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Khao Lak, el paraíso perdido y recuperado de Tailandia

Atrapados en el incesante caos circulatorio que devora Bangkok, alguien suelta un nombre y promete el paraíso. “Khao Lak”, dice. ¿El paraíso? ¿Y dónde está? Extendemos el mapa y buscamos. Cuesta dar con él, entre tanto nombre con K. Quizá sea por las tremendas ganas de encontrar un poco de tranquilidad tras días de mucho ruido y de actividad frenética. Tal vez porque los ojos se van, casi instintivamente, hacia Phuket, Ayuthaya, Chiang Mai…, las propuestas que toda guía sobre Tailandia incluye.

Khao Lak, el paraíso…, ¿dónde estará? El señor que se aposta frente a la pequeña agencia de viajes esboza una sonrisa y señala con el dedo la parte central del brazo que se separa del continente y se adentra en el Océano Índico. ¡Bingo!

Sin darle demasiadas vueltas, compramos los billetes y volamos a Krabi, el aeropuerto más cercano. El paraíso prometido está aún a unos cuantas horas de autobús, aunque en el mapa parezca cercano. De camino, hacemos noche en los alrededores del parque nacional de Ang Thong. La tormenta tropical se ha desatado. La luz se ha ido en todo el pueblo. Y en la habitación, de lo más modesta, hay cucarachas y bichos varios. La noche se hace larga…, y el ansiado edén, lejano.

Lo alcanzamos unas cuantas horas de autobús después. Y la peripecia vale la pena. El lugar es un vergel a lo grande y con el mar a sus pies. En el hotel, una maravilla, apenas hay turistas. La piscina, que casi toca la playa, está vacía. Los desayunos, frente al agitado mar, son un lujo.

Un empleado del establecimiento nos propone visitar las Ton Chongfa Waterfalls, según cuenta, una exhibición del agua escondida entre los cerros y la exuberante jungla tropical. Hasta allí –propone–, vayan en coche o en moto. Optamos por emprender la aventura a pie.

Camino de la principal atracción de la zona, khao lak decide unirse a nuestra marcha. Tiene la mirada triste, el paso ligero, el ánimo incansable. Llega solo. Se incorpora casi al inicio, cuando el asfalto de la carretera principal aún guía nuestros pasos hacia las cascadas de agua cristalina.

No es la parte más bonita de la ruta, pero sí la más segura. Por aquí, apenas hay transeúntes. Y los pocos que nos cruzamos, difieren sobre la distancia que aún deberemos caminar hasta alcanzar ese rincón del paraíso.

Así definen a las Ton Chongfa Waterfalls quienes, de viaje en la turística y ahora convulsa Tailandia, deciden perderse en Khao Lak, una de las puertas de entrada a las islas Similan, en el mar de Andamán. Por aquí, pasó el tsunami en 2004 y lo arrasó casi todo. Hoteles, vegetación, playas, vidas y más vidas. Sólo los (4.000) muertos no regresaron.

Casi todo lo demás, barco varado incluido, vuelve a estar hoy en pie, preparado para recibir al viajero. La nave, del ejército (hoy golpista) tailandés, ilustra la descomunal fuerza con la que el agua golpeó la costa.

Juan Antonio Bayona evocó la tragedia en la conmovedora ‘Lo imposible’. Pero la zona sigue estando aún al resguardo de las hordas que toman el publicitado Phuket, a unos 80 kilómetros, o se acercan a Krabi, como parada previa, antes de saltar a alguna de las nueve perlas –siete visitables- del mar de Andamán.

Nuestro khao lak parece viejo, pero no se cansa. Busca compañía, acaso comida, quizá tan sólo un gesto de complicidad que mitigue su aparente soledad. No siempre se lo ofrecemos. Pero no desiste. Unos 10 kilómetros más tarde sigue a cola, a una distancia prudencial. Y observa cómo, tras abandonar la carretera y adentrarnos en la selva tropical, combatimos los mosquitos antes de hacer un alto en el camino y sumergirnos en una piscina natural que anuncia, más cercana, la meta.

El agua está fresca, casi fría. El trinar de los pájaros gana la batalla de los ruidos. Los pececillos hacen, sin cobrar ni pedir permiso, la pedicura.

Dos kilómetros más allá, quizá tres, un cartel de madera anuncia la entrada a los cuatro niveles de las Ton Chongfa. El precio, una fortuna para los locales, se pagaría con placer si el camino de vuelta no fuera tan largo como el de ida y a los más de 12 kilómetros recorridos no hubiera que sumarle otros tantos, antes de poder tenderse de nuevo en la playa que se abre al mar.

Ahí, 25 kilómetros después, entre las enormes rocas que brotan de la arena y la espuma blanca, se pierde, finalmente, nuestro ya querido khao lak, tan famélico y aventurero como cuando nos encontró al amanecer.

Estas playas no son las más bellas de la zona, pero sí las más salvajes, aunque se inicien justo donde mueren los dominios del fabuloso Khaolak Sunset Resort. En septiembre, cuando las tormentas tropicales bañan intermitentemente el día, los atardeceres sobre su oscura arena regalan dosis impagables de paz.

Para alcanzar arena blanca, aguas tranquilas, vistas de postal y gente, basta con alquilar un vehículo y dirigirse al norte, hacia Khuk Khak Beach, Laem Pakarang Beach o Pak Weep Beach.

Las opciones para abandonar Khao Lak y ganar alguna isla son varias. Optamos por la de Pom, un hombre bajito y dicharachero que descansa frente a su agencia doblegado sobre sus rodillas. Nos propone tomar el autobús que va a Surat Thani para, desde allí, saltar a Kho Samui. El paisaje, asegura, es una maravilla.

Y no nos engaña, aunque el autobús llegue con más de una hora de retraso, no tenga aire acondicionado y el método de descanso de Pom maltrate nuestras piernas durante la espera.

El ladrón de frutas, camino de la diversa Mae Nam

Cuatro horas para recorrer unos 200 kilómetros de exuberancia vegetal enclaustrada entre montañas. Cuatro horas para contemplar un paisaje humano pretérito y entrañable. El ladrón de frutas extiende su mano mientras emite un sonido gutural que parece un pitido. Y se ríe. Y hace reír. La señora mayor coloca las gallinas a sus pies y las verduras en el portaequipajes. El revisor controla los billetes sonriente pero ajeno.

En Don Sak, la niebla esconde el paisaje que se adivina desde el ferry que conduce a Kho Samui, en la costa este del istmo de Kra. Es la tercera isla más grande del país y su oferta complace casi todos los gustos: el ruido y el desenfreno turístico de Chaweng Beach; la calma chicha de Mae Nam; la espiritualidad monumental de sus templos budistas.

Tras una noche de batalla con hormigas y bichos varios en Mae Nam y una frustrante incursión en el jolgorio de Chaweng, sórdido batiburrillo occidental, regresamos a las cabañas que ‘Lolita’ ofrece en Mae Nam, a lo largo de una playa de arena blanca y aguas calmas y cristalinas. Con aire acondicionado y sin hormigas esta vez, las lagartijas se convierten en animales de habitual compañía. Las vistas, al amanecer, anuncian días prometedores.

Muchos lo son por el simple placer de degustar un jugoso pescado cocinado a la brasa, sobre la arena de la playa. El chiringuito más modesto ofrece aquí sencillos manjares a precio de ganga. Y no todos pican. Eso sí, si uno no quiere beberse medio mar, no debe olvidar la frase clave: “not spicy, please!”.

Atrapados en el incesante caos circulatorio que devora Bangkok, alguien suelta un nombre y promete el paraíso. “Khao Lak”, dice. ¿El paraíso? ¿Y dónde está? Extendemos el mapa y buscamos. Cuesta dar con él, entre tanto nombre con K. Quizá sea por las tremendas ganas de encontrar un poco de tranquilidad tras días de mucho ruido y de actividad frenética. Tal vez porque los ojos se van, casi instintivamente, hacia Phuket, Ayuthaya, Chiang Mai…, las propuestas que toda guía sobre Tailandia incluye.

Khao Lak, el paraíso…, ¿dónde estará? El señor que se aposta frente a la pequeña agencia de viajes esboza una sonrisa y señala con el dedo la parte central del brazo que se separa del continente y se adentra en el Océano Índico. ¡Bingo!