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Como cada 11 de marzo, echo la vista atrás. Este año se cumplen 20 años de los atentados de Atocha y sigo recordándolo como si fuese ayer.
Tenía 18 años y estaba acabando bachillerato. Ese día, a las dos clases de artes del instituto nos tocaba excursión, íbamos a Cuenca. Visitaríamos el museo de arte abstracto, dentro de las Casas Colgadas, y veríamos el interior de la Catedral; también disfrutaríamos de las vistas del puente de San Pablo y la panorámica desde lo alto de las murallas musulmanas.
Para los estudiantes que teníamos pensado dedicarnos a esos menesteres, era visita casi obligada. Ciudad considerada patrimonio de la humanidad desde 1996, su arquitectura gótica de la catedral se entremezcla con las calles empedradas, pasadizos y casas colgantes que la rodean, transportándonos a un mundo imaginario sacado de una novela medieval.
La salida en autobús iba a ser temprana. Sobre las 8:30 estaba previsto que partiésemos, pero algo sucedió que nos retrasó cerca de 2 horas. Nos comunicaron que la carretera de Valencia estaba colapsada y teníamos que esperar. Las llamadas con nuestras familias se cruzaron antes de la salida. Decían que se había producido un atentado de ETA. En Atocha habían estallado varias bombas y había miles de heridos. Nos trasmitieron confusión. Nosotros, con ganas de “comernos el mundo” y de disfrutar, continuamos como si no hubiese pasado nada, ignorando la gravedad de lo sucedido. Y es que, en esos tiempos, no estábamos conectados al móvil full time; no había redes sociales, tampoco “datos” y, por tanto, internet.
El 11M nuestra clase tuvo la oportunidad de pasar el día allí, en Cuenca.
El 12M, como tanta ciudadanía, nos dirigimos a la manifestación masiva que hubo en Madrid. Una masa incesante de personas nos desplazamos al centro para gritar por los que ya no tenían voz. Para pedir, desde la indignación y la tristeza, que el terrorismo se acabara. Me acuerdo que nos tuvimos que bajar en otra parada de metro porque estaba todo lleno de gente. Recuerdo la emoción que compartimos en esos instantes; tuvimos “el corazón en un puño”.
El 14M fuimos a votar. La ciudadanía habló en las urnas y cambió el rumbo de nuestro país. Un cambio trascendental que ninguna encuesta anterior se esperaba.
Tras los atentados, cada vez que me montaba en un tren, aun no estando ahí aquel fatídico día, miraba en los vagones que me subía por si había una mochila o maleta extraña. Temía que me fuese a pasar lo mismo.
La primera vez que visité Atocha, recuerdo las luces que se desprendían de las constantes velas, flores de colores vivos, mensajes en las columnas exteriores de la estación, palabras de apoyo, de frustración. Había fotos de las personas que habían sido asesinadas. Atocha se había convertido en un santuario para toda la ciudadanía. Atocha se había convertido en un lugar de rezo por las 191 personas fallecidas y las miles de víctimas.
Tras 20 años, esas imágenes siguen estando grabadas a fuego en mi memoria. Esa memoria tan necesaria para recordar la historia. Historia de todos y todas.
Quizá, en ese momento, como algunos del comienzo del siglo XXI, me marcaron para siempre y fueron los que de alguna manera me encaminaron a lo que quise hacer después.
Quizá, ese recuerdo que tengo tan vivo cada 11M, fue el que me ha hecho que me plantee una y otra vez la razón del terrorismo. Si es que este tiene alguna razón de ser.
Quizá, ese recuerdo haga que me pregunte por qué de la injusticia, de la pobreza o de la desigualdad social que lleva a las personas a matar y a matarse.
Quizá, ese recuerdo fue la chispa para que muchos de nuestra generación saliésemos a gritar el no a las guerras. A ninguna guerra.
Esos atentados cambiaron la historia de las vidas de los que viajaban en los distintos vagones, quizá, también, la vida de las nuestras.
Han pasado 20 años y ese día sigue estando presente. Muy presente.
En memoria de los que ya no están y de los supervivientes.
Como cada 11 de marzo, echo la vista atrás. Este año se cumplen 20 años de los atentados de Atocha y sigo recordándolo como si fuese ayer.
Tenía 18 años y estaba acabando bachillerato. Ese día, a las dos clases de artes del instituto nos tocaba excursión, íbamos a Cuenca. Visitaríamos el museo de arte abstracto, dentro de las Casas Colgadas, y veríamos el interior de la Catedral; también disfrutaríamos de las vistas del puente de San Pablo y la panorámica desde lo alto de las murallas musulmanas.