Artículos de opinión de Javier Gallego, director del programa de radio Carne Cruda.
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Tres mujeres del mundo del cine han acusado de agresión sexual al director Carlos Vermut, según una investigación de El País. Una dice que la inmovilizó y la estranguló para forzarla a tener sexo aunque ella se opuso verbal y físicamente, incluso con patadas. La segunda cuenta que se abalanzó sobre ella para besarla y le arrancó el sujetador para tocarle los pechos. La tercera, que no la dejó marcharse de casa una noche, que se vio obligada a quedarse atemorizada, después de meses de “trato denigrante verbal y físico”, incluyendo prácticas que casi le provocaron una arcada. El director alega que le gusta el sexo duro, que ha realizado estrangulamientos, pero que siempre ha sido sexo consentido porque el consentimiento le parece “importante”.
No es solo importante, es crucial. Es lo que diferencia el sexo duro de la agresión sexual. Abalanzarse sobre alguien o arrancar la ropa sin previo aviso, forzarla a defenderse y forcejear o retenerla contra su voluntad son formas de agresión. La sexualidad puede ser violenta pero tiene que existir un pacto por ambas partes, una comodidad y complicidad mutuas, una aceptación compartida. El sexo duro no se impone, se propone. No se toma por la fuerza ni por asalto, se alcanza por consenso. Los límites se deciden, se exploran juntos. Si no sabes, preguntas. No avasallas, no atropellas. Si quieres expandirlos, te aseguras de que la otra persona se siente segura. No cruzas líneas que no te han invitado a cruzar.
Él dice no ser consciente, pero al mismo tiempo reconoce que las mujeres pudieron sentir miedo de plantarse porque él es mucho más grande que ellas y pudieron temer “agravar la situación”. Dice no ser consciente, pero intuye el miedo, conoce su superioridad física, admite el peligro y la amenaza. Pero no asume responsabilidad ninguna. Tampoco de su privilegio. Las tres mujeres estaban en una posición de subordinación profesional, dos de ellas eran mucho más jóvenes, a una le prometió un puesto mejor, las tres podían temer las consecuencias de denunciar. Todas lo han hecho anónimamente. Él no recuerda ni que una se fuera llorando, ni no haber usado condón aunque otra se lo pidió, ni la ropa arrancada ni los forcejeos. Eso es el patriarcado: confundir intimidad con intimidación, no ver a la otra persona ni el temor que le provocas.
Vermut añade: “Otra cosa es que la persona en su casa después se sintiera mal”. Eso decía la manada: que no eran conscientes de haber violado a la chica y que a lo mejor ella después se sintió mal por lo que había hecho… Por lo que había hecho ella, no ellos. La culpa es de la víctima que no acepta sus actos. La culpa es suya que iba provocando, que vino a mi casa, que ahora se arrepiente. La culpa es de ella que no denunció en su momento, que denuncia tarde, que denuncia mal, en el periódico, no en los tribunales. Pero cuando lo hace, cuando va al juzgado, empieza un nuevo calvario. El proceso judicial interminable, el proceso social extenuante, la censura profesional, la revictimización de la víctima.
Las tres mujeres que han denunciado no van a ganar nada, no buscan notoriedad porque no han dado sus nombres, no persiguen un privilegio porque tienen miedo a las consecuencias de su denuncia. No lo hacen tanto por ellas como por las demás. Por todas las mujeres que sufren agresiones sexuales. Una de cada tres, según la ONU. Por todas las que no se atreven a denunciar, 92 de cada 100. Las mujeres están hartas de decirlo, de contarlo, de compartirlo. De pedir un cambio a los hombres. Que dejen de violarlas, de acosarlas, de abusar. Hartas del encubrimiento. De que se disculpe, se oculte, se exculpe a los agresores.
Como ha vuelto a pasar en el mundo del cine. Muchas más mujeres que hombres han dado su apoyo a las denunciantes. Muchos y muchas han callado. Unos por miedo, otros por complicidad. Otros dicen defender la presunción de inocencia del denunciado. Él también puede acudir a la justicia para limpiar su honor. Es curioso. Cuando el periodismo desvela un caso de corrupción, nadie critica que se publique una noticia veraz antes de que llegue a los juzgados porque hay hechos que son veraces aunque no hayan sido condenados. Pero cuando es un caso de agresión sexual, se duda no solo del periodismo, se sospecha de la denunciante. Eso también es el patriarcado: el castigo por romper la ley del silencio.
No hay que preguntar a las agredidas por qué no denuncian sino hacernos la pregunta todos los demás. La respuesta se encuentra en la palabra más repetida en este artículo: miedo. Eso es el patriarcado para las mujeres.
Tres mujeres del mundo del cine han acusado de agresión sexual al director Carlos Vermut, según una investigación de El País. Una dice que la inmovilizó y la estranguló para forzarla a tener sexo aunque ella se opuso verbal y físicamente, incluso con patadas. La segunda cuenta que se abalanzó sobre ella para besarla y le arrancó el sujetador para tocarle los pechos. La tercera, que no la dejó marcharse de casa una noche, que se vio obligada a quedarse atemorizada, después de meses de “trato denigrante verbal y físico”, incluyendo prácticas que casi le provocaron una arcada. El director alega que le gusta el sexo duro, que ha realizado estrangulamientos, pero que siempre ha sido sexo consentido porque el consentimiento le parece “importante”.
No es solo importante, es crucial. Es lo que diferencia el sexo duro de la agresión sexual. Abalanzarse sobre alguien o arrancar la ropa sin previo aviso, forzarla a defenderse y forcejear o retenerla contra su voluntad son formas de agresión. La sexualidad puede ser violenta pero tiene que existir un pacto por ambas partes, una comodidad y complicidad mutuas, una aceptación compartida. El sexo duro no se impone, se propone. No se toma por la fuerza ni por asalto, se alcanza por consenso. Los límites se deciden, se exploran juntos. Si no sabes, preguntas. No avasallas, no atropellas. Si quieres expandirlos, te aseguras de que la otra persona se siente segura. No cruzas líneas que no te han invitado a cruzar.