Recogida de libros liberales y obscenos en Toledo
El 20 de noviembre de 1824, hace ahora doscientos años, los vecinos de Toledo conocieron una noticia singular. Antonio María Navarro, corregidor de la ciudad, hacía público un bando ordenando la recogida de todos los libros editados en España, o introducidos desde el extranjero entre el 1 de enero de 1820 y el 30 de septiembre de 1823, periodo en que los liberales gobernaron el país aplicando la Constitución de 1812. Esta retirada, además, afectaba a “láminas y pinturas obscenas y escandalosas, fruto de la más abominable prostitución, y que tanto han contribuido a la corrupción de las costumbres”.
Como es sabido, el reinado de Fernando VII fue uno de los más bochornosos de nuestra historia. Durante su primera etapa, entre 1814 y 1820, aplicó el más rotundo absolutismo, desdeñando los sentimientos liberales y modernizadores recogidos en la Constitución de Cádiz. En enero de ese último año, el levantamiento de Riego dio la vuelta a la tortilla y el monarca se vio obligado a jurar la Constitución, pronunciando, de boquilla, una de esas “borbonadas” que han hecho historia entre los “campechanosos” dichos de su dinastía: “marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”.
Recurriendo a potencias extranjeras, como Francia y Rusia, al mando del duque de Angulema, los “Cien Mil Hijos de San Luis” invadieron España en ayuda del monarca y en septiembre de 1823 arrumbaron el Trienio Liberal, abriendo puertas a la llamada Década Ominosa, dejando en agua de borrajas aquello de caminar por la senda constitucional. A partir de ese momento la camarilla de Fernando VII, la nobleza cortesana y el alto clero iniciaron una dura represión. Haber gritado en los años anteriores “¡Viva la Constitución!” podía ser condenado con pena de muerta, como le ocurrió al general Riego, quien fue ejecutado en la plaza de la Cebada de Madrid el 7 de noviembre.
Defensor acérrimo de las tesis absolutistas, el letrado Mariano Rufino González, nacido en Tomelloso en 1779 y graduado bachiller en la Universidad de Toledo, fue nombrado Superintendente general interino de la Policía del Reino. Como tal, el 14 de noviembre de 1824, firmó el bando aludido, solicitando a los responsables policiales provinciales que lo aplicasen en sus respectivos territorios. Y eso hizo el corregidor Navarro en Toledo el día 20.
Los libros y láminas afectadas por esta recogida, entre los que se encontraban los prohibidos por la Iglesia y el Santo Tribunal de la Inquisición, debían ser entregados a los curas párrocos en el plazo de un mes. Quienes no lo hiciesen, u ocultasen, serían sometidos a sumario y castigados. Pasados esos treinta días, quienes denunciasen a los que no cumplieran con esta recogida, serían recompensados con un tercio de la multa a imponer, amén de garantizarles sigiloso anonimato.
Al entregar los impresos al cura párroco, sus propietarios debían presentar una relación, por duplicado, de los mismos, a efectos de que una vez examinados pudiesen serles devueltos. Si no entregasen tal lista, se entendía que renunciaban a dicha devolución. Los sacerdotes estaban obligados a recoger y custodiar los ejemplares retenidos, haciendo un inventario de ellos y entregándolos a los intendentes provinciales de Policía.
Antonio María Navarro y Jiménez había tomado posesión del cargo de corregidor de Toledo el 4 de septiembre de 1824, permaneciendo en el cargo hasta su fallecimiento a mediados de 1832.
De su paso por la ciudad de Toledo quedó una obra peculiar: la llamada “mina del Corregidor”, una canalización subterránea de aguas del Tajo desde lo que hoy conocemos como la “presa de Safont” hasta la Vega Baja para el riego de cultivos desde las ruinas del Circo Romano hasta San Pedro el Verde. Según artículos publicados por el historiador Rafael del Cerro, en su serie “Vivir Toledo” en el diario ABC, este singular personaje realizó distintas obras para su beneficio personal, no dudando en utilizar para ello mano penada y aprovecharse de subvenciones públicas. Entre las mismas se encontraban la presa del Cañar (aguas arriba del puente de Alcántara), un palomar, una balsa para capturar peces, un cocedero de ladrillos en el Aserradero y una casa-huerta con vides y frutales.
A su muerte se dijo que era “bondadoso, agradable y que le adornaban todas las prendas que debe reunir una autoridad”. Y aunque a su entierro en la parroquia de San Juan Bautista asistieron todas las autoridades eclesiásticas, civiles, militares, amén de abogados, escribanos, procuradores y oficiales de todos los cuerpos de tropa, lo cierto es que no había faltado ocasión en que los toledanos expresasen su descontento hacía él, como el día en que su casa, en la plaza de las Tendillas, amaneció con una expresiva pintada: “Esta casa es de negros”.
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