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Razones para no ilegalizar la eutanasia

Como ya es sabido, la modernidad trajo los mejores avances a la humanidad. Pero también supo sacar lo peor del ser humano. Sentó un caldo de cultivo sobre el cual, los ahora detestados personajes (aunque en su momento alabados) pusieron en marcha ideales y prácticas tan horrendas. De ese caldo de cultivo resaltan sobre todo cuatro aspectos.

El primero de ellos es la ilustración (siglos XVII, XVIII y XIX). El movimiento ideológico que sirvió de base para la posterior gestación de la revolución industrial y que postulaba el uso de la razón y la posesión del conocimiento como el máximo valor humano dignificante.

El segundo era la estructura social que la revolución industrial, base material de la modernidad, había generado y que permitía replicar y mantener esa situación. Una clase burguesa, ilustrada y refinada (léase “digna” en su sentido ilustrado), y una amplia clase obrera, pobre y analfabeta.

El tercer aspecto es la revolución científico-técnica en el ámbito biomédico que propició la modernidad. Conocimiento, estructura social, y liberalismo, confluyeron para formar las pilares elementales de lo que hoy día es la ciencia médica: surgieron las vacunas, el uso de analgésicos, la genética, etc...

Y por último vino el darwinismo social. La historia daba la razón a las teorías evolutivas por cuanto explicaban el paso de la Edad Media hacia la Época de las Luces. En este sentido, los aspectos anteriores asentaron bien el terreno para que “científicos” de todo tipo aplicaran las teorías de la evolución de Lamark y Charles Darwin a la estructura social del momento. Afirmaban que todos aquellos “no aptos” debían perecer para asegurar que las personas “aptas” sí lo hicieran y así asegurar un futuro digno a corto y largo plazo.

Todo lo dicho conllevó a que, sobre todo en naciones imperialistas, las ciencias biomédicas sintieran una gran exaltación de su poder y contravinieran el precepto cristiano, imperante hasta bien entrada la ilustración, de que “el hombre no es dueño ni propietario de su cuerpo, sino únicamente usufructuario”.

El neurólogo gaélico-americano Robert Foster-Kennedy, durante la primera mitad del siglo XX, abogaba por el exterminio de lo que llamaba “errores de la naturaleza” mediante prácticas eutanásicas y de esterilización. De hecho, el gobierno de Estados Unidos aplicaba esterilizaciones obligatorias a aquellas personas consideradas inferiores; que posteriormente gobiernos como los de Perú y Bolivia replicaron.

Por su parte, el médico genetista alemán Fritz Lenz, también durante los años de las dos grandes guerras, fue un firme precursor del programa de “higiene racial” llevado a cabo por el régimen nazi: iniciando primero con la “Ley de protección contra las enfermedades hereditarias”, que preveía la esterilización forzada de personas con enfermedades mentales, sordas, ciegas o adictas al alcohol, pero también de personas inadaptadas o rebeldes al régimen, y terminando con los ya conocidos campos de exterminio.

Pero situados en un siglo XXI con una estructura social más diversa, flexible, inclusiva, y equitativa, garante de los derechos ciudadanos para asegurar una convivencia en armonía, los valores sociales imperantes así como las regulaciones de los estados-nación quedan lejos de cometer las barbaridades que hace apenas 60 años se llevaban a cabo.

Por otro lado la ciencia biomédica ha alcanzado tal grado de supremacía que puede alargar años a la vida pero no vida a esos años. Es entonces cuando la regulación por medio de leyes del derecho a disponer de la propia vida se hace necesario.

Si bien los orígenes de las prácticas eutanásicas tuvieron una motivación de control, de un modo de eugenesia, basándose en el poder de unos más fuertes de decidir sobre el destino de otros más débiles, no es así como las leyes actuales de gobiernos como el de Holanda, Bélgica, Luxemburgo, y Quebec, o de proyectos de otros como Francia, proponen. En el seno de la regulación de este derecho que el post-modernismo reclama se encuentra necesariamente tanto la decisión reiterada e inequívoca del afectado, el sufrimiento intenso, irreversible, e irremediable, como un férreo control de los requisitos para quien solicita y para quien facilita la eutanasia o el suicidio asistido.

Aun así, quienes se oponen a la regulación de estas prácticas, siguen aduciendo motivaciones que tenían vigor hace uno e incluso dos siglos, pero no en el momento actual. Describen un proceso que, en el caso de legalizar las prácticas eutanásicas, llevaría a las mismas de la excepcionalidad a la generalización terminando por sustituir éstas a la medicina; esto es, cuando no se pueda curar lo que hay que hacer es matar. A este evolucionismo inverso (que llevaría de la civilización, momento actual, a la barbarie, si sucede la legalización de las prácticas eutanásicas) se le da el nombre de “pendiente resbaladiza”.

Algo que, ni por experiencia de aquellos gobiernos que ya llevan más de 10 años de andadura con la regulación de estas prácticas, ni por un análisis crítico serio (ético, moral, sociológico, médico, económico, ni legal), puede sostenerse como argumento en contra.

Como ya es sabido, la modernidad trajo los mejores avances a la humanidad. Pero también supo sacar lo peor del ser humano. Sentó un caldo de cultivo sobre el cual, los ahora detestados personajes (aunque en su momento alabados) pusieron en marcha ideales y prácticas tan horrendas. De ese caldo de cultivo resaltan sobre todo cuatro aspectos.

El primero de ellos es la ilustración (siglos XVII, XVIII y XIX). El movimiento ideológico que sirvió de base para la posterior gestación de la revolución industrial y que postulaba el uso de la razón y la posesión del conocimiento como el máximo valor humano dignificante.