen enmascara y sustituye tantas veces a la realidad, basta con arañar la ligera capa de barniz aplicada a las políticas reales para comprobar la distancia entre las palabras y los hechos. Enlazan estas consideraciones con la contradicción que implica el abandono del ferrocarril y la retórica sobre la economía verde, la descarbonización, el combate a los combustibles fósiles y demás objetivos enunciados reiteradamente por nuestros gobernantes (en estos temas, como en tantos otros, nada bueno puede esperarse de la oposición).

Está muy bien aplicar a todos los proyectos el calificativo “verde”, pero aún lo estaría más desplegar políticas de impulso real al transporte colectivo, a los medios no solo sostenibles, sino también capaces de vertebrar el territorio

Está muy bien aplicar a todos los proyectos encuadrados en los fondos Next Generation el calificativo “verde”, pero aún lo estaría más desplegar políticas de impulso real al transporte colectivo, a los medios no solo sostenibles desde el punto de vista medioambiental, sino también capaces de vertebrar el territorio, de detener el drama de la España abandonada, de desterrar el populismo de prometer autovías y AVE para todos, y emprender de verdad políticas que equilibren e igualen personas, clases sociales y territorios. No es posible soplar y sorber a la vez. No es aceptable perorar reiteradamente sobre la España vaciada y presumir a continuación de que España es el país del mundo con más kilómetros de AVE por habitante.

No es necesario ser un especialista para concluir que el AVE, además del despilfarro de dinero público que implica, provoca el “efecto túnel” en el territorio, pero es que en este caso los especialistas y el sentido común coinciden: el tren de alta velocidad puede suponer un beneficio (y aún esto podría discutirse) para los lugares de origen y destino: sin embargo, toda la superficie intermedia queda abandonada, porque los recursos son limitados y no hay un desarrollo paralelo de las líneas convencionales sino que, al contrario, estas desaparecen o se degradan contribuyendo al declive de núcleos de población y comarcas enteras. Esa es la realidad de gran parte de la superficie española, que se reproduce en Cantabria, agravada por las características orográficas de nuestra comunidad.

La movilización desarrollada hace meses en los pueblos de la zona oriental para recuperar las frecuencias de la línea de FEVE Santander-Bilbao es más aleccionadora que muchas páginas que se puedan escribir sobre el tema. Pretendían simplemente poder ir y volver en el día en transporte público a una ciudad situada a menos de 50 kilómetros de distancia. Sí, no lo parece, pero estamos en 2022. La comunicación de Santander con la cornisa cantábrica no reúne las características del ya lejano siglo XX; permanece en el siglo XIX. No de otra forma se puede considerar el hecho de que el trayecto Santander-Bilbao (100 kilómetros, aproximadamente) requiera tres horas; la situación no mejora mucho si volvemos la atención hacia el oeste: Santander-Oviedo (200 kilómetros) supone cinco horas, siempre y cuando no haya contratiempos en forma de averías o trasbordos, que los pocos usuarios del servicio conocen demasiado bien. La consecuencia obvia es que resulta prácticamente imposible desplazarse desde Santander hacia ninguna de las comunidades vecinas (salvo la red radial que nos comunica con Madrid, y por tanto con el eje castellano) por vía férrea.

Cabría sospechar que este estado de cosas provocaría un rechazo rotundo por parte de amplios sectores de la ciudadanía, así como de nuestros dirigentes políticos, siempre prestos (sobre todo nuestro televisivo presidente) a defender la tierruca frente a las afrentas centrales. Poco de esto, salvo honrosas excepciones como la citada anteriormente, se viene dando, poniendo el acento fundamentalmente en la demanda de la construcción del AVE a Madrid, trayecto de 400 kilómetros que en estos momentos emplea una hora menos que el viaje a Oviedo y una hora más que el de Bilbao (recordemos: situada a una distancia cuatro veces menor). En los últimos años parece que se va tomando una cierta conciencia de la situación, pasando la mejora del tren a Bilbao a constituir una de las reivindicaciones de las fuerzas políticas de Cantabria, y así lo ha hecho valer el PRC. Nunca es tarde, pero el establecimiento de prioridades implicaría salir primero del siglo XIX y después del siglo XX.

En definitiva, se trata simplemente de exigir coherencia con los planteamientos que en el plano teórico se exhiben; el desarrollo sostenible, la cohesión territorial, la apuesta por la igualdad en el ámbito del transporte, exige potenciación del transporte publico, políticas públicas disuasorias del uso del automóvil (lo que implica, obviamente, el cese de la construcción de infraestructuras al servicio del mismo) e impugnación radical de una política ferroviaria que agudiza la fractura territorial, y como consecuencia la despoblación de la mayoría del territorio nacional y autonómico. No es coherente potenciar el AVE y lamentar la suerte de la España vaciada. Sería como incluir en el Programa 2050 el objetivo de disminuir el consumo de carne roja y a la vez hacer apología del chuletón en su punto.

Se repiten en los últimos tiempos informaciones dando cuenta de incidencias en las líneas ferroviarias, ya sean de cercanías o de largo recorrido. Retrasos, averías o protestas de los viajeros se suceden delatando males que rebasan la categoría de lo episódico para devenir en un problema estructural. Efectivamente, si se analiza la situación de los transportes en Cantabria y en España desde una perspectiva de largo alcance se llega a la conclusión de que, en el mejor de los casos, no hay una política ferroviaria digna de tal nombre y, en el peor, hay una estrategia deliberada cuyo objetivo no sería otro que acabar con el ferrocarril. Puede parecer exagerada la afirmación, pero si uno ha tenido la osadía de frecuentar este medio de transporte, sobre todo en algunas de sus líneas, lo exagerado pasa a ser la realidad.

A estas alturas, solo la extrema derecha y negacionistas recalcitrantes dudan ya de la certeza del cambio climático y de las consecuencias catastróficas que se están manifestando en Cantabria, en España y en el planeta en su conjunto. Si el escepticismo es inevitable ante las dubitativas conclusiones de las sucesivas cumbres teóricamente convocadas para hacerle frente, no mejora las cosas la constatación de la incoherencia con la que se aplican en nuestro país programas como España 2050 o la Agenda 2030, presentadas con todo lujo de propagandas y fuegos artificiales.