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Como es natural en cualquier democracia, cuando un problema es popular en los medios de comunicación o en la boca de los ciudadanos, y éste lo lleva siendo desde hace cinco años, no tarda mucho en entrar en la agenda política. Desgraciadamente, también es habitual que la respuesta a estos problemas se base más en las manifestaciones y demandas de los agentes con más capacidad de persuasión, que en la previsión o el análisis racional de la realidad. De otra forma no se entendería que la respuesta a un problema que se generó hace más de cincuenta años tuviera que esperar a 2021 para que se tomaran las primeras medidas de política pública, o que se confunda el diagnóstico de la situación actual con la de 1960. Digo esto para que el lector comprenda que el debate sobre la España vacía no es únicamente teórico.
Sergio del Molino escribió sobre lo que él percibía como un problema común a todos los españoles con intención de que llegara a formar parte de nuestro relato colectivo, pero lo racional no tiene mucho futuro entre los sapiens, y acabó saliendo a la luz una nueva versión de las eternas dos Españas que Goya inmortalizó en su Duelo a garrotazos, ahora bajo la forma de vacía / llena o vaciada / vaciadora. Tampoco proponía volver la mirada a los efectos de los éxodos rurales como un ejercicio de nostalgia, pero las obras literarias ( y La España vacía sin duda lo es) tienen vida propia, y lo cierto es que tanto las réplicas de otros autores, como una parte considerable de los debates posteriores, se han orientado en direcciones cada vez más alejadas de las intenciones, ahora confesas, del autor original.
Por mi parte, me gustaría aportar mi granito de arena señalando los que considero desenfoques más habituales en un debate que no pierde actualidad.
El primer error es poner el acento en la despoblación e intentar revertir el fenómeno con una especie de recolonización de los despoblados. El cambio de modelo económico y la consiguiente despoblación de una parte del territorio nacional sucedieron hace cincuenta años y son fenómenos irreversibles. El problema ahora no es la despoblación, sino la baja densidad, y no se resuelve llevando nuevos residentes a la sierra, sino adaptando los servicios y las infraestructuras para que puedan funcionar eficazmente en condiciones de baja densidad, o en áreas con un alto porcentaje de población estacional. Todo ello a partir de un criterio elemental de igualdad y teniendo en cuenta que las áreas con baja densidad de población siempre han existido y siempre van a existir, y que los beneficiarios de las posibles mejoras serán tanto los abuelos que permanecen en los pueblos como las hijos y nietos que acuden allí en verano, o los que queremos disfrutar de vez en cuando del paisaje, es decir, casi todos.
Lo que llamamos 'España vacía' se identifica espacialmente con un extenso territorio caracterizado desde siempre por la baja rentabilidad agrícola, dificultades de acceso, lejanía a los centros urbanos y núcleos demasiado pequeños para mantener servicios mínimos y sobre todo para mantener una vida social satisfactoria. Las actividades productivas dejaron de ser económicamente viables en estos pueblos a mediados del pasado siglo, cuando se dio por finalizada la autarquía y el capital extranjero empezó a montar fábricas en los grandes núcleos urbanos del país con intención de competir a escala internacional. Cerradas las puertas de la subsistencia y abiertas de par en par las oportunidades de trabajo, progreso y relación social que ofrecía la ciudad, el abandono de los pequeños municipios resultó inevitable.
En un primer momento, la quiebra del modelo económico y la emigración dejaron muchas viviendas, muchos campos y muchos montes abandonados, pero la vida se ha abierto camino con un nuevo modelo basado en la residencia estacional y el disfrute del medio ambiente, o simplemente de las relaciones de proximidad. La mayor parte de las viviendas se están reutilizando, también se han construido muchas nuevas (demasiadas en algunos casos), las antiguas huertas de subsistencia son ahora espacios de ocio, y en muchos montes han aumentado sustancialmente la vegetación natural y los usos recreativos. La realidad ya no es la misma y es absurdo ofrecer soluciones para intentar resucitar un modelo que dejó de existir hace más de cincuenta años y que nunca fue tan idílico como algunos lo pintan.
El segundo desenfoque que quiero señalar enlaza con lo que ya he apuntado recordando a Sergio del Molino, aunque obviaré cualquier referencia a las identidades nacionales para no complicar el problema. No se puede plantear la baja densidad como un conflicto entre dos territorios con los consiguientes listados de reivindicaciones o compensaciones por parte de la parte perjudicada. El madrileño que pasa el verano en su pueblo de Guadalajara no tiene intereses diferentes que ese mismo madrileño cuando vive en Madrid en invierno, o que su abuelo que todavía permanece en su casa durante todo el año. Las medidas fiscales que puedan convencer a un empresario para trasladar su actividad a un pequeño municipio de la sierra nunca podrán garantizar que sus empleados repueblen permanentemente la sierra. En realidad ni siquiera se garantizará la permanencia de la propia actividad. Y así hasta el infinito.
En una economía abierta el territorio siempre es uno. Los ciudadanos, el dinero y las actividades nos movemos en un espacio sin fronteras cada vez con más velocidad, pero a la postre siempre somos los mismos, y es muy probable que cualquier medida que se aplique pensando únicamente en las necesidades de una parte del territorio tenga efectos perversos en el resto, o incluso en los lugares en los que pretende aplicarse. Desgraciadamente, el victimismo, las identidades y el enfrentamiento entre territorios suelen dar buenos réditos, tanto a nivel de medios de comunicación como a nivel electoral, pero no resuelven ningún problema sino todo lo contrario.
El tercer error a considerar en este debate tiene que ver con las posibilidades de deslocalización de las nuevas tecnologías. Más de una vez he oído decir que el trabajo online va a hacer que las ciudades se disuelvan en el territorio, que una vez roto el vínculo que nos obliga a vivir cerca del lugar de trabajo, los humanos nos convertiremos masivamente en eremitas. Alguno habrá, como siempre, pero hasta los antiguos eremitas se situaban mayoritariamente cerca de las ciudades. Ni los romanos vivían en Roma para estar cerca de su puesto de trabajo, ni los nuevos profesionales dejarán de vivir en Madrid para instalarse en una cabaña. Es posible, eso sí, que las nuevas tecnologías de comunicación y movilidad ensanchen el territorio de las ciudades, esto ya está sucediendo desde hace mucho tiempo, pero lo cierto es que tendemos a concentrarnos cada vez más en un número reducido de grandes ciudades y que en España siempre existirán grandes espacios escasamente poblados que tendremos que gestionar. Por cierto, es muy probable que los fenómenos de despoblación del siglo XXI afecten más a las ciudades pequeñas que a los pueblos de nuestros padres, pero este tema tendremos que tratarlo en otra ocasión.
Como es natural en cualquier democracia, cuando un problema es popular en los medios de comunicación o en la boca de los ciudadanos, y éste lo lleva siendo desde hace cinco años, no tarda mucho en entrar en la agenda política. Desgraciadamente, también es habitual que la respuesta a estos problemas se base más en las manifestaciones y demandas de los agentes con más capacidad de persuasión, que en la previsión o el análisis racional de la realidad. De otra forma no se entendería que la respuesta a un problema que se generó hace más de cincuenta años tuviera que esperar a 2021 para que se tomaran las primeras medidas de política pública, o que se confunda el diagnóstico de la situación actual con la de 1960. Digo esto para que el lector comprenda que el debate sobre la España vacía no es únicamente teórico.
Sergio del Molino escribió sobre lo que él percibía como un problema común a todos los españoles con intención de que llegara a formar parte de nuestro relato colectivo, pero lo racional no tiene mucho futuro entre los sapiens, y acabó saliendo a la luz una nueva versión de las eternas dos Españas que Goya inmortalizó en su Duelo a garrotazos, ahora bajo la forma de vacía / llena o vaciada / vaciadora. Tampoco proponía volver la mirada a los efectos de los éxodos rurales como un ejercicio de nostalgia, pero las obras literarias ( y La España vacía sin duda lo es) tienen vida propia, y lo cierto es que tanto las réplicas de otros autores, como una parte considerable de los debates posteriores, se han orientado en direcciones cada vez más alejadas de las intenciones, ahora confesas, del autor original.