“A Barcelona le cuesta mucho reconocer el talento y en ocasiones prefiere apostar por la mediocridad”
Espero a Rafael Argullol en el Café del Centre de la calle Girona, uno de los pocos locales del Eixample de Barcelona que han escapado de la parquetematización y mantienen su aire de finales del siglo XIX. Es lunes a mediodía y hemos quedado para hablar de su último libro, Mi Gaudí espectral (Acantilado), donde a lo largo de setenta páginas traza una narración sobre el genio de La Pedrera, quien se aparece a lo largo de los textos mientras Barcelona se transforma y la Sagrada Familia se encamina a ser un símbolo mundial que encierra muchas paradojas.
Algo que me ha parecido muy interesante de tu relación con el Gaudí espectral es que al evolucionar de la infancia hasta la actualidad permite recorrer la evolución durante todo este tiempo de la ciudad de Barcelona y su apreciación con ciertos símbolos actuales.
Antes que nada quería remarcar que el libro es una narración; se trata de un escrito de ficción que no es un ensayo, ni mucho menos un ensayo erudito sobre Gaudí. Es un cuento que parte de mi autobiografía, a la que se superpone la de Gaudí y la de Barcelona. Todo el relato, relativamente corto, entrelaza las tres biografías como si fuera la imagen de las ramas que se enroscan en los troncos de los árboles. Hay un momento en que cada biografía es imprescindible para la otra, un juego de espejos en que por un lado el Gaudí del que hablo me persigue como un espectro desde que era pequeño, y a medida que evoluciono me interesa más su capacidad creadora y la tensión de la creación en la ciudad. El gran simbolismo del libro es la búsqueda de la luz a través de la piedra, pero también se plantea la búsqueda del artista en un proceso tan duro y la relación de amor-odio del artista con la ciudad.
Y de la ciudad con el artista.
Ahí es donde va creciendo en cierto modo el tercer plano biográfico, la biografía de Barcelona, donde quedan reflejados aspectos del espíritu colectivo de la ciudad, siempre tan atenta a las transformaciones que se producen, y sueños de grandeza no siempre llevados a cabo por cobardía.
Y no sólo eso.
Le cuesta mucho reconocer el talento y en ocasiones prefiere apostar por la mediocridad. Estos planos se van combinando y revertiendo. En la medida que esto sucede en la relación entre Gaudí y la ciudad esto revierte en mi propia biografía y en mi modo de sentir el paso del tiempo.
Al principio del relato nos situamos hacia 1955. En ese momento imagino los edificios de Gaudí como un espectro dentro de una ciudad eminentemente gris, y no lo digo sólo yo, hasta existe la anécdota del abrigo del asesino del crimen del Ritz de 1956, de color, y por lo tanto de un extranjero.
Era una visión tenebrista. Los edificios eran entre grises y negros. El recuerdo de mi infancia es caminar con mis padres y ver esa visión oscura del fin de semana cuando íbamos a tomar el vermouth al paseo de Gràcia. La Pedrera era un edificio monstruoso que más bien inquietaba a un niño. Más tarde lo afearon todavía más e instalaron un bingo en su base. La Sagrada Familia se podía comparar a una pieza de una tienda de taxidermista, un edificio disecado, fosilizado con el que la gente no sabía qué hacer. Había una relación extraña y no existía amor por ninguna obra de Gaudí, pero al mismo tiempo existía una relación melancólica mítica con la figura de Gaudí y sus edificios.
Hasta la irrupción de Oriol Bohigas La Pedrera fue objeto de mofa, rechazo y desprecio por parte de la sociedad barcelonesa.
Cuando era estudiante no sabía muy bien qué hacer e iba a clases de todo. En las de arquitectura me contaban monstruosidades sobre Gaudí, por ser contrario a la modernidad. Lo que de él desconcierta y produce miedo en general, y sobre todo en esta ciudad, es que era un genio; se escapaba de las normas. No era un modernista ni del movimiento funcionalista de la modernidad ni lo contrario. Tampoco era neogótico. En él se juntaban dos elementos que marcan la genialidad: una razón extrema -aplicaba el número áureo renacentista y las matemáticas- y una mística desaforada, una mezcla de hielo y fuego tremenda.
Además en su tiempo existía una contraposición muy fuerte entre él, pese a tener personas que apuestan por él, y los dos otros grandes nombres. Domènech i Montaner y Puig i Cadafalch eran hombres del sistema, políticos de renombre que en sus proyectos arquitectónicos eran favorecidos por la gran burguesía catalanista.
Son grandes arquitectos que tienen una relación más orgánica con lo institucional. Son hombres mundanos que saben lo que es vivir. Gaudí se enlaza con otros grandes genios como Beethoven, Nietzsche o Miguel Ángel. Su pasión es una pasión desaforada que casi le impide vivir los aspectos de lo cotidiano. Es torpe con las mujeres y como Nietzsche le pide relación a través de otra y la pierde. Es un artista titánico y desmesurado como Víctor Hugo, Rodin o Tolstoi, figuras que tienen una gran tensión con la vida que los envuelve, gran tensión e incompatibilidad en ocasiones. En un momento se cruzó con Güell y supongo que este tenía olfato e intuyó su talento. Fue un encuentro singular, Gaudí nunca fue un artista institucional. Tras la muerte de su valedor Gaudí fue un artista desprestigiado, o más bien inquietante, y sigue siéndolo hoy, porque ahora mismo los barceloneses no tienen una relación franca con Gaudí, de hecho lo descubren los japoneses. Eso abruma a los barceloneses, que no dejan de verlo desde ese punto de vista inquietante.
También puede verse desde una perspectiva antropológica o sociológica. Con el boom del turismo la ciudad vende el binomio Messi-Gaudí como la panacea y eso transforma al arquitecto en marca.
Hay un uso muy claro de Gaudí como símbolo y fetiche de la ciudad, lo que no impide que íntimamente continúe siendo inquietante. Por desgracia en nuestra tradición lo demasiado fuerte, profundo o grande inquieta. Repetidas veces esta ciudad ha preferido pactar con lo mediocre que no causa problemas en vez de con lo inclasificable. Tenemos esta paradoja: lo usamos como fetiche pero como creador o ser humano es inquietante. Si les preguntas de la lucha de Gaudí a través de la piedra para conseguir la luz en un proceso de razón y mística…
Se quedarán mudos.
Eso es.
Antes de tu relato quizá sólo Josep Pla en sus Homenots trazó un retrato interesante de Gaudí.
La bibliografía de Gaudí, salvo contadas excepciones, es tremebunda. Es mala por sectaria. O se le instrumentaliza por católico, o por nacionalista, o desde la vanguardia para criticar su falta de modernidad. Está instrumentalizado y eso afecta a la figura. Sólo encontré válido el libro de un holandés que pasó su infancia en Cambrils y luego impartió docencia en la Universidad de la Haya. Las demás obras tienen un corte sesgado, malo y sectario, lo que demuestra otra vez lo inquietante que resulta su figura.
Y lo inquietante también se transmite con su muerte. Lo toman por un vagabundo y así, como no tiene identidad, se puede moldear bien su figura.
El libro tiene un crescendo, empieza como un recuerdo infantil y termina por plantear problemas trascendentes y metafísicos. Al final planteo que de acuerdo, Gaudí es un arquitecto de Dios, ¿pero de qué Dios? La Sagrada Familia es la última Catedral que se está construyendo en Europa, pero, como insinúo en el libro, quizá no sea la última del Dios de dos mil años, quizá sea la primera de una divinidad desconocida. La Sagrada Familia es templo y ruina al mismo tiempo, una extraordinaria paradoja, creo que hasta la vinculé a Blade Runner, como si fuera uno de esos edificios entre mundos de la película de Ridley Scott.
Paseo bastante por la avenida Gaudí y observo el crecimiento de la Sagrada Familia. En muchas ocasiones me recuerda a la plataforma espacial de 8 ½ de Federico Fellini, la veo estática pero crece, es creación y ruina. 8 ½
En los últimos años el fenómeno interesante es la incomprensión de la iglesia con la Sagrada Familia. Ellos mismos consagraron el templo porque tocaba sin saber qué consagraban. De ahí que lo llame monstruo, que es lo híbrido, dos naturalezas chocando, un mundo maravillosamente inquietante.
En la Sagrada Familia este amor-odio que mencionábamos emerge todavía más, por ejemplo a mí la fachada del Nacimiento me parece un pastel kitsch.
A mí tampoco me encanta. Adoro Santa Maria del Fiore, los edificios de Palladio, la Catedral de Chartres…
Pero ahí hablas de la luz.
Es otra cosa, la Sagrada Familia es un monstruo donde luchan abiertamente la piedra y la luz, por eso es edificio y ruina al mismo tiempo. Me encantaría en un sentido de encantamiento.
Y tiene algo telúrico.
Lo digo porque es un lugar donde, de forma inevitable, se suceden los acontecimientos, como cuando en 2011 un señor quiso quemar la sacristía.
Es telúrico. En el relato queda reflejado en la Pedrera, que la querían coronar con una Diosa Madre, no la Virgen María.
Y al lado de la Pedrera está la Matrona de Equitas, una estatua ignorada porque los barceloneses miran demasiado poco hacia arriba.
Y es contundente, pero es que en Gaudí la Pedrera debía ser el pedestal de la escultura de la Diosa Madre. En este sentido la Sagrada Familia no deja de ser una erupción de una montaña sagrada que es Montserrat.
La Virgen que al final no coronó la Pedrera, según tengo entendido porque la Semana Trágica los disuadió de su proyecto inicial, da la idea de una Barcelona inconclusa porque la idea imaginada no puede combatir con lo real, siempre con esa esquizofrenia entre la burguesía y los demás grupos sociales.
Aun existe hoy en todas las aventuras barcelonesas y catalanas, sobre todo barcelonesas, el ansia de tener sueños de grandeza que luego se disuelven cuando se quieren llevar a la práctica, una constante de la ciudad que explica el refugio que muchas veces realiza en las medianías y la falta de capacidad para captar a los grandes hombres que ha tenido.
Y la medianía sirve a la ciudad para protegerse de los grandes hombres.
Sí, y eso es algo completamente contrario al espíritu de París, que durante siglos ha visto pasar a polacos, rusos y españoles buenos y los ha adoptado hasta situarlos en su Panteón. Para los franceses Picasso y Miró son suyos. Aquí pasa alguien realmente bueno y la gente tiene miedo de perder su puesto.
Picasso es quizás el paradigma de esta mentalidad barcelonesa, de hecho pienso que debía irse si quería cumplir con su destino.
Con Picasso, dicho de manera macabra, tuvimos la suerte de la Guerra Civil y el franquismo, porque así desarrolló una relación nostálgica y de agradecimiento a Barcelona por la que hoy tenemos el Museu Picasso. La hipótesis de ficción sería saber qué habría pasado si el pobre Picasso se hubiera quedado en Barcelona.
Pero él aprende de gente que se va a París y vuelve, como Casas y Rusiñol, catalanes y burgueses.
Y son otra dimensión, si vas por el mundo nadie los conoce. Hablamos de dimensiones universales y aquí no las tenemos, cuando hay una les da miedo.
Y ahora mismo Barcelona vende universalismo cuando en realidad es muy provinciana.
Es un universalismo de juntar millones de extranjeros que la visitan, pero sin aprovechar eso para convertirla en una gran ciudad de cultura cosmopolita, así de claro.
¿Qué necesidad tenemos de inventar que Colón o Cervantes eran catalanes si tenemos un Gaudí?
Ýa que Gaudí da una cantidad de dinero bestial deberíamos generar un impuesto Gaudí dedicado exclusivamente a experimentar sobre la creación artística y becas para jóvenes de todo el mundo. Ya que recibes tantos millones de alguien a quien ni siquiera te has preocupado por entender, genera un pequeño impuesto para convertir Barcelona en una ciudad de creación, investigación y conocimiento para jóvenes y científicos de todo el mundo, y que la iglesia sea la primera que cumpla con esta tasa.
La cuestión es que, por desgracia, no tenemos nada parecido y eso me preocupa porque mi perspectiva para la Barcelona del futuro no es muy halagüeña. ¿Cómo contemplas el porvenir de la ciudad?
Yo soy muy barcelonés y creo que la ciudad tiene algo estupendo y otras cosas menos maravillosas. Es una de las ciudades que conozco donde sus habitantes tienen más cuidado por observar las cosas que suceden en su territorio. Si el tacón de una mujer se engancha en las nuevas losas de la Diagonal eso suscita un debate. El amor de los barceloneses para con su ciudad se debe a una tradición humanista que empieza en la Edad Media, pero por otra parte el barcelonés es miedoso, y cuando se exalta le entra miedo.
¿Reculará?
¿En qué sentido?
No, no hablo del Procés, me refería a si retrocederá en esa especie de pacto con el diablo actual mediante el cual se deja saquear por el turismo a riesgo de perder gran parte de su personalidad.
Puestos a proponer podríamos usar el impuesto turístico para lanzar un proteccionismo ecológico-urbano ante la plaga del turismo para proteger lo artesanal y lo diferente de las ciudades.
Y así evitaríamos que cada ciudad fuera un calco de otra y mantendríamos la diferencia.
Exacto, de este modo podríamos tener esperanzas de no perder tanta identidad y obraríamos de manera inteligente.