Palabras Clave es el espacio de opinión, análisis y reflexión de eldiario.es Castilla-La Mancha, un punto de encuentro y participación colectiva.
Las opiniones vertidas en este espacio son responsabilidad de sus autores.
En el excelente libro escrito por Nicolás Sartorius en colaboración con Javier Alfaya, titulado ‘La memoria insumisa. Sobre la dictadura de Franco“, uno de sus amplios capítulos, todos dotados de un pertinente calibre ensayístico, trata de la cultura en el franquismo: ‘Notas sobre una cultura hecha pedazos’. En él se señala que los sanguinarios Hitler y Mussolini atesoraban cierta cultura literaria y musical, resaltando que Mussolini ”procedía del marxismo y había renegado de él pero leía a Georges Sorel, a Pareto y a Williams James“.
Al hablar de Franco, de sus lecturas, estos dos autores revelan que el dictador español “no parece haber ido mucho más allá de Los protocolos de los Sabios de Sión” (un alegato antisemita que justifica los pogromos que sufrían los judíos en la Rusia zarista), y en cuanto a la música, se conformaba con un zarzuelón tan pedregoso como la 'Marina’ de Arrieta'.
Sartorius y Alfaya comentan que tanto Hitler como Mussolini desconfiaban de los intelectuales, pero eran capaces de utilizarlos para alguna trama futura. Pero “lo de Franco era lo inmediato, lo que dictaba la urgencia propagandística del momento, y punto. Algún poemilla o algún discurso de Pemán, alguna charla de García-Sanchiz, algún artículo de Eugenio Montes, alguna película de exaltación patriótica de Orduña, de Antonio Román o de Sainz de Heredia”.
Nos quedamos con la mención que se hace en esta última cita de García-Sanchiz, de Federico García-Sanchiz Madruga. Un hombre, un escritor que fue conferenciante, literato, periodista y académico de la Lengua. También lo fue de la toledana Acemia de Bellas Artes y Ciencias Históricas. Una de sus obras es ‘Toledo la joya’, que en concreto es un disco donde su contenido lo recita él; dura 6 minutos, en 78 rpm y está fabricado por la Compañía del Gramófono de Barcelona en 1930.
Federico García-Sanchiz nació en Valencia en 1886, y aunque falleció en Madrid en 1965, está enterrado, con su mujer, María Isabel Ferragut, en El Toboso, pues tenía unas excelentes relaciones con el pueblo, visitándolo mucho. Cuando murió, el féretro fue llevado por soldados de la Marina Española, pues él fue Señalero Honorario de la Escuadra Española. Hay una glorieta, en este pueblo natal de la Dulcinea cervantina, que lleva su nombre. Es un recoleto jardín donde hay un monumento dedicado a él, que consiste en una estatua de García-Sanchiz esculpida por Enric Monjo i Garriga; monumento situado junto al convento de las monjas clarisas, religiosas de clausura que elaboran una rica gama de sabrosísimos dulces.
Este escritor se consagró tanto como conferenciante que él mismo se llamó “charlista”. Recorrió los países de habla española pronunciando sus charlas. A él se debe el término “españolear”, inserto en uno de sus libros. Fue un carlista, y un hijo suyo, Luis Felipe, marinero y requeté, falleció en el hundimiento del crucero Baleares, durante la guerra civil; nada más ganar la guerra los nacionales, la Avenida del Puerto, de Valencia, adoptó el nombre del muchacho. Apoyó vivamente el levantamiento franquista de 1936, haciendo una profusa propaganda del dictador y el Movimiento Nacional. Hasta 2017 había una avenida en Valencia con su nombre; y en Alzira un colegio infantil también lo llevaba. Yo no lo llevan, ni la avenida ni el colegio, por haberse aplicado la justa Ley de Memoria Histórica. Entonces, ¿por qué el nombre de Federico García-Sanchiz sigue estando en el callejero de El Toboso?
Lo más seguro es que Federico García-Sanchiz fuese un hombre simpático y cordial. Pero fue un gran reaccionario. Acudía al tópico de decir que España era su Dulcinea. Su declarado amor a la patria, más que patriota, patriotero, es de esta índole: “Si yo volviera a nacer -responde a un amigo que le visita en su lujoso piso de la calle Serrano de Madrid- y me consultaran, yo pediría ser español, que es una cosa gallarda, altiva con el mundo y con la superioridad del sacrificio”. Juan Antonio Ríos Carratalá afirma de García-Sanchiz “es un olvidado de su época; incluso un raro, hasta cierto punto y a efectos bibliográficos.
La fugacidad de la fama daría materia para una de sus charlas porque es un tema clásico y de lucimiento, de “valor universal y permanente”, pero en este caso el olvido del valenciano se suma al de otros muchos coetáneos“ porque su trayectoria responde a una cultura definitivamente clausurada”. Sus charlas no carecían de una impronta muy original, espontánea y vistosa como fuegos de artificio. Creó un arte, dentro de un género tan fecundo, conformado de un modo muy personal. El pintor Juan Sert dio con la clave sosteniendo que “Federico García-Sanchiz ha inventado un arte que se llama Federico García-Sanchiz”.
Ríos Carratalá advierte que “el acercamiento a estas figuras olvidadas nunca debe convertirse en un ventajista ajuste de cuentas o, todavía peor, en el absurdo de una crítica basada en lo reaccionario de su ideología”. Si bien, añade, la lectura de sus textos, generalmente “remite a la obviedad de un autor cuyo trazo resulta inequívoco en las coordenadas de la mentalidad que desembocó en el franquismo”. Él tenía una voz potente y un buen timbre sonoro, además de saber utilizar bien los recursos gestuales tan adecuados para un completo resultado efectista. Y en el estrado, sólo le gustaba servirse de una mesita cubierta de terciopelo rojo, un foco que iluminase lo estricto: su cabeza, su torso, sus manos, y, eso sí, que apareciera un conserje con la jarrita de agua y el vasito con un platito. Toda esa gente que abarrotaba los salones para oírle sabía que García-Sanchiz era millonaria, pero él jugaba con una austeridad monástica, encarnada en la iluminación y en la sencillez extrema del decorado, para encandilar todavía más al público.
Su oratoria fue un espectáculo, pero sus contenidos lo acercan totalmente a la ideología del caudillo, detentando una pedestre vocación cultural. García-Sanchiz tuvo, como decimos, mucho éxito, en España y en los países americanos hispanohablantes, sobre todo en Argentina, en Buenos Aires.
Al volver, coronado ya de una gran fama como charlista, se le ocurrió declarar: “Los siglos XIX y XX crearon y afirmaron la anti-España. Salí yo a correr tierras y, al observar la insidia con que se nos combate y convencido de que muchas de nuestras ideas y actitudes clásicas son de un valor universal y permanente, me consagré a su predicación con el fervor de un misionero, y en ello sigo”. A esto le llamaba él “españolear”. Palabras clavaditas a ese mendaz sentimiento de Franco, intentando creer ilusamente, o trasmitir engañosamente que España es la nación preferida por Dios, implicado en esa Cruzada Nacional vencedora.
Conocer la trayectoria de García-Sanchiz no hace daño. Pero habría que revisar su presencia en El Toboso, y en realidad habría que retirar el monumento con la escultura del personaje y suprimir el nombre de la glorieta, poniéndole otro nombre que no sea el suyo. Para cumplir, adecuadamente, con la Ley de Memoria Histórica.
Se está cometiendo una grave irregularidad. Porque Federico García-Sanchiz es un claro apologista de las vicisitudes del franquismo. Y además, si fuera un genio… Pero no es el caso de otros personajes dudosos, como pudiera ser Gonzalo Torrente Ballester, que tiene, merecidamente, calle en Madrid. Del caso de Torrente Ballester falangista habría mucho que hablar, pues fue una decisión tomada por el miedo. Desprendido de esta ideología fascista, que en verdad nunca tuvo, llegó a ser uno de los firmantes de la ‘Carta de los 102 intelectuales’, dirigida a Fraga Iribarne, por las numerosas torturas que el régimen, sin pudor, realizaba.
En el excelente libro escrito por Nicolás Sartorius en colaboración con Javier Alfaya, titulado ‘La memoria insumisa. Sobre la dictadura de Franco“, uno de sus amplios capítulos, todos dotados de un pertinente calibre ensayístico, trata de la cultura en el franquismo: ‘Notas sobre una cultura hecha pedazos’. En él se señala que los sanguinarios Hitler y Mussolini atesoraban cierta cultura literaria y musical, resaltando que Mussolini ”procedía del marxismo y había renegado de él pero leía a Georges Sorel, a Pareto y a Williams James“.
Al hablar de Franco, de sus lecturas, estos dos autores revelan que el dictador español “no parece haber ido mucho más allá de Los protocolos de los Sabios de Sión” (un alegato antisemita que justifica los pogromos que sufrían los judíos en la Rusia zarista), y en cuanto a la música, se conformaba con un zarzuelón tan pedregoso como la 'Marina’ de Arrieta'.