“Si las relaciones sexuales entre un adulto y un menor de 15 años son ilegales, ¿por qué esa tolerancia cuando son obra del representante de una élite, un fotógrafo, un escritor, un cineasta o un pintor?”. La pregunta la formula Vanessa Springora, autora de 'El consentimiento' (Lumen / Empúries), una desgarradora novela basada en su propia historia, la de una adolescente de 14 años que mantuvo una relación con el escritor Gabriel Matzneff, que entonces tenía 50. Él fue durante mucho tiempo aplaudido por la intelectualidad francesa pese a que no escondía sus comportamientos pedófilos. Ella, una víctima más que tardó años en asumir que lo era.
En el libro, Matzneff aparece como G. aunque es una inicial que se identifica perfectamente con el que fuera amigo de François Mitterrand- siempre llevaba una carta del presidente de la República francesa en el bolsillo- y posteriormente condecorado por Jacques Chirac. Alguien que solo mantenía relaciones sexuales con niñas vírgenes o niños apenas púberes para después narrarlo en sus libros. Alguien que tenía a su favor una intelectualidad de izquierdas, o al menos a una parte destacada, que en la década de los 70 había defendido a adultos que mantenían relaciones con adolescentes.
En uno de los capítulos se recuerda como en 1977 se publicó en Le Monde una carta abierta en favor de la despenalización de las relaciones sexuales entre menores y adultos, que firmaron, entre otros, Roland Barthes, Simone de Beauvoir, Jean- Paul Sartre, Louis Aragon y también el protagonista de esta novela, Gabriel Matzneff o simplemente G. Era el prohibido prohibir del mayo del 68 llevado a un límite intolerable cuando en nombre del libre disfrute de todos los cuerpos se justificaba lo injustificable. Años después, demasiados años después, algunos de ellos reconocieron su error.
El abuso físico es también psicológico, es un proceso que la autora define con acierto como “desposesión”. A una edad en que cualquier adolescente empieza a decidir qué ser, alguien consigue anularla, que deje de ser y se limite a obedecer. Vanesa Springora, que en la novela aparece como V., vive con una madre identificada con esa intelectualidad en que nada está prohibido. Su padre desaparece de su vida y cuando regresa es para volver a irse. “¿Y cómo va a ser malo si es el hombre al que amo? Gracias a él ya no soy la niña solitaria que espera a su papá en el restaurante. Gracias a él por fin existo”, escribe V. para justificar que la carencia del padre sea sustituida por la figura del que ella en ese momento todavía no reconoce como su abusador.
Springora relata cómo pese a estar viviendo una pesadilla, “la más perversa”, no es consciente de ello. O al menos no al principio: “Conocí a G. cuando yo tenía trece años. Nos convertimos en amantes cuando tenía catorce, ahora tengo quince y no puedo comparar con nada porque no he conocido a ningún otro hombre”. Pero llega el momento en el que el sortilegio se disipa pese a que sigue siendo una chica demasiado joven frente a un intelectual. “Su papel es acompañarlo en el camino de la creación y también doblegarse a sus caprichos”, le responde Emil, un filósofo, cuando ella le pide ayuda. Si la esposa de Tolstói dedicaba sus días a mecanografiar lo que su marido escribía a mano, Vanesa Springora debía satisfacer los deseos sexuales de G. Por perverso que fuera.
El título del libro remite a una cuestión que mortifica a cualquier víctima y es la de cómo admitir que se ha sufrido abusos cuando no se puede negar que se haya consentido. En las salas de juicios ha costado pero se ha avanzado en el sentido correcto mientras que aún queda trecho por recorrer en la calle. Primero porque los depredadores sexuales normalmente no se reconocen como tales ni consideran graves sus actos. Y segundo porque a una víctima le cuesta reconocerse como tal. A menudo eso se traduce en trastornos en la conducta, en la alimentación, problemas en las relaciones posteriores...y esta historia no es una excepción.
“Tendré catorce años toda mi vida”, pronostica la protagonista. Aunque no sea así, aunque puede salirse del pozo, la rabia y la impotencia no desaparecen. Gabriel Matzneff tiene ahora 84 años y sus libros ya no son los de un 'enfant terrible' sino la bibliografía de un pedófilo que incluso presumía de ello en platós de televisión.