Anastasia Tsackos, la albaceteña hija de un brigadista que nació en un campo de concentración

La de Anastasia es una historia de esas que dejan huella y que muestran las heridas de una guerra que llegan a partir en dos la vida de una persona, prácticamente desde su origen. Esta albaceteña es hija de George Tsackos, un brigadista que llegó a Albacete en el año 1936, y de Llanos Moratalla. Ha sido su origen, el ser hija de un brigadista, lo que ha marcado toda su vida. Hoy, a sus 79 años, sigue lamentando la suerte que tuvieron sus padres.

Hace 82 años llegaba a Albacete el primer contingente de brigadistas de varios países. Los brigadistas eran jóvenes, inexpertos en el manejo de las armas, y distaban mucho de ser soldados como los que acompañaban al ejército sublevado. Eran voluntarios que llegaron unidos a la provincia para convertirse en el ejército internacional que quería poner fin a los idearios franquistas afines al fascismo que se arraigaba en una Europa cercana a vivir la II Guerra Mundial.

Uno de esos jóvenes era George Tsackos, que salió de Grecia rumbo a Albacete. Fue en Albacete donde conoció a Llanos Moratalla, hija de una familia conservadora que nunca vio con buenos ojos la relación. “Se enamoraron”, cuenta Anastasia, hija de ambos. “Y llegó un momento en que, después de casi un año de relación, se casaron”. Fue el 12 de octubre de 1937 cuando se formaliza ese matrimonio que, apenas un año después decide marchar, junto con el resto de brigadistas, saliendo de España.

La travesía fue muy dura: “Iban en trenes para ganado, sin comida. Fue un periplo terrible”. Todo con tal de salir de España huyendo de las tropas sublevadas que, por entonces, tenían la mayor parte del país tomado. Hasta que finalmente llegaron a Francia atravesando la frontera por el Pertús, un municipio francés situado en el departamento de los Pirineos Orientales. Llanos ya estaba embarazada.

La primera vez que Llanos y George se separaron fue a su llegada a Normandía, concretamente en la localidad de Beyoux. Cada uno fue llevado a un campo de concentración. Fue allí donde nació Anastasia, en agosto del año 1939. Un mes más tarde esta familia se hace su primera fotografía juntos, y también la última.

 

“Después llegó lo más doloroso”, describe ahora Anastasia.  Y es que, con las vistas puestas en marchar a Estados Unidos, se dieron cuenta de que se habían ido sin documentos de España y necesitaban tanto la partida de nacimiento como la de matrimonio para poder salir de Europa rumbo a América. “Mi madre le pidió a su familia que le enviara las partidas de nacimiento y la de matrimonio pero no se lo quisieron mandar”, y  la única solución que vieron los padres de Anastasia, fue que ella y la niña, por entonces con ocho meses de vida, volvieran a España a por la documentación y, a su regreso nuevamente a Normandía, poder viajar todos juntos.

Pero eso nunca pasó. Anastasia nunca más volvió a estar con su padre porque el régimen cerró las fronteras y no permitió que ellas salieran del país y tampoco dejó entrar a su padre.

Una caja llena de cartas

Y así, por una decisión del régimen franquista, Anastasia nunca volvió a ver a su padre.  De él solo le quedan los recuerdos que acumula en una caja llena de cartas.  Y gracias a esas cartas dice con convencimiento: “Mi padre nunca se olvidó de mi”. Lo sabe porque en esas mismas letras que él dirigía a su madre se narra la odisea que el brigadista vivió convencido de que podría unir de nuevo a su familia. De hecho, su empeño en entrar a España a por ellas le llevó a vivir en Gibraltar y en Portugal.

La última vez que tuvo contacto con él, vía documentos, fue en el año 1960. Entonces Anastasia tenía 20 años, y era menor de edad, según las leyes franquistas, lo que le hacía necesitar un permiso paterno, por escrito, para poderse casar. “Esa fue la última vez que supe de él”, se lamenta Anastasia, a pesar de que se ha recorrido embajadas y le ha intentado seguir el rastro durante años.

Pese al drama que vivió en carne propia la poca edad que tenía Anastasia la hizo estar al margen de la realidad. Pasó su infancia en Albacete, con la familia materna que, aunque no había consentido la boda, las acogió de buen grado en el núcleo familiar. “No me faltó nunca de nada”, dice Anastasia, consciente de que esa familia y sus atenciones hizo evitaron que ella, como hija de brigadista, fuese señalada en esa sociedad fascista y represiva en la que los vencedores imponían su ley.

El rechazo “por ser hija de un rojo”

Pero ninguno pudo evitar las represalias de aquél matrimonio. Cuenta Anastasia que su abuelo “tenía un cargo en el Ayuntamiento de Albacete, era el jefe de árbitros municipales” y de ahí se le degradó y pasó el resto de su vida trabajando en un fielato (las casetas de cobro de los arbitrios y tasas municipales sobre el tráfico de mercancías). Algo parecido les pasó a sus tíos, que pasaron de trabajar en entidades bancarias a estar defenestrados por el régimen. Ese fue el coste que tuvieron que pagar.

Pero hubo otros. Anastasia pasó la primera parte de su vida, “hasta que llegué al instituto” sin saber cuál era su nombre real. “Me llamaban Mari”. Eso fue casi una imposición. “Antes de morir mi madre -falleció cuando Anastasia tenía 5 años- no le preguntaron si me había bautizado”. Y cuando la familia quiso hacerlo el párroco les puso una condición: “Tenía que tener un nombre católico”, y fue entonces cuando decidieron ponerle María como primer nombre.

A lo largo de esos años, y como hija de un brigadista, sufrió de los desprecios de la sociedad de la época. El mayor de ellos fue en un colegio de monjas. “Mis tías querían que me educase en un colegio de monjas porque pensaban que era lo mejor”, narra la protagonista. Pero el día del inicio del curso, justo cuando estaba entrando por la puerta “la hermana portera dijo que no podría entrar porque se habían enterado que mi padre era rojo”. Eso que en aquel momento fue una muestra de rechazo se convirtió “en la suerte de mi vida”, dice Anastasia, que pasó a la educación pública.

“Nunca más me señalaron por ser hija de un rojo” y todo gracias al apoyo de una familia en la que se crió sabiendo que su padre era extranjero “y que no podía venir, pero no sabía que era brigadista ni nada de eso”. “Había un mutismo tan grande que no me di cuenta de la realidad”, una realidad que percibió con los años cuando supo que sus orígenes no eran como los del resto.

Una búsqueda infructuosa

Hoy, Anastasia mira con cierta amargura el pasado. “Conmigo se han vulnerado derechos fundamentales como el de poder tener una familia”, se lamenta.  Y prueba de ello son las dos únicas fotos que tiene con su padre. Y una de ellas ni siquiera es real. “Fue un fotomontaje que mi padre hizo con una foto mía que le había enviado mi madre”, asegura.  Y ese fotomontaje le llegó casi de casualidad porque un sobrino de Geoges pasó por Albacete en tren y cuando paró en la estación se la entregó al trabajador del kiosko de prensa. Este a su vez era conocido del sastre que vivía al lado de casa de los abuelos de Anastasia que, cuando vio la foto, la identificó y la llevó hasta el hogar familiar.

Desde que es adulta se ha afanado en encontrar a su padre que, según ha sabido por los documentos que ha ido recabando, ha viajado por todo el mundo. “Ha estado en Estados Unidos, Portugal, Grecia y Rumanía, y allí es donde le perdí la pista”, cuenta esta albaceteña.

Hoy, Anastasia Tsackos, sigue lamentando que, primero la Guerra Civil y después la dictadura, le impidieron poder disfrutar de su padre. Es por eso que no entiende cómo hay quienes todavía hoy apoyan que un dictador “tan sanguinario como fue Franco” siga enterrado en el Valle de los Caídos, construido precisamente para rendirle culto.