Cuando el fotorreportero Javier Rodríguez llegó a Kigali por primera vez en 1994, la Radio Mil Colinas emitía a todas horas una orden pavorosa: “Mátenlos a todos, las fosas no están llenas todavía”. Iba avisado. Una responsable de una ONG ya le había hablado del horror, de que los hutus obligaban a los niños tutsis a presenciar la muerte lenta de sus padres tras ser asesinados con un machete o un azadón. De mujeres violadas sistemáticamente y asesinadas después. Radio Mil Colinas vociferaba: “Las tumbas no están llenas todavía, sigan matando, exterminen a las cucarachas”.
“Fundada por extremistas hutus en el poder, la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas, RTLM por sus siglas en francés, mantuvo sus transmisiones desde julio de 1993 hasta finales de julio de 1994, siguiendo el 'Decálogo hutu' que algunos inductores manejaban desde posiciones gubernamentales y ahondando en las ideas del periódico Kangura, un medio afín que ya escribía sobre la necesidad de acabar con todos los tutsis del país. De sus primeras emisiones musicales para atraer a la juventud hutu, RTML pasó a tener voz propia e imponer criterios que amplificaron su violencia”, explica Javier Rodríguez, que visitó el país en aquella época de horror.
Según comenta el reportero, desde RTML se daban instrucciones y coordenadas precisas de dónde se encontraban escondidas las familias tutsis. En escuelas, iglesias, ayuntamientos… “No cabe la menor duda de que la radio se utilizó para incitar al miedo y la violencia. Los discursos iban todos dirigidos a multiplicar el rencor e intensificar el odio. Las locuciones eran explícitas: 'Las tumbas no están llenas todavía, ¡sigan ustedes matando!'. Y mataban, sí. Mataban en grupo porque radio Mil Colinas así se lo exigía. La emisora que comenzó a ser conocida por 'radio odio' acabó sus días con el seudónimo de 'radio machete'. Miles de sentencias de muerte se ejecutaron desde su carta parrilla de emisión”, subraya Rodríguez.
Pero lo primero que el fotoperiodista cántabro vio tras aterrizar en el aeropuerto superó todos sus miedos: un joven miliciano cortaba con su machete las piernas a una mujer tutsi evitando mirarla a los ojos. Cortar las piernas suponía una práctica habitual, ya que los hutus, más bajos, entendían que era la manera de ponerse a la altura de los tutsis, de mayor estatura. Con dos hijos de la víctima como testigos, a esta la acabarían rematando para acabar con su vida lentamente. Luego, el asesino se acercó a su cámara en un intento de justificar lo que había hecho. Llevaba el machete en una mano y un transistor en la otra. Los hijos de la mujer estaban presentes. En lugar de asesinarlos, como “debía hacerse por norma”, fueron llevados a un campo de fútbol próximo junto a otros niños y niñas huérfanos gracias a la mediación de una ONG.
“El general canadiense Romeo Dallaire, que vivió las primeras matanzas del conflicto, señala en su libro 'Estrechando la mano del diablo' que él cree en Dios porque en Ruanda le dio la mano al diablo. Lo vio, lo olió y lo tocó. Se refiere a la masacre cometida por los hutus durante los cien días de los machetes largos que acabaron con la vida de cerca de un millón de tutsis y hutus moderados. El general, que lideró la misión de paz de Ruanda durante el genocidio de 1994, quedó abandonado a su suerte con apenas 200 soldados en el país”, recuerda.
A su juicio, lo que muy pocos medios se atreven a publicar son las presuntas matanzas cometidas por el ejército tutsi que recoge la resolución Mapping de Naciones Unidas de 2010, donde quedan reflejados posibles casos de genocidio cometidos por éstos en su avance hacia la liberación de la capital ruandesa en 1993 así como en los campos de refugiados para hutus en la República Democrática del Congo entre 1996 y 2003.
“No sabría decir quiénes pierden primero la paciencia y son más dados a empuñar las armas. Si atendemos al recuento de los números que han dejado las masacres, los hutus, pero no deberíamos perder la perspectiva de que éstos, que representan a la inmensa mayoría, el 85%, vivieron durante siglos subyugados a una monarquía tutsi minoritaria que siempre controló el poder político, militar y económico del país y que les vieron siempre como ciudadanos de segunda”, asegura el autor del documental 'Ruanda, 25 años después. Del odio a la reconciliación', que recientemente se exhibió en Santander.
Y es que el periodismo de compromiso ha llevado a Rodríguez a Ruanda 25 años después para certificar si ha cambiado aquel escenario atroz. Se ha encontrado con una capital muy diferente, una urbe que se ofrece a los inversores como la “Singapur africana” en la que las zanjas atestadas de cadáveres han dejado paso a cientos de vallas comerciales. El gobierno de Paul Kagame, amparado por Estados Unidos, ha prohibido por ley que se vuelva a hablar de hutus y tutsis.
“Nada tiene que ver la Kigali que dejé atrás hace 25 años con la actual. No se parecen en nada. Tampoco a ninguna otra urbe africana. La capital se ofrece al visitante como una ciudad limpia, ordenada y segura. A los inversores, como un centro de desarrollo e innovación. Kigali es la nueva ciudad de negocios y congresos para toda África. El Ayuntamiento está propiciando sustituir el trabajo de las tardes de los viernes por la práctica deportiva, a los jóvenes universitarios el Estado les ha cambiado la lengua francesa por la de Shakespeare y las telenovelas de producción nacional transmiten los ideales de una nueva Ruanda”, enumera.
“Si la seguridad vial se respeta al máximo, el orden y la estética parecen sacados de una maqueta. Kigali no solo es la envidia de África, también de algunas ciudades europeas. Las bolsas de plástico están prohibidas por todo el país, también fumar en lugares públicos o tirar una simple colilla en sus calles. Kigali es hoy un referente para cualquier capital, para muchos organismos internacionales y una franquicia que parece mirarse solo a ella misma”, opina.
Pero la periferia de la ciudad y la Ruanda rural son otra cosa: un ochenta por ciento de los vecinos son pobres, las casas son de chapa, cartón o adobe, no hay alumbrado ni saneamiento y, por supuesto, el agua corriente no existe. Javier Rodríguez acaba de presentar su documental 'Ruanda, 25 años después. Del odio a la reconciliación', que recoge fotografías suyas de entonces y de ahora. No hay sangre, solo miradas y sensaciones.
“Un rostro, una mirada, un gesto… A veces nos ponen más en contexto y nos dejan participar más si cabe del fotograma, nos hace partícipes de él. Poner el foco en una imagen que aflore sentimientos y emociones es mucho más productiva si partimos de que toda acción provoca una reacción. La imagen periodística social nos debe llevar al encuentro íntimo con la víctima. A esta la tenemos que poner a la misma altura que al espectador para que haya una comunicación entre ambos, sin intermediarios. Si algo he aprendido en mi carrera periodística es que conciencia mucho más un titular que ponga el acento en historias concretas, posibles de acometer por la ciudadanía, que esos titulares que hablan de millones de personas y que el lector suele ver como inabordables dentro de sus escasas posibilidades”.