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Aguas estancadas

En los últimos días he convertido el balcón en mi oficina. Tiré una pila de periódicos a la basura y metí dentro del apartamento las macetas con los cóleos y los geranios. 8m². Suficiente para estar sobre el aire y no caer. De frente las aguas estancadas del río en el Paredón de los frailes, negras con los ribetes azules del cielo roto, el blanco de las garzas sumergido como morfina que se diluye y el arrebol rosáceo de la nubes reflejadas. Patos negros saliendo de las aguas. El paseo fluvial de la Ronda vacío. Ahora se oye más que nunca el paso de los coches sobre el puente de hierro. Vibra la estructura, el sonido de los neumáticos en las juntas de dilatación, como dos almas que se tocan. Esa es la música que oigo.

¿Qué tienen estos días que no tienen otros?, se preguntaba Gustav Arnstein. Nada en particular, son días como los otros, y si son de primavera, sólo unos días de primavera más. Arnstein escribía una especie de diarios a los que llamó “Aguas estancadas”. Vivió en Viena durante cinco años encerrado sin salir de un apartamento de apenas 60m² en Leopoldstadt. Desde una de las ventanas  Arnstein saltó al Danuvio durante una redada de la Gestapo y ya nunca más se le volvió a ver. Este tipo no existió más que en un libro que a la vez no existió, pero pudo haber existido más allá de un libro que nunca se escribió.

Los tiempos se repiten y un vecino tuyo cualquiera podría ser en el futuro ese fascista que un día te persiga. Un vecino con balcón que da al río. Yo podría ser el señor Arnstein. La imaginación es un río que mueve la realidad, la voltea y produce luz, una luz futura que a la vez puede llegar a iluminar el pasado. A eso se le llama crear. Al crear una vida debes mantenerla viva junto a la tuya, no te pertenece, por lo cual debes darle una existencia heroica -no siempre apacible- en la que a veces se confunda tu existencia con la suya. Si un día te abandonara esa vida, debes salir a buscarla: te habrás convertido en un rastreador de ti mismo. Quizás no se haya ido muy lejos y las huellas te lleven de nuevo a ti, al lugar donde la creaste,  una pequeña ciudad junto a un largo río de aguas estancadas.

No encuentro mejor metáfora de la muerte ahora que esa balsa de agua estancada en el Paredón de los frailes. En las aguas oscuras no se ve el fondo, y da miedo entrar en el río muerto. En realidad no hay en toda esa tabla de agua más de medio metro de calado en sus zonas más profundas cuando en verano hierben los mosquitos. La muerte si puede te engaña poniéndote azogue en los ojos y así verse reflejada en ellos. La mentira es un juego de reflejos en un lenguaje estancado, la verdad el silencio del agua. Paso todo el tiempo en el balcón tomando el sol desnudo y contemplando las tormentas de estos días, entre lecturas de Derrida, Miguel Torga y Elías Canetti; de uno a otro salto hasta volver a Derrida. Es como si hubiera salido con ellos a dar un largo paseo por los puentes, y por Dios ¡¡ninguno de los tres hablaba!! Yo no quería por otro lado interrumpirles, sólo oírles conversar entre ellos y tener una experiencia peripatética. Hubiéramos necesitado en medio a un charlatán inteligente como Brodsky; aquel muchacho locuaz que no dejaba de hablar en aquellas tardes de verano en la laguna de Cañuelas cerca de Talaverilla. No nos gustaban las piscinas.

“Ahora cada día parece un salto en el tiempo, un pequeño salto, pero un salto”

En aquella antigua gravera abandonada le enseñábamos a nadar. De nada sirvió, nunca se subió a una bicicleta y jamás llego a dar más de tres brazadas en el agua, lo suyo era caminar muy deprisa. Un charlatán inteligente sin ser malicioso. Ahora cada día parece un salto en el tiempo, un pequeño salto, pero un salto, y para no caer entre día y día se necesita de impulso y de cierta fuerza acumulada. La quietud desfonda el cuerpo, deja que sus fuerzas destructivas lo abandonen. En la mesita del balcón tengo un álbum de viejas fotografías. Muchas de ellas son de 1973, el último año en el que el baño estuvo permitido en el río. Playa de los arenales. En aquellas aguas sucias cada baño era una purificación, como en las escalinatas  de Dashashwamedh Ghat de Benares en el Ganges. El agua por la cintura, los mosquitos coronando la cabeza. Mete la cabeza en el agua me decía mi padre. A finales de julio el río sufría un fuerte estiaje. Quedaban charcas de aguas estancadas donde con cogíamos gambúsias -rescuers piscis-. Estos pececillos tripones comían Anopheles, el mosquito que transmitía el paludismo. Ese pececillo tripón salvó a muchos niños de una muerte palustre. El río estaba lleno de niños.

En aquel tiempo fuimos eternamente jóvenes, ahora somos eternamente viejos. Allí, en aquella playa miles de niños le gritaban al sol dentro del agua. Cada verano el río exigía sus sacrificios, y siempre algún niño se iba para siempre con la corriente. Sólo había niños y madres muy jóvenes llamándonos a gritos. La muerte siempre estaba cerca porque la vida entonces era infinita, la vida era una corriente infinita de vida. Los jóvenes ahora tiene aprehensión a la muerte, la desestiman. Parece que sólo viven ellos –esa desestimación absoluta, esa negación pueril-. No pidas a un joven o a un niño que te dé el pésame por la pérdida de alguien cercano, sólo viven ellos, les costaría demasiado deconstruir el pathos de la eterna epifanía en la que han aprendido a vivir. Nunca un niño aceptará que otro pueda morir antes que él y vivir después que él. No le pidas que nombre a los demás antes de que se nombre a sí mismo.

Lo normal a una edad temprana es jugar con la muerte, soñarla. En realidad nunca llegan a conocerla, aunque la nombren de todas las maneras posibles –le buscaran el nombre más raro que encuentren– agigolado, álveo, desleír, ebúrneo, arrebol.  La muerte puede estar escondida en cualquier palabra. La gran pandemia se llama narcisismo, y gracias a ella ellos viven a gran velocidad. Todos son Thomas Edward Lawrence conduciendo una Brough Superior SS100 en una carretera estrecha de la sierra de Guadalupe. Fatales golpes en la cabeza. ¿Dónde encontrará a un justo entre tantos bellos?  Sigo pasando las hojas del álbum mientras escucho la radio en el balcón. Más muertos, cada día más de cuatrocientos muertos. Los niños de hoy no ven ni oyen esas noticias.

Hemos llegado a ese punto en el que es difícil distinguir lo que es bueno de lo que es malo. Ninguna línea clara hay entre el bien y el mal, así es nuestro tiempo lleno de zonas grises. A los niños se les esconde la muerte como los juguetes. No saben qué hacer con ella, se les esconde el mundo real y después no lo encuentran. Pero ellos notan las sacudidas y la vibración absurda de este tiempo cada vez más miserable. Han escondido a todos los niños, nos contaminamos de su insomnio y de sus pesadillas. Creo que sería bueno dejarles oír y mirar lo que se oye y se ve. Las generaciones que sobreviven a una guerra son mejores. Entre todos esos muertos que pesan y se adjuntan de manera burocrática  conozco al menos a tres. Incluso hay nombres repetidos. Esas listas de muertos deberían aparecer todos los días en los periódicos. Nos vuelven a esconder la muerte. Nos vuelven a mentir.

En los últimos días he convertido el balcón en mi oficina. Tiré una pila de periódicos a la basura y metí dentro del apartamento las macetas con los cóleos y los geranios. 8m². Suficiente para estar sobre el aire y no caer. De frente las aguas estancadas del río en el Paredón de los frailes, negras con los ribetes azules del cielo roto, el blanco de las garzas sumergido como morfina que se diluye y el arrebol rosáceo de la nubes reflejadas. Patos negros saliendo de las aguas. El paseo fluvial de la Ronda vacío. Ahora se oye más que nunca el paso de los coches sobre el puente de hierro. Vibra la estructura, el sonido de los neumáticos en las juntas de dilatación, como dos almas que se tocan. Esa es la música que oigo.

¿Qué tienen estos días que no tienen otros?, se preguntaba Gustav Arnstein. Nada en particular, son días como los otros, y si son de primavera, sólo unos días de primavera más. Arnstein escribía una especie de diarios a los que llamó “Aguas estancadas”. Vivió en Viena durante cinco años encerrado sin salir de un apartamento de apenas 60m² en Leopoldstadt. Desde una de las ventanas  Arnstein saltó al Danuvio durante una redada de la Gestapo y ya nunca más se le volvió a ver. Este tipo no existió más que en un libro que a la vez no existió, pero pudo haber existido más allá de un libro que nunca se escribió.