Hay algo en la genética de políticos y planificadores santanderinos que juega en contra de la historia de Santander. Si el mito consolidado culpa al voraz incendio de 1941 del déficit de huellas de la historia arquitectónica y urbanística, la realidad nos muestra una ciudad que ha ido arrasando con ella misma desde el siglo XVIII a golpe de proyectos de reordenación y crecimiento en los que la destrucción de lo previo siempre parecía un paso imprescindible.
Miguel Echevarría Bonet, en su estudio sobre el centro histórico de Santander y su “conjunto patrimonial desaparecido” explica con detalle el proceso de derribo y suplantación producido a lo largo de la historia: “En el momento del siniestro [el incendio de 1941], el patrimonio medieval de la ciudad era ya prácticamente inexistente y las principales pérdidas correspondieron a elementos clasicistas y barrocos. También vemos cómo esa inexistencia de construcciones medievales era de hecho bastante anterior al incendio, pues la destrucción de los edificios de la Edad Media se había producido sobre todo en los siglos XVIII y XIX. Destaca también la destrucción de patrimonio decimonónico en las tres primeras décadas del siglo XX y el reducido impacto de las demoliciones del alcalde Castillo [Ernesto del Castillo Bordenabe, alcalde socialista en 1936], que (…) no destruyó ningún edificio anterior al siglo XIX”.
Quizá la mayor pérdida achacable al proceso de 'reconstrucción' del centro de Santander tras el incendio fue el desmonte del cerro de Somorrostro, desde un poco más al este de la cuesta del Hospital. El vaciamiento del cerro (se removieron unos 300.000 metros cúbicos de tierra que fueron a parar a la explanada de El Camello) para llevar las calles Lealtad e Isabel II hasta el mar aisló a la catedral y eliminó cualquier vestigio de la Puebla Vieja, el corazón original de la ciudad. La operación, además, acabó con capas y capas de historia arqueológica que yacían bajo sus cimientos.
La Puebla Vieja, o Puebla Alta, fue el núcleo original a partir del cual se desarrolló la ciudad. La Santander Medieval tenía su corazón espiritual en la abadía de los “cuerpos santos” de San Emeterio y San Celedonio y su centro administrativo militar en el ya inexistente Castillo de San Felipe. Allí vivían también a principios del siglo XVIII las familias con más poder de la ciudad (los Arce, los Calleja o los Calderón).
La Puebla Nueva, al norte del cerro, concentraba a la clase comercial, a los artesanos y a los profesionales liberales. Los arrabales (el Arrabal de la Mar en el actual Puerto Chico y el Arrabal Fuera de la Puerta, lo que hoy serían Las Estaciones) eran el territorio de labriegos y pescadores. El proyecto falangista para la ciudad quemada de 1941, la conocida como “ciudad orgánica”, no se diferenciaba mucho de esa ciudad de clases y castas donde el urbanismo segregaba y ponía a cada uno en su lugar. Se podría decir que el fuego devolvió todo a su orden primigenio pero sin las molestas huellas de la historia.
La Nueva Población
La Nueva PoblaciónEl incendio dejó instalados numerosos mitos. Otro de ellos es que la estructura ortogonal del trazado del ensanche se debe, en cierta medida, al proyecto reconstructor. En realidad, ese trazado arranca con el proyecto del ingeniero militar Francisco Llorent de 1765 y que se comenzó a plasmar al año siguiente en lo que se vino a llamar la Nueva Población. Si la superponemos sobre el trazado actual de la ciudad estaríamos hablando de todo el desarrollo de que se extiende al norte del Paseo Pereda.
La construcción de nuevos muelles y la planificación de manzanas de 20 x 40 metros pensados por Llorent fue la tónica mantenida en sucesivos planes de expansión de la ciudad medieval (como el proyecto de 1788 de Agustín de Colosía) y eso supuso la muerte en capítulos de la vieja muralla, la construcción de edificios altos y la concentración de la propiedad en manos de los constructores.
Como reseña Ramón Maruri Villanueva, “la concepción del ensanche que se inicia en Santander a partir de 1765 responde a lo que H. Capel considera caracterizaría a la mayoría de los ensanches urbanos españoles de los siglos XVIII y XIX, es decir, «áreas de residencia destinadas esencialmente a la burguesía y las clases medias, las únicas que podían pagar las elevadas sumas que requería la construcción de un edificio de varios pisos»”.
Este proceso no ocurrió sólo en Santander, sino que fue la tónica general en una España preindustrial donde las clases dominantes encuentran en “la especulación del suelo y de producción de la mercancía vivienda, una fuente importante de acumulación de capital. El espacio urbano, la ciudad toda, adquiere un valor de cambio, más importante y por encima de su valor de uso”. Así concluye Capel en su estudio Capitalismo y Morfología urbana en España. Es decir, que la especulación urbanística e inmobiliaria ha estado en el ADN del empresariado local desde hace siglos.
La destrucción del patrimonio medieval a la que hacía referencia Miguel Echevarría se produjo, entonces, en esos sucesivos ensanches desarrollados a trancas y barrancas en los siglos XVIII y XIX. La población más humilde siguió siendo expulsada y arrinconada. En el caso de los pescadores, ya en los extremos de Puerto Chico y más en el actual barrio de Tetuán. No fue suficiente.
'El Piqueta'
'El Piqueta'Aunque el apodo de 'El Piqueta' se lo ganó el alcalde Ernesto del Castillo Bordenabe, en el Consistorio en 1936 y 1937, hasta el triunfo de los golpistas en Santander, la costumbre de derribar para construir una “nueva Santander” venía de atrás. La gran diferencia es que 'El Piqueta' no tumbó para construir viviendas privadas ni para especular, sino para conectar la ciudad y habilitar nuevas infraestructuras.
Como insiste Miguel Echevarría, el alcalde tenía un solo objetivo: “la apertura de nuevas calles y el ensanche y alineamiento de las ya existentes, buscando una mayor permeabilidad de la trama viaria. Estas obras supusieron un interesante ejercicio de racionalización urbana que, sin embargo, produjo importantes pérdidas patrimoniales y la desaparición de algunos espacios emblemáticos del centro histórico”.
En ese proceso desaparecieron la Estación de la Costa y la Estación del Norte, fue demolido el Puente de Vargas y fue mutilada parcialmente la Iglesia de La Compañía o el Palacio Episcopal. Muchas de sus obras, acometidas en plena Guerra Civil, fueron continuadas por el régimen dictatorial (como la ampliación de la conexión entre el Paseo Pereda y Jesús de Monasterio o la conexión entre el ensanche de Maliaño y el centro de la ciudad bajo la calle Alta, el conocido ahora como Pasaje de Peña).
Sin embargo, nunca le perdonaron la demolición de la ermita de San Roque, en El Sardinero. Quizá por ello, el régimen se dio prisa en levantar la nueva iglesia de San Roque que fue inaugurada en 1945 con un destacado escudo fascista en su fachada, que aún sigue en ese lugar.
Lo que queda
Lo que quedaEn realidad Santander no puede saber quien fue porque no queda prácticamente nada de su pasado. En su trazado, solo queda un edificio de la época medieval (la catedral), uno del siglo XVII (la iglesia de La Compañía), uno de finales del XIX (la iglesia de los Jesuitas), y siete edificios históricos del siglo XX. Lo demás, son casi despojos: las dos farolas del puente diseñado por Alberto Corral que están en la Plaza de Cañadío, el escudo de Felipe IV que estuvo en el castillo y que ahora aparece en la fachada sur de la catedral, la clave mayor del ábside de la iglesia del convento de Santa Clara en el jardín de la Biblioteca Municipal, un lienzo de la muralla que está bajo la Plaza Porticada, el escudo de la antigua Aduana recuperado en la fachada de la actual Delegación de Hacienda, y algunos restos más que sobreviven desubicados según el prolijo recuento de Echevarría.
El incendio devoró una parte importante del centro de la ciudad, pero fueron los responsables de la ciudad los que decidieron o permitieron que, después de las llamas, se tumbara el Palacio de los Rivaherrera, la capilla de Santiago o el Teatro Pereda. La alianza entre la burguesía urbana y las autoridades locales nunca tuvo pudor a la hora de reinventar su ciudad y los registros así lo atestiguan. Si así fue con los edificios emblemáticos, imaginen con las viviendas de las gentes humildes: desde los habitantes del Arrabal de la Mar a los pescadores de Puerto Chico, desde la casa de Amparo Pérez en la Vaguada de Las Llamas a las viviendas de El Pilón. La ciudad parece autodestruirse de forma permanente para mayor beneficio de sus 'benefactores'.