Los españoles que nos aburrimos con el fútbol, las series y los reality shows, le debemos a la televisión pública francesa el habernos devuelto en los últimos años el placer de disfrutar de este medio de comunicación masivo.
Ayer por la mañana viajé a Ereván, en Armenia. En mi breve estancia en la ciudad, visité una exposición fotográfica sobre el genocidio de este pueblo a manos turcas, y, paseando por sus calles, aprendí muchas cosas de la época en que formó parte de la URSS. Por la tarde me desplacé a la Isla de la Reunión: en unas pocas horas conocí parte de la historia y de la cultura de este lejano territorio de Francia, y entré en los hogares de varios de sus habitantes, que me invitaron a beber té y me explicaron cómo era su vida diaria mejor que cualquier guía. Por la noche ya estaba algo cansado, así que volví a Europa y me quedé observando a un artesano de los Alpes que fabricaba zuecos. Todo gratis y sin salir de casa gracias a la televisión pública francesa.
En efecto, programas como Echappées belles o Fourchette et sac à dos, a los que me refiero veladamente en el párrafo anterior, tienen la virtud de convertir al telespectador sedentario de nuestros días en una especie de viajero de la época romántica, más que en un simple turista. Ya sea para mostrarnos las profundidades acuáticas del planeta, como hace Thalassa, otro de mis programas favoritos, o el duro camino a la escuela que recorren muchos niños desfavorecidos del mundo, como vemos en Les chemins de l’école, los reportajes de producción propia que emiten las cadenas France 2, 3 y 5 están concebidos con el espíritu humanista de la Ilustración, y con el mismo afán por divulgar las costumbres de otros países que por desmontar nuestros prejuicios sobre ellos.
Estos programas suelen prestar además una atención especial a los oficios manuales. En una sociedad tan fascinada por los trabajos etéreos —y a menudo inútiles: especulador, modelo, financiero, etc.— como es la occidental, los documentales de Les Carnets de Julie —en los que se visita a los más variados artesanos de Francia— dignifican por igual al mejor viticultor de Burdeos que al más humilde tonelero de la Auvernia. De este modo apreciamos también algunas de las grandes conquistas sociales del país, como es el haber conseguido, por ejemplo, que un menestral pueda ser tan refinado y preciso al hablar como una persona instruida, o que el trabajo manual bien hecho sea reconocido pública y económicamente al mismo nivel que el intelectual.
Por estos motivos, los españoles que nos aburrimos con el fútbol, las series y los reality shows, o con la última moda de los concursos de cocina, y que apenas sintonizamos la televisión española más allá de los informativos y programas como Salvados, le debemos a la televisión pública francesa el habernos devuelto en los últimos años el placer de disfrutar de este medio de comunicación masivo.
Igualmente, las cadenas antes mencionadas demuestran que, lejos de ser una utopía, como parece pensarse en nuestro país, tener una televisión digna es posible, y que, además de servir como un medio público de carácter educativo, informativo y de entretenimiento, puede tener muchos espectadores en horarios de máxima audiencia.