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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Remedio para la distancia

Desde hace ya unos años, cada vez que hago una visita domiciliaria a alguna pareja de avanzada edad, pienso en los 500 kilómetros que me separan de lo que queda de mis raíces y de los besos y abrazos que me curan.

Entrar en las casas de personas que esperan que su vida pueda mejorar siempre entraña una especial responsabilidad. En muchas de esas ocasiones se trata de mujeres y hombres con quienes ya hay un nivel de confianza suficiente como para hablar de las cosas más importantes, de aquellas que no cuentan a sus hijos e hijas. Y en esa forma de mostrar los sentimientos hay palabras que resumen vidas enteras, casi siempre duras desde la infancia. Me gusta encontrar los momentos en los que poder animar e incluso reír con esas personas. Siempre suaviza la conversación y ayuda a que fluyan los pensamientos atravesados.

A veces la viuda o viudo recientes son quienes me cuentan su experiencia junto a quien no está. O me recuerdan las cosas que conocí de esa persona. En su forma de recolocar el mundo para adaptarse a la última etapa esperan que el trabajador social les sea útil. Sentir la soledad es algo doloroso. Cualquier cosa que ayude a olvidarse de ella es bienvenida.

Todas esas personas, parejas, familias, buscan una opinión sobre lo que han decidido o están por decidir. La vida sigue. Y a partir de una edad indeterminada continúa con cada vez más limitaciones a las que deben adaptarse, ya sea de buen grado o a regañadientes. Aceptando el paso del tiempo o queriendo engañarse para intentar sortear la vejez.

En algunas ocasiones son hijos, hijas e incluso sobrinas y sobrinos quienes empujan a las personas mayores a aceptar mejoras en su día a día en forma de derechos sociales. Otras veces el empujón es real, a pesar de su opinión, así que es con esos hijos e hijas con quien invierto esfuerzo en explicar que los cambios siempre son procesos, no saltos al vacío. Que respetar su opinión y sus tiempos es fundamental para ayudarles.

Cuando después de un mes de comienzo de una ayuda a domicilio les pregunto si se imaginan su vida sin la auxiliar que acude a su casa cada día, siempre hay palabras de agradecimiento y la sensación de ser capaces de respirar ahora llenando los pulmones.

Una mentalidad impuesta con sangre y catecismo: vivir siendo la responsable única de los cuidados de la casa y de cada persona que hay dentro de ella

Son las mujeres quienes han cargado con casi todo en el día a día, así que son ellas quienes se tienen que quitar esa responsabilidad de encima. Las que más sufren por no ser jóvenes y que el cuerpo no les responda. Una mentalidad impuesta con sangre y catecismo: vivir siendo la responsable única de los cuidados de la casa y de cada persona que hay dentro de ella. Esto les hace tener que descargarse incluso del sentimiento de culpa por no poder seguir cuidándolo todo. Por fin, parece que las cosas han cambiado en las generaciones posteriores (sin entrar a valorar cuánto, porque sigue siendo muy insuficiente), pero este proceso no todas las mujeres más mayores son capaces de recorrerlo.

Cada día, a la vuelta del trabajo, en los al menos 45 kilómetros de Manchuela que tengo que recorrer para llegar a casa, llamo a mi madre. Y me veo insistiéndole en que solicite un aumento de las horas de ayuda a domicilio, o en buscar más ayuda para que a sus cerca de 89 años no siga siendo la cuidadora principal de mi padre, un año y medio mayor que ella. Le cuento algunas de las veces que les hablé de ellos a las personas a las que visito, de cuantas personas de su edad confían en mí para vivir algo mejor. En ocasiones la nostalgia que siento al salir de sus casas me brota en los ojos y en la piel.

Mi padre se queja de su edad. No llegó a aprender a vivir con ninguna de sus enfermedades y da la sensación de que las lleva encima como un castigo que no merece. Ella no cuenta muchas de las cosas que le pasan; aunque somos dos hijas y dos hijos, ya la conocemos. Trato de convencerla de buscar a una persona que la acompañe y la cuide y a la que poder contar todo lo que probablemente nunca nos contará a nosotros. Durante toda la vida cuidó a su marido, a sus hijos, a sus hermanos, nietos y bisnietos y no va a cambiar por muchas más vueltas al sol que diera.

A veces durante la conversación y otras nada más colgar el teléfono, me doy cuenta de lo mucho que me cuesta separar mi profesión de la forma de pensar. Y me olvido de ser hijo en ocasiones. Sé que aunque sean cortas algunas de nuestras conversaciones, nos curan a los dos: a mi madre, que es quien puede conversar por teléfono y a mí. Me gusta haber sido capaz de conseguir muchos “te quiero” en lugar de “yo también a ti”. Le insistí cada día y ahora sabe hacerlo y eso nos cura a los dos de la distancia y sé que a ella un poquito de la vejez.

Desde hace ya unos años, cada vez que hago una visita domiciliaria a alguna pareja de avanzada edad, pienso en los 500 kilómetros que me separan de lo que queda de mis raíces y de los besos y abrazos que me curan.

Entrar en las casas de personas que esperan que su vida pueda mejorar siempre entraña una especial responsabilidad. En muchas de esas ocasiones se trata de mujeres y hombres con quienes ya hay un nivel de confianza suficiente como para hablar de las cosas más importantes, de aquellas que no cuentan a sus hijos e hijas. Y en esa forma de mostrar los sentimientos hay palabras que resumen vidas enteras, casi siempre duras desde la infancia. Me gusta encontrar los momentos en los que poder animar e incluso reír con esas personas. Siempre suaviza la conversación y ayuda a que fluyan los pensamientos atravesados.