La ciudad mineral de Manuel Ruiz Toribio
Manuel Ruiz Toribio habla desde el corazón de la ciudad. O mejor, como a él le gustaría: desde el corazón del pueblo. Descolgado en una estancia de los viejos pisos a la espalda de la ronda de Alarcos, habla interminantemente. Se oye de fondo un boletín informativo de la tarde en Radio Nacional de España. La locutora informa de Oriente Próximo, del gobierno, de protestas varias: podríamos estar en cualquier época.
Y sin embargo Toribio diserta con lentitud en la tarde de noviembre. En su última exposición fotográfica, Urbo, muestra las tripas de una Ciudad Real que es como un barco desvaído, anclado en mitad del país, a veces prometedor y a veces desvalijado. Ya lo era en los ochenta, cuando hizo su primera muestra, que es de alguna manera la antecedente de esta. El objetivo, al menos, es compartido: es “un intento de enseñar mi ciudad, tanto de puertas afuera como de puertas adentro”. A la mayoría de fotografías, que son actuales, se suman algunas de los años transcurridos desde entonces.
Aquella primera exposición se llamó Interiores de una ciudad del interior y estuvo en los bajos del Ayuntamiento de Ciudad Real, que funcionaba como sala de exposiciones. Al cabo de un año se llevó al Círculo Cultural Español Antonio Machado de Luxemburgo, de emigrantes “sobre todo españoles, pero también portugueses”, donde se exhibió durante otro mes largo. Allí se imprimió el cartel promocional, en formato diáfano: una foto en blanco y negro y el breve anuncio en luxemburgués, francés y español.
Sin pretensiones, puro estilo Toribio: “Los carteles tienen que llevar la información justa”. También dio pinceladas de la capital en la posterior Cuando me miras, que fue una de sus pocas incursiones en circuitos institucionales y que pasó por Cuba y por municipios de la provincia. “La Diputación puso algo de dinero, que era un intercambio con la condición de que cuando volviera de Cuba la exposición fuera itinerante por pueblos pequeños de Ciudad Real”.
Eran poblaciones de menos de 2000 habitantes, a las que apenas iban muestras de fotografía y mucho menos de pintura o escultura. Recuerda que en Corral de Calatrava se expusieron en la sala de plenos porque no había dónde ponerlas, y tuvieron que colocarlas en los sitios de las banderas y del cuadro del rey.
Esta actualización de aquellos trabajos no es nostálgica, pero sí crítica. Lo que muestro ahora no tiene nada que ver con el pasado. Cuando fotografié Ciudad Real en los años ochenta era una ciudad con colectivos de pintores, de músicos..., que eran muy jóvenes, pero que se movían por la ciudad.
Eso fue desapareciendo y la situación actual, curiosamente, la refleja muy bien Ciudad Real, mi amor, un librito que hizo el ilustrador Nino Velasco en 1979. Viene a decir que la cultura no depende básicamente de la cantidad de cosas que se dan, sino de cómo se hacen, y sobre todo con qué sentido. Además no hay un patrimonio histórico o arquitectónico rico, porque Ciudad Real se arrasa completamente en los ochenta. Era un pueblo manchego grande, con una arquitectura popular muy definida, pero se destroza toda la ciudad por una ordenanza municipal de urbanismo que prohibía edificar fuera de la muralla.
Más allá de esa destrucción, que también han criticado voces como Diego Peris, el fotógrafo muestra arquitecturas o esculturas que permanecen, como la Casa de Cultura del urbanista daimieleño Miguel Fisac o el emblemático parque Gasset, lugar habitual de juegos de multitud de niños. Del período de la República sobreviven en su interior el monumento a Rafael Gasset, que se hizo por suscripción popular, o el monolito al cura de los bichos, José María de la Fuente.
Dentro del recinto también da protagonismo a la última casa que queda en el entorno, polémico “centro sociocultural alternativo” antes de su cierre en 2020 por orden judicial. En los aledaños del Gasset, Toribio mantiene la que fue la casa familiar, ahora su estudio. Fuera de las propias construcciones todo es nuevo, “ahora mismo es un barrio mucho más internacional, en el que se instalaron trabajadores de mil países. No queda nadie de cuando yo era pequeño; bueno, alguien quedará...”
Las atmósferas de entonces no han desaparecido, se han transformado. Captarlas es otro de los fines de la fotografía de Toribio y eso lo logra metiéndose en los ambientes. Desde actividades repentinas como botellones o fiestas universitarias a la densidad de tertulias que eran prácticamente instituciones, como el casino de los burgueses o la taberna El Granito. El perímetro de la judería, “con calles muy estrechas y edificios altos”. El mercadillo ambulante de los sábados, con sus hortelanos y sus vendedores de alimentación o textil. Talleres mecánicos en naves rudimentarias al pie de la ronda de Granada. Y una ristra de polígonos industriales, verbenas de extrarradio, panorámicas, caos arquitectónico, zonas recuperadas, un palomar con almenas del anejo del Pardillo, cabinas telefónicas. De todos ellos surgen rumores de voces, olores, tiempo suspendido, días de sol que los deslumbran y madrugadas de niebla y nieve que los sepultan en la dureza del invierno, cuando se revuelve el poso de la laguna en que se asienta Ciudad Real. Y hay una armonía memorable en el conjunto.
—“Creo que hay que sacar una cosa que tenga una cierta belleza, no tirar piedras contra nuestro propio tejado. Mucha gente ha fotografiado ciudades, y yo antes de hacer Urbo sí que me documento con maestros que lo han hecho. Lo que pasa es que las que a mí me llegan de esos referentes son grandes ciudades: Nueva York, Estambul, Tokio, Manila... Nada tienen que ver con una ciudad de provincias. Yo soy de aquí y vivo aquí, creo que es una obligación moral retratar mi ciudad, sea fea o bonita. También me baso en una máxima en los últimos trabajos, lo que decía Miguel Torga de que ”lo universal es lo local sin barreras“. Dentro de ese localismo voy más lejos o más cerca y saco a los inquilinos de mi bloque, la escalera de aquí, mis vecinas de enfrente, que vendieron el piso; antes me he cruzado con una que hablaba francés. Incluso saco mi nevera porque también es de esos años. Esta nevera, que tiene 50 años, la tenía yo cuando hago la primera exposición”, destaca el artista.
En otra foto saca a la última vecina original del bloque, de cuando entregaron las llaves de las casas. Era 1956 y la voz de Manuel habla de unos años que no conoció, porque él no había nacido. De cuando ya estaba recuerda una ciudad con climatología más variable, algo que echa de menos. Dice que le inspiran las nubes y que ver el cielo azul “es como cuando ves un cuadro de un pintor que todavía no ha pintado el cielo y lo tiene vacío”. También lo dice fotográficamente hablando: apenas hace fotos cuando hay mucha luz. Al mismo tiempo tampoco hay muchas tomas nocturnas de Ciudad Real, en bares o discotecas, algo que considera “muy igual” en todos lados. Conclusión: “Prefiero las luces más bien apagadas, tenues: la poca luz”. Se trata de una fotografía fuera de la multitud y de las horas punta, perdida en las tascas o en los negocios tradicionales, alma del pueblo manchego que perdura en las calles del centro.
—“La calle más comercial de Ciudad Real es General Aguilera: todo eran negocios de proximidad, ahora son multinacionales. En sus aledaños hay nuevos negocios que van viniendo: sedes de sectas, galerías comerciales. Lo más castizo, por decirlo de alguna manera, es el Perchel, alrededor de la iglesia de Santiago, que sigue manteniendo las casas bajitas y teniendo vida. Del casco viejo quedan algunos vestigios como el convento de las Terreras o la Puerta de Toledo, que no he querido sacar como un monumento sino como puerta en sí: si te das cuenta en la foto la gente está entrando. Y en medio perviven mitos como La Deliciosa. Sus dulces me parecen espectaculares: lo que más me gusta son las magdalenas de yogur y las tartas cada vez que hay un acontecimiento. Y café mejor que el de Barrenengoa no lo ha habido nunca, es el café local. La fábrica solo la conocí por fuera. Recuerdo el olor del café tostado, un olor penetrante, muy bueno, cada vez que pasábamos por el barrio de Los Ángeles”, es su relato.
Llegados a este punto surge un debate inevitable, el de las imágenes que no han entrado en Urbo, que constituirían otra exposición dentro (o fuera) de la propia exposición. Se desvelan algunas cartas y sus motivaciones, como su enfoque de la vertiente devota de Ciudad Real: más que las ceremonias, le interesa lo que pasa antes y después, así como una serie de personajes que se comprometen con la religión. La eternidad en las cafeterías y palabras de metal que no se acaban. Gente en penumbra leyendo el Lanza antiguo, que era la única prensa local que había, o el Ya, el Arriba, el Pueblo, en los años de Maricastaña. El añorado Ramón Barreda y el cafetín de San Pedro, “un foco cultural y bohemio”. Rasgos cenicientos de los que habló Ángel Romera en Sin forma definida, su glorioso ensayo de aquella época. Y el futuro de ciencia ficción que se ha quedado: proyectos y construcciones a medio hacer, El Dorado de Caja Castilla-La Mancha que fue el aeropuerto, ser una de las pocas capitales españolas sin ribera de río, nostalgia que se pierde en los recovecos de Alarcos, por el puente de la nacional, lindando con Valverde...
—“Lo que pasa es que hay que acotar porque si no te vas extendiendo. Ya no las pedanías, sino que pueblos como Carrión o Miguelturra tienen su propia personalidad y sería otro reto trabajar en ellos. Es igual que si planteas hacer un trabajo sobre un barrio, ¿hasta dónde alcanzan los límites, dónde está la frontera del barrio? Yo he viajado por todo el mundo y sin embargo me es muy difícil irme del mío, porque en otro sitio me encontraría un poco raro. Aquí tengo la vida entera, tengo los libros, a ver dónde vas con esto”, reflexiona el fotógrafo.
“Con mi trabajo intento sacar una cierta belleza de una ciudad que está caracterizada y que se estudia en las escuelas de arquitectura como una de las ciudades con más destrucción urbanística de España. Ahora, sin pensarlo, me está pasando un poco lo de aquella vez pero con otra gente. Es más, creo que para mí esta colección, este trabajo, es la más importante. Es la obra de mi vida, o por lo menos la más duradera en tiempo. Hay fotos de hace mucho tiempo y fotos de ayer”, añade.
Llueve en este invierno de Ciudad Real. En el pequeño piso cerca del Gasset se han quedado muchos recuerdos y los juguetes de Manuel cuando era niño. Dice que está contento con Urbo y que la anterior muestra no resultó como le hubiera gustado, porque no tenía la técnica ni los conocimientos. Ahora es otra cosa. Las pisadas se diluyen en los charcos de estos días distantes, sobre los que aún no brillan las luces de las siguientes fiestas. El fotógrafo recorre estas avenidas que ha observado con su mirada circular de periodista, pero también de estudiante del colegio Ferroviario o desde una terraza de la calle Calatrava. No se detienen su pulso ni su charla.
Cada tarde pasa por el bar Rufino, donde está la exposición, para enseñar las fotos a los amigos que acuden. A veces hace una pausa para descansar y tomar un refresco. Desde el parque, a través de la ventana, se ve a Manuel hablando con su hermano Domingo y Antonio Ruiz Roma. Parecen ellos mismos figurantes de una proyección del cine Olimpia que ocupaba el edificio. La conversación se alarga a medianoche. Por la calle Libertad cruza una racha de viento y de silencio. Esta podría ser otra de las estampas que se quedaron fuera de Urbo.
La exposición 'Urbo' puede verse de lunes a sábado de 18:00 a 23:00 horas en Rufino Snack Bar (Libertad, 10). Entrada gratuita.
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