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Fin de ciclo

13 de mayo de 2024 21:43 h

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Las elecciones en Cataluña son un nuevo capítulo de la serie Fin de ciclo: el fin del ciclo de los desafíos a la Transición y la Monarquía, el ciclo de la rebelión y la desobediencia que se abrió con el 15M y siguió con el procés, en el que se mezcló el proyecto emancipador y democratizador de la calle con el proyecto identitario con el que la derecha catalana intentó lavar sus pecados en el sudario de la patria. Ahora ese sudario envuelve el cadáver del procesismo. El procés ha muerto. No el independentismo, pero sí esta fase del proyecto separatista en Cataluña. Después de mayorías absolutas que pusieron en jaque al Estado español, los partidos nacionalistas han tenido sus peores resultados en toda la democracia. Los peores. Es fuerte.

Nunca habían subido tan alto, nunca habían caído tan bajo. Tan rápido como ascendieron, se han desplomado. Es el signo de los tiempos: estallidos tan urgentes como pasajeros que vienen a acabar con todo en tan poco tiempo que son destruidos por sus ansias y por un sistema caníbal que devora hasta sus hijos —como ha hecho con Ciudadanos— cuando deja de necesitarlos. El caso del independentismo es parecido al de Podemos, con la diferencia de que sus dirigentes provenían del poder establecido: pero se enfrentaron a un poder mayor que los ha acabado triturando. Los motivos de su hundimiento son múltiples. No han llevado a Cataluña a la Arcadia prometida, se han ocupado más de la independencia que de la solvencia, más de sus líderes que de sus bases, y han terminado divididos, enfrentados y dando el poder en Madrid a uno de los partidos del 155 y pactando con el mismo Estado que había usado sus cloacas para ahogarlos. En un ámbito en el que la traición se paga cara son demasiadas concesiones al enemigo. 

La última fue el pacto con el Gobierno de coalición, que la derecha española llamó una rendición de España al independentismo cuando es justo lo contrario: el separatismo aceptó la Constitución española, la unidad indisoluble y al mismísimo Felipe VI. La derecha repite que Sánchez rompe España, pero España solo se rompe cuando la derecha quiere unirla a la fuerza, cuando quiere reducir su diversidad a la España única del toro de Osborne, el Bertín y el Soberano. La derecha dice que Sánchez es una fábrica de independentistas, pero es justo lo opuesto. Desde los indultos a la amnistía, Sánchez no ha dejado de reducir la inflamación separatista que alcanzó máximos históricos con Rajoy y las palizas del 1 de octubre. Es obvio. Las inflamaciones no se bajan a golpes sino con cura y reposo. 

Es la medicina que ha recetado el Doctor Sánchez a los catalanes. Les ha dado el perdón, un nuevo comienzo y a Salvador Illa, el hombre tranquilo y el más españolista de los socialistas catalanes, que contenta también a los que se sintieron abandonados ante la declaración unilateral de independencia. El presidente del Gobierno es el principal ganador de la noche electoral y el artífice de la vuelta a un Régimen del 78 con retoques, maquillaje y postizos. Él lo representa mejor que nadie: es un poco de izquierdas cuando conviene pero nunca demasiado, progresista en lo social, liberal en lo económico, republicano de alma pero de cuerpo monárquico. PSOE hasta el tuétano. 

El Perro está llevando dócilmente al redil a las ovejas descarriadas del rebaño, con la ayuda de una izquierda adormecida como las langostas en una olla hirviendo. Cuando queramos darnos cuenta, estamos todos dentro, tan felices de haber parado a la ultraderecha como de haber vuelto al Antiguo Régimen. Puigdemont quería la Restauración ayer, tendrá la Restauración del ayer. El regreso al bipartidismo. La izquierda española volverá a ser un reducto como le ha pasado a la izquierda catalana por querer ir demasiado lejos y demasiado rápido. Deberíamos aprender la lección de este auge y caída: si te enfrentas al Estado todopoderoso, necesitas no solo liderazgos fuertes sino bases sólidas con implantación en el territorio y trabajo en el terreno que sostengan el cuerpo en pie cuando intenten descabezar al movimiento. El secreto está en la masa.

Es una lección que han aprendido la izquierda vasca y gallega que se están expandiendo. Porque el viaje no ha sido en balde. Hemos ganado en pluralidad y plurinacionalidad, en gobiernos del cambio y de progreso, en libertades y derechos. Pero también nos han caído mordazas y palos, repliegues y retrocesos, una ultraderecha española y otra catalana, cloacas y fango. Los avances han tenido una respuesta feroz de signo contrario.

Cuando el desafío independentista, escribí un artículo titulado “Adiós R78, hola 15M”. A dos días del 15 de mayo de este año, me temo que hay que decirle adiós al 15M y hola al R78 reformado. A los que creemos que necesita mucho más que una reforma, que necesita una ruptura y una república, nos toca volver a empezar. Este ciclo se ha acabado.

Las elecciones en Cataluña son un nuevo capítulo de la serie Fin de ciclo: el fin del ciclo de los desafíos a la Transición y la Monarquía, el ciclo de la rebelión y la desobediencia que se abrió con el 15M y siguió con el procés, en el que se mezcló el proyecto emancipador y democratizador de la calle con el proyecto identitario con el que la derecha catalana intentó lavar sus pecados en el sudario de la patria. Ahora ese sudario envuelve el cadáver del procesismo. El procés ha muerto. No el independentismo, pero sí esta fase del proyecto separatista en Cataluña. Después de mayorías absolutas que pusieron en jaque al Estado español, los partidos nacionalistas han tenido sus peores resultados en toda la democracia. Los peores. Es fuerte.

Nunca habían subido tan alto, nunca habían caído tan bajo. Tan rápido como ascendieron, se han desplomado. Es el signo de los tiempos: estallidos tan urgentes como pasajeros que vienen a acabar con todo en tan poco tiempo que son destruidos por sus ansias y por un sistema caníbal que devora hasta sus hijos —como ha hecho con Ciudadanos— cuando deja de necesitarlos. El caso del independentismo es parecido al de Podemos, con la diferencia de que sus dirigentes provenían del poder establecido: pero se enfrentaron a un poder mayor que los ha acabado triturando. Los motivos de su hundimiento son múltiples. No han llevado a Cataluña a la Arcadia prometida, se han ocupado más de la independencia que de la solvencia, más de sus líderes que de sus bases, y han terminado divididos, enfrentados y dando el poder en Madrid a uno de los partidos del 155 y pactando con el mismo Estado que había usado sus cloacas para ahogarlos. En un ámbito en el que la traición se paga cara son demasiadas concesiones al enemigo.