Han pasado 45 años desde que Cipriano Martos murió solo, custodiado en una cama de hospital de Reus con el estómago destrozado por un corrosivo. Su familia sigue sin poder responder a la pregunta: ¿fue este joven militante antifranquista el que ingirió voluntariamente el ácido que lo mató o se lo hicieron tragar los guardias civiles que le torturaron de forma brutal durante dos días?
“Lo último que quería el régimen era que esto se conociera y trataron de taparlo por todos los medios”, expone Roger Mateos, autor del libro Caso Cipriano Martos: vida y muerte de un militante antifranquista (Anagrama). Tras llegar a sus manos el sumario del caso y recuperar más de 50 testimonios, este periodista de la Agencia EFE reconstruye no solo los oscuros días de agosto de 1973 en los que Martos fue torturado y conducido a la muerte por ser militante del Partido Comunista de España (Marxista-Leninista), sino también las razones que llevaron a un tímido y casi analfabeto campesino de Granada a integrarse en una organización antifascista clandestina por la que se jugó –y perdió– la vida.
El propio libro supone un testimonio, con todo detalle, de la vida de una víctima del franquismo cuya muerte quedó en el olvido, reivindicada solo por los militantes de un partido que acabó siendo residual. Es ilustrativo el contraste con casos como el del anarquista Salvador Puig Antich, que fue detenido justamente ocho días después de la muerte de Martos, en septiembre del 73. “Puig Antich es un símbolo de la barbarie franquista, medio mundo se movilizó para frenar su ejecución, mientras que con Martos todo quedó silenciado”, sostiene Mateos.
Pese al miedo que durante años atenazó a la familia, finalmente su caso se ha acabado incorporando a la macroquerella argentina que investiga los crímenes franquistas. El hermano de Cipriano, Antonio Martos, fue de los primeros en declarar ante un juez en esa causa, en los juzgados de Sabadell. “Quizás no es un caso de importancia universal, pero es tan grave y tan repugnante que no se puede mantener en el olvido”, defiende el autor del libro.
Las dudas sobre una muerte incómoda
Juan José Martos recibió la noticia de la muerte de su hermano en Reus por boca de un guardia municipal de su pueblo, Huétor Tájar (Granada), que le insinuó que se había tratado de un accidente laboral. La familia emprendió entonces un viaje a esa localidad de la provincia de Tarragona donde ni siquiera sabían que vivía Cipriano, puesto que en los últimos meses él había ido cortando todos sus lazos sociales debido a su actividad clandestina en el PCE(M-L).
Al llegar al hospital, la escena que describen sus familiares es estremecedora. No solo no les dejaron ver el cuerpo de Cipriano, sino que su cadáver fue trasladado al cementerio de Reus y arrojado a una fosa común sin su conocimiento. En el expediente de la funeraria constaba como responsable José Martos, el padre, que ni siquiera estaba en Reus, sino que se había quedado en Andalucía al estar enfermo. Aquel fue el primer indicio de una muerte incómoda que les confirmó una monja del hospital: Cipriano había fallecido por ingerir ácido sulfúrico.
Ahora Mateos recompone las piezas de los últimos días de Cipriano. Su detención tras una acción de propaganda en Igualada, la caída de la célula de Reus en la que él participaba... Y las torturas a las que fue sometido entre el 24 y el 27 de agosto, tras la las que fue trasladado al hospital. Después de varias entrevistas a sus compañeros, el libro acredita que Cipriano fue torturado por varios agentes, comandados por el teniente Braulio Ramo Ferreruela, que luego aseguraría ante el juez que le trataron correctamente.
Es de su declaración ante el juez de donde se pueden obtener algunos detalles sobre la ingesta del cáustico. Ramo afirma que le dejaron encima de la mesa para que los identificara todos los materiales que le habían incautado en su piso para fabricar cócteles molotov. “Es probable que pudiera haberse bebido cualquiera de los líquidos [...] dado que estaban a su alcance”, sostuvo el teniente. A ello se le añade que el propio Cipriano dijo habérselo bebido él ante dos jueces y un médico, aunque sus declaraciones están repletas de contradicciones y pronunciadas en una situación extrema que harían desconfiar a cualquiera.
Ahí Mateos se pregunta: “¿Es posible que la Guardia Civil dejara material de un cóctel molotov al alcance de un preso supuestamente terrorista? ¿De alguien que podía haberlo utilizado para atacar a la policía? Es muy difícil de creer”.
Lo que ocurrió realmente solo lo saben Cipriano y los agentes. Quizás algún día algunos de ellos respondan ante la justicia argentina (el teniente murió en 1998), pero puede que desvelar quién empuñó el frasco con ácido no sea a estas alturas lo más relevante. “La pregunta más importante no es si fue un suicidio o un asesinato, sino si un suicidio eximiría de su responsabilidad a los torturadores. Y la respuesta es que no: lo llevaron a una situación límite”, apunta Mateos.
El 27 de agosto de 1973 Cipriano Martos fue trasladado al Hospital Sant Joan de Reus debido a la intoxicación. Agonizó durante 21 días en una de sus camas, custodiado por la policía, y sin que nadie –ni los familiares ni la militancia– supiera lo que le había ocurrido. Acabó traspasando el 17 de septiembre.
Ensayo sobre la politización de un obrero
El libro Caso Cipriano Martos no es solo la reconstrucción periodística de unos hechos ocurridos en verano de 1973. Es también un ensayo sobre un proceso de politización. El de un joven campesino que emigró a Sabadell, donde trabajó en la construcción, y que, sin tener al parecer inquietudes sociales, “acabó militando en una de las organizaciones antifranquistas más radicales”, sostiene Mateos.
El PCE(M-L), escisión prochina del Partido Comunista en 1964, no era quizás el principal actor de la lucha antifranquista, pero sí tuvo una incidencia creciente en algunos barrios obreros a lo largo de los 70. Uno de ellos fue Ca n'Oriach, el barrio de Sabadell en el que Martos vivía con su prima. “Por primera vez vio luchas vecinales, reivindicaciones y tomó conciencia del movimiento obrero, al que se fue acercando también por las actividades culturales y de ocio que organizaban”, detalla Mateos.
El libro relata también la otra cara de la militancia: las peripecias tragicómicas de unos militantes a menudo demasiado jóvenes, tan impetuosos como erráticos, capaces de jugarse la vida para colgar carteles antiyanquis y a la vez desafiar todos los códigos de la clandestinidad celebrando una boda con toda la organización en la lista de invitados. Personas que no dejaron de ser jóvenes mientras se jugaban la vida por acabar con la dictadura.