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La última propuesta fímica de Enrique Urbizu, a la par largometraje al uso y miniserie televisiva en cinco episodios, utiliza, como un elemento más de su antiheroica westernización del bandolerismo en nuestro país en los años iniciales del siglo XIX, tanto en el propio proemio de la historia como en su conclusión, la figura histórica del viajero romántico foráneo observador del complejo y convulso panorama hispano del inicio de esa centuria, una figuracorporeizada en el personaje del ficticio John S. Cook asimismo incorporado como personaje de la propia historia puesta en imágenes por el cineasta.
Me he permitido la licencia de partir de esta puntual referencia al ahora mismo de la oferta audiovisual a nuestro alcance para -dando de lado cualquier análisis del atractivo trabajo tanto fílmico como metalingüístico de su director tan espléndidamente analizado por ejemplo por Enric Albero-, tomar su existencia como ocasional pretexto de partida para desde ella saltar a la aparición a su vez, bien pocos días antes de la salida a escena del trabajo del cineasta, de un volumen, 'Ciudades vistas y soñadas', editado por la Real Academia Conquense de Artes y Letras, en el que sus autores, el historiador Miguel Jiménez Monteserín y el fotógrafo Santiago Torralba Hernaiz, se acercan precisamente, tanto textual como icónicamente, a cómo los paisajes y el propio paisanaje españoles de esa época fueron captados y recogidos por esos viajeros llegados de fuera de nuestras fronteras en el curso de su inquisitivo ambular por nuestra geografía patria.
En concreto el libro repasa, en sugestiva alianza de imagen y texto, el ayer y el hoy de las poblaciones retratadas en sus escritos o en sus dibujos y grabados por esos viajeros que, cual señala en su texto introductorio Jiménez Monteserín, caminaron nuestro país “escudriñando minuciosos (…) cuanto impresionaba su ojo avizor” y que, “a caballo o en diligencia, sin equipaje apenas” y sin que les arredraran “los inclementes extremos del clima, el inseguro azar cotidiano de un país de continuo inquieto por el áspero conflicto interno, la pésima red viaria o la sordidez de los alojamientos”fueron haciendo así de alguna manera suyos“ en notas y bosquejos la enorme diversidad de los paisajes hispanos”, unos parajes inmersos en una realidad social, como también se cuida de señalar Monteserín “por completo distinta de la actual”, cual también, matiza de inmediato, era “muy diferente de la nuestra la manera como la vieron y retrataron después” en sus realizaciones literarias o plásticas esos, cual se les ha llamado, “curiosos impertinentes”; unos curiosos impertinentes que “iban al encuentro ensoñado de los vestigios de un pasado legendario que en aquel tiempo se desmoronaba sin remedio en sus edificios señeros” pero que “también contemplaban unas gentes ensimismadas, inmersas en su aislamiento y atraso, a duras penas conscientes de cómo el mundo social en torno se les venía abajo, abocados a la incertidumbre de unos encontrados proyectos políticos que a la mayoría resultaban bastante ajenos”, en un mirar y posterior recrear un panorama en el que “no atraía menos a tales visitantes lo imaginado de las personas que lo pintoresco de su vivir y sus lugares y, en estos, el arte allí albergado en impares monumentos, cuyo decadente empaque remitía con nostalgia a míticos tiempos idos no más bonancibles tampoco”, en un hacer con el que, “no faltos de opiniones preconcebidas” y colmando “sus retinas de los lugares y situaciones pintorescas que buscaron atentos”, fueron configurando “una intensa versión, literaria o visual, de las cosas de España”.
Esas diferencias pero también las similitudes entre el ayer y el hoy quedan bien reflejadas en las páginas del volumen de Monteserín y Torralba (que tiene su origen en las imágenes que bajo igual título conformaron la exposición en el Centro Cultural Aguirre de Cuenca que, en diciembre de 2015 y enero de 2016, ellos mismo organizaran) en las que, con una muy cuidada edición formal, se van contrastando fragmentos textuales y plasmaciones plásticas de autores tanto foráneos como hispanos de aquella época -Antonio Ponz, Alexandre de Laborde, François René de Chateaubriand, Théophile Gautier, Jean-François Peyron, Mateo López, Emile Bégin, Genaro Pérez de Villa-Amil, Gil González Dávila, Pablo Manuel Ortega, John Frederick Lewis, David Roberts, George Vivian, Thomas Roscoe o Richard Ford, a los que, para el caso concreto de Cuenca, se añaden aunque discrepen algo cronológicamente, los de Sebastián de Covarrubias Horozco, Baltasar Porreño o Juan Pablo Mártir Rico- con las imágenes fotográficas actuales realizadas por Santiago Torralba de esos mismos escenarios urbanos entonces narrados, dibujados o grabados: además de la citada Cuenca, Burgos, Segovia, Madrid, Valencia, Toledo, Ocaña, Córdoba, Granada, Ronda, Sevilla, Carmona, Jerez de la Frontera y Cádiz.
En bipolar caleidoscopio de similitudes y diferencias el trabajo de Jiménez Monteserín y Torralba Hernaiz ofrece a sus lectores la posibilidad de comparar, desde su mirada de hoy, el resultado de la de aquellos visitantes que, partiendo de sus personales valores ideológicos y estéticos, se iba a decantar, vuelvo a robarle la palabra al primero de los firmantes del libro, en unos testimonios, textuales o plásticos en los que “lo cruel, lo sublime y lo grotesco se darían la mano, mostrando un peculiar mundo hispano tan imaginario como auténtico a la vez”.
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