Pablo Simón se ha convertido en los últimos años en un rostro muy conocido en los medios de comunicación por sus certeros análisis sobre el panorama político y social, tanto en España como en Europa. Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, actualmente es profesor visitante en la Universidad Carlos III en Madrid, donde también estudia las reformas electorales de diferentes países. Gracias a todo ello, es un analista que se atreve a ofrecer predicciones pero al que sobre todo fascinan las relaciones entre democracia, política y poder.
Forma parte del proyecto Politikon, fundado en 2010 por un grupo de académicos y profesionales independientes para promover debates y políticas basados en el conocimiento de las ciencias sociales, y mirar la realidad desde una perspectiva analítica. Pablo Simón ha plasmado mucho de este aprendizaje en el libro ‘El príncipe moderno’, donde habla de la crisis de los partidos políticos, el comportamiento electoral, la evolución de la socialdemocracia y los modelos de bienestar. Hemos dialogado con él con motivo de su visita a la Librería Hojablanca de Toledo para presentar la obra.
¿Tenemos en nuestros políticos españoles ejemplos de una aproximación a ese ‘príncipe moderno’?
Es una reflexión en torno a una manera de entender la política, de cómo tratar de adaptar tu comportamiento a las circunstancias, teniendo unos principios firmes y en un contexto tan cambiante como el actual, tan volátil. Con el auge de la extrema derecha, con partidos que van y vienen, con las dificultades para formar gobierno, con la aparente crisis de nuestro sistema de bienestar, no hay duda de que hace falta mucha habilidad para mantenerte en el candelero, para poder llevar adelante tu proyecto político. Justamente, más que pensar en un político que se ajuste al retrato robot del príncipe moderno, en el libro se dice que la moral con la que juzgamos la política es distinta a la que aspira la gente virtuosa. Te obliga a elegir entre dos cosas que pueden ser buenas o malas.
Hablamos de juegos de política y juegos poder en democracia, ¿no es una perversión del sistema el poder por el poder como fin último?
Puede ser así, pero fíjate en una cosa: una de las razones por las que un político quiere el poder puede ser efectivamente porque lo ansía para su disfrute personal y el boato y la pompa le hace sentirse realizado. Pero las personas que realmente quieren transformar la sociedad, también necesitan cumplir una condición previa: conseguir el poder. Si tú tienes un proyecto de cambio y transformación bienintencionado para tu país, si no consigues el poder, no lo puedes llevar adelante. Por tanto, pensar que todos los políticos que hay en el poder solo quieren eso, no los enjuicia moralmente, sino que independientemente de cuál será la razón, lo necesitan.
Política y ciudadanía
Pero sí que ha crecido el abismo entre la ciudadanía y la clase política por sonados casos de corrupción…
Es un síndrome tradicional de nuestro país la desafección política, entendida como el bajo interés por las actividades de la política, por las críticas sistemáticas a las instituciones que hace que la gente decida no implicarse o participar de forma directa. Es un cuadro que no solo es de España. Todas las democracias recientes, las que vienen de los años 70, tienen un contexto parecido. Es verdad que esta brecha se ha agrandado debido al impacto de la gran recesión, que cambia los parámetros. Yo me hubiera preocupado si tras ello hubiéramos visto que el interés por la política se reducía más. Pero ocurrió justo lo contrario. La gente empezó a interesarse, a sentirse no pasiva, en las encuestas se notaba su irritación. Y eso señalaba que algo se estaba moviendo en el subsuelo tectónico de nuestro país y es lo que explica la emergencia de los nuevos partidos. Esa ha sido la transformación. Seguimos siendo un país muy desafecto y descontento con los políticos. Pero se produjo un cambio con los partidos emergentes, las confluencias y las organizaciones de ciudadanos para tratar de gobernar en los ayuntamientos.
¿Todo ello marcó un punto de inflexión, un antes y un después?
Efectivamente, pero el polvo de todo ese movimiento todavía no se ha asentado. El ciclo que comenzó con las elecciones europeas no se ha terminado de consolidar porque todavía no sabemos si se van a quedar estos partidos ni cómo hay que gobernar con tanta fragmentación política. Esto es un aprendizaje exprés que nos está acercando más a otros países europeos y nos coloca en unas coordenadas que despistan más a nuestros políticos que a nuestros ciudadanos. Los políticos a veces tienen tics de un bipartidismo que añoran y que piensan que va a volver, no terminan de entender que esta situación, al menos en el medio plazo, ha venido para quedarse.
El auge de la extrema derecha forma parte también de ese proceso, ¿en España lo hemos importado también de Europa?
Así es. Éramos junto con Irlanda y Portugal, los únicos países europeos en los que no tenía representación política la extrema derecha y esto es verdad que podría cambiar en las próximas elecciones. Pero aquí, Vox tiene algunos elementos distintivos: no capta voto obrero de las clases más desfavorecidas, sino que es voto de las clases medias y altas y es un voto muy masculinizado. Asimismo, a diferencia de otras de Europa, la extrema derecha española no tiene un discurso social proteccionista sino que están siempre a favor de las bajadas de impuestos, en una agenda neoliberal al uso, lo que se parece mucho a las extremas derechas de los años 90. Y es también muy centralista.
Quizás también tienen un discurso menos populista…
De momento, pero es algo que puede ir mutando porque las estrategias se van a ir adaptando y ahora los medios de comunicación están empezando a prestarles más atención. Por ejemplo, cuando hablan de ‘derechita cobarde’ y de las élites que no han sabido defender la unidad de España, se empieza a intuir que quieren distinguir entre una élite corrupta de los políticos tradicionales y ellos, que representan a la nación española. Y ese discurso lo veremos de forma más amplia en un plazo breve.
En todo este escenario, muchas veces nos olvidamos de los más jóvenes, los que decidirán futuros gobiernos. Como has comentado en alguna ocasión, sí que participan en la política, pero, ¿no crees que lo hacen al margen de la misma, con sus propias herramientas?
Pasa una cosa muy curiosa, que defienden muchos sociólogos, que es la idea del ‘efecto sustitución’. Lo que muchos dicen es que no tenemos que preocuparnos tanto por que los jóvenes no participen tanto en las elecciones, ya que en el fondo ellos buscan otros mecanismos: grupos de consumo, manifestaciones, plataformas… Las formas de participación política no convencional que ya es convencional. Pero nos hemos encontrado con que no son sustitutos, son complementarios. Es decir, también participan en las elecciones. Y el que no participa en las elecciones tampoco lo hace de otra manera. Es cierto que es un colectivo evanescente: cuando le tocas, sale a votar, y si no, se queda en casa. Esa fue la diferencia entre las elecciones de 2015 y las de 2016. Pero al final, la buena lección que han extraído los jóvenes y que tenemos que tener presente es que la participación política tiene que ser por todas las vías porque es la única manera de influir y tener algún tipo de presencia en el debate público.
¿Eso lo han aprendido también los políticos, tanto de partidos tradicionales como emergentes, para captar el voto?
Claro, saben que España afronta un reto generacional enorme para hacer sostenible nuestro país. Eso nos compete a todos, no solo a los jóvenes. Si no, no solo fracasa una generación, fracasa todo un país y por eso tenemos que ver la manera de que los temas de los jóvenes entren más en la agenda. Si ellos son capaces de movilizarse, salir, intentar que los partidos se hagan eco de sus propuestas, puede ser un avance muy importante que puede marcar la diferencia en el medio plazo.