Artículos de opinión de Javier Gallego, director del programa de radio Carne Cruda.
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No me extraña que haya padres que se zurren en un partido de fútbol de sus hijos, como veíamos hace unos días, lo que me extraña es que no se maten. Quién no mataría para que su niño sea el nuevo Messi o CR7. Quién no se partiría la cara para conseguir que juegue en el Madrid o el Barça, o en cualquier club de Primera, si me apuras. Quién no le rompería la boca al que impida que nuestro vástago tenga el dinero, los coches, las casas, las mujeres y la fama de los reyes del deporte rey. Quién no le retorcería el cuello al que se interponga en el camino de nuestro chaval hacia la gloria, los contratos de publicidad, las portadas de prensa, las revistas del corazón y los programas de radio y televisión. Quién no le partiría las piernas a ese niñato que acaba de hacerle una entrada fea a nuestra gallina de los huevos de oro. ¿Tú no morderías, patalearías, escupirías, arañarías e insultarías a quien rompa tu jarra de la lechera? ¿No matarías a quien mate tus sueños?
Estos días se ha hecho mucho psicoanálisis sobre esos padres que utilizan a sus hijos para intentar cumplir las fantasías que tenían cuando ellos eran niños y que van al campo a soltar los infiernos que llevan dentro. Pero al margen de que la competición altera los ánimos y es una forma de canalizar la agresividad sobrante, al margen de que la masa contagia la violencia porque reparte y difumina la responsabilidad, ha faltado preguntarse por qué esta violencia, por qué unos adultos pierden la compostura y la cordura y se transforman en bestias para proteger a su camada, qué es tan importante como para liarte a puñetazos para defenderlo.
En la pregunta está la respuesta: porque han convertido el fútbol en lo más importante, en lo más de lo más, el tema de conversación y el centro de atención, lo que querría cualquier hijo de vecino, la máxima aspiración de la gente corriente. No es ninguna novedad la importancia del fútbol, pero se ha ido acrecentando en las últimas décadas, hasta ocuparlo todo y colonizar nuestras vidas. Ha invadido el calendario, la agenda y el discurso. El fútbol es la hegemonía.
Hay partidos casi cada día de la semana y las emisoras levantan su programación para retransmitirlos en directo; las secciones deportivas de los telediarios y boletines se han terminado convirtiendo en programas independientes que duran tanto o más que el informativo; radio y televisión dedican el mismo tiempo a dar las noticias de nuestro país y del mundo entero que a explicar el entrenamiento de cuatro equipos; los periódicos de más tirada son los deportivos… Y, claro, para llenar todos esos minutos y páginas casi con un único deporte y apenas unos cuantos clubes y jugadores, han tenido que elevar la nimiedad y la banalidad a la categoría de trascendente. La nada se ha convertido en el todo.
El fútbol lleva siendo un opio del pueblo -un anestésico como reconoce un famoso locutor deportivo- desde hace mucho tiempo, pero la lógica del mercado nos ha subido la dosis hasta hacernos yonquis. La máquina billonaria en la que se ha convertido gracias a la televisión y los contratos de publicidad lo extienden cada día como un virus que invade nuestro tiempo, pensamiento y ocio. El deporte más democrático, que cualquiera puede practicar con una pelota de trapo y un descampado, se ha convertido en el deporte más totalitario.
Por eso es intocable. La pela manda y los que mandan están detrás del fútbol. Se les perdonan deudas con Hacienda y los aficionados disculpan a los evasores y otros deslices sexuales e ilegales de sus héroes, subidos al Olimpo por las mejores plumas (masculinas) del periodismo, que rara vez afean sus errores. Pero es lógico. De pan y circo ha pasado a ser religión. Nadie quería en Roma que sus hijos fueran gladiadores, pero hoy muchos quieren que los suyos sean futbolistas. Son dioses. Quién no mataría por ser como ellos. Yo, por el fútbol, mato.
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