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Cuando los colonizadores españoles descubrieron las setas alucinógenas: “Hacen ver visiones y provocan lujuria”

Pol Pareja

Barcelona —

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Al llegar a América en 1529, el misionero Fray Bernardino de Sahagún se sorprendió con los “honguillos negros” que tomaban los aztecas en sus ceremonias. “Emborrachan y hacen ver visiones y aún provocan la lujuria”, escribió. “Cuando ya se comenzaban a calentar con ellos, comenzaban a bailar y algunos cantaban y algunos lloraban, porque ya estaban borrachos con los honguillos”.

El testimonio, recogido en uno de los tomos de Historia general de las cosas de la Nueva España (escrito entre 1540 y 1565) describe también las transiciones de estados de ánimo después de ingerir las setas. “Algunos que no querían cantar sentábanse en sus aposentos y estábanse allí como pensativos y algunos veían en visión que se morían y lloraban”, escribió. “Después que había pasado la borrachera de los honguillos, hablaban unos con otros acerca de las visiones que habían tenido”.

La anécdota se repite en unos cuantos textos que escribieron los misioneros al llegar a América y supone una prueba irrefutable de que la humanidad consume sustancias psicodélicas desde hace siglos. Los antecedentes, sin embargo, podrían ir mucho más allá y algunos lo sitúan en la edad de piedra (un periodo que duró desde hace 3 millones de años hasta hace 40.000).

El libro del autor Naief Yehya El planeta de los hongos (Anagrama) elabora un recorrido antropológico y cultural de todas las sociedades que consumieron (o suponemos que tomaron) hongos alucinógenos u otras sustancias enteógenas. El camino va desde la prehistoria hasta la actualidad, en la que la sustancia ha vivido un renacimiento cultural y ha sido abrazada hasta por los empleados de las empresas tecnológicas de Silicon Valley.

“Es imposible saber cuándo probaron nuestros ancestros las especies psicoactivas de hongos y cuándo les encontraron un uso ritual”, escribe el autor. “Hay evidencias en petroglifos, murales y piedras talladas de la micolatría prehistórica que sobrevivió y se extendió para influenciar a las religiones modernas al inducir experiencias místicas”.

Los indicios del uso de setas alucinógenas en la antigüedad también llevan al autor hasta Siberia, donde se encontraron petroglifos paleolíticos que muestran representaciones de apariencia humana con hongos en la cabeza que se cree que eran Amanita muscaria,  una de las variedades más potentes.

En las cuevas del Sáhara, en Tassili, al sur de Argelia, se localizaron también pinturas de hombres corriendo con hongos en la mano y el cuerpo cubierto de hongos hechas entre el 9.000 y el 6.000 a.C. En las pinturas rupestres de Gwion Gwion, en el norte de Australia, de hace 12.000 años, también se aprecian imágenes que parecen ceremonias chamánicas en las que posiblemente se usaban hongos con psilocibina, uno de sus componentes psicodélicos.

Si bien estas evidencias no son tan irrefutables como los textos de los misioneros, son varios los expertos que los consideran testimonios de ritos perdidos que utilizaban los hongos para entrar en contacto con lo divino. Referencias similares se han encontrado también en Sumatra, Filipinas, Escandinavia y prácticamente en todo el globo, en lo que se supone que fue un uso extendido en toda la humanidad en distintos grupos humanos que no estaban relacionados entre sí.

El libro, cargado de referencias bibliográficas, explica también el ocaso de los hongos psicodélicos en América tras la llegada de los colonizadores, que prohibieron su uso al entender que permitían a los indígenas establecer un tipo de comunión con sus dioses. A partir de 1620, ingerirlos se consideró una herejía y se persiguió tanto a los chamanes como a todos sus consumidores.

Lejos de desaparecer, el legado de los hongos permaneció oculto en estas sociedades y se siguieron practicando ritos con ellos a escondidas que han llegado hasta el día de hoy. Paralelamente, los exploradores de mediados del siglo XVII también documentaron el uso de hongos psicodélicos en ritos desde Siberia hasta el mar Báltico. Estas ceremonias siguieron vigentes entre los lapones o los saami hasta el siglo XX.

El lugar en el que hay menos información sobre el uso de estos hongos en la antigüedad es precisamente en Europa occidental. “Se ha cimentado la noción de que con la llegada del cristianismo, el conocimiento psicodélico fue desapareciendo en Europa, a lo que se añadiría más adelante la persecución en las colonias de cualquier tipo de sustancia enteógena”, opina el autor.

El renacer psicodélico

El texto aborda también los cimientos del llamado “renacer psicodélico” a mediados del siglo XX, cuando Albert Hoffman consiguió aislar el LSD, el primer compuesto manufacturado capaz de producir efectos de gran intensidad con pequeñas dosis. Le llamaron “La nueva maravilla farmacéutica”.

Se describe cómo, durante los años 50 del siglo pasado, miles de pacientes fueron tratados con psicoactivos para abordar adicciones y trastornos mentales. Se celebraron encuentros internacionales de profesionales y académicos y se elaboraron hasta un millar de publicaciones científicas sobre su uso (algunas de dudoso rigor). Incluso la CIA se interesó en las propiedades de la sustancia y experimentó con ella durante años. 

A principios de los 60, con el inicio de la llamada “guerra contra las drogas”, los psicodélicos volvieron al ostracismo, se pusieron trabas a la investigación de sus usos y se convirtieron en un elemento polarizador: los hippies lo veían como una sustancia contracultural y recreativa. La parte más reaccionaria de la sociedad y algunos medios, por contra, desataron el pánico moral sobre sus efectos nocivos. 

Quedaba todavía pendiente un enésimo renacer de esta sustancia, la que abrazarían los empleados de las tecnológicas de Silicon Valley a partir de mediados de los 70 y, posteriormente, los credos new age y los charlatanes con aire de chamán que se han multiplicado durante las últimas décadas. 

“Muchos ingenieros y programadores que trabajaban en Stanford y el MIT desarrollando sistemas de correo electrónico y otros recursos digitales de comunicación consumían LSD para estimular y acelerar la creatividad”, escribe Yehya. “Probablemente ninguna industria, ni siquiera la música ni las artes, ha adoptado el uso de alucinógenos con el fervor que lo han hecho los emprendedores, programadores, diseñadores e ingenieros de Silicon Valley”.

El autor retrata también la “cultura de la microdosificación” que impera en el sector tecnológico a día de hoy. Sostiene que entre parte de estos empleados discurre el “dogma” de que la creatividad se ve mejorada y expandida al emplear pequeñas dosis de LSD o de psilocibina, hasta el punto de que algunas compañías han establecido el Microdosing Friday (los viernes de microdosis) entre sus empleados.

El último renacer psicodélico lo ha sido también científico, y actualmente son varios los psiquiatras y empresas que investigan y experimentan con las posibles propiedades de distintos psicodélicos para tratar enfermedades mentales, en lo que supone el enésimo renacimiento de un producto que nos ha acompañado durante toda la humanidad y seguramente nunca nos abandonará.

“Después de décadas de prohibición y paranoia, en que los psicotrópicos y alucinógenos fueron categorizados entre las drogas más potentes y destructivas, la corriente cultural está cambiando”, concluye el autor. “Las sustancias psicodélicas comienzan poco a poco a legalizarse”.