Un hombre elegante, actor. Un mayordomo. Una cita con un aristócrata que tiene un concepto muy particular del teatro, de la realidad, de la ficción, los sentimientos sobre las tablas. Una espera inquietante. El señor de la casa no viene. Una copa de vino de Chipre. Otra. Y tres. La espera no termina. “Me voy, esto es una falta de respeto”. Pero todo se arregla: el señor aparece en escena. Quiere que el prestigioso actor represente un determinado pasaje de una obra que él ha escrito, el de la muerte de Sócrates. Y deberá ser una interpretación según las teorías del señor: sintiendo los sentimientos para transmitirlos. Sinceridad, pura fidelidad, la perfección interpretativa. “El teatro no debe ser ficción, debe ser el placer de violar las normas establecidas”, dice el dueño de casa. Pero lo que ha de interpretar el actor es... la muerte. Debe sentir la muerte para convencer a su anfitrión y, así, salvar la vida. Pero el vino chipriota... ¿que tenía aquel vino demasiado dulce, que hace que se le tambaleen las piernas? ¿Qué bebió Sócrates para suicidarse? El juego perverso que persigue el noble ya tiene todos los elementos y, sin que el invitado se dé cuenta, la función ha comenzado.
La obra del valenciano Rodolf Sirera, ubicada entre los siglos XVIII y XIX, e interpretada por dos grandes argentinos (Miguel Ángel Solá y Daniel Freire) y dirigida por Mario Gas, se convierte una trepidante carrera contrarreloj con un misterio que, poco a poco, magistralmente, se vuelve suspense: el público va intuyendo lo que está pasando, pero el actor, no. Y se ve dominado, humillado, hipnotizado. Se retuerce en el suelo, a los pies de su Dios, de quien lo puede mantener en vida. Llora, ríe, suplica, se ahoga en su propio llanto. La tensión creciente hasta llegar a límites desconocidos. Son los límites entre la ficción y la realidad, entre el teatro y la vida, los que el aristócrata quiere borrar para siempre en una representación que debe ser, por fuerza, única.
Aparte de la interpretación de los únicos protagonistas, la escenografía, la iluminación y la música juegan un papel importante en El veneno del teatro. Mantienen este in crescendo que nos atrapa en una invisible red perversa. Los juegos de luz destripan al mártir y enaltecen el señor, acentuando los convencionalismos, que es lo que son las clases sociales, tal como coinciden en destacar los dos al principio. La elegante y austera sala de la noble mansión se convierte en una (presunta) tumba y las contadas intervenciones musicales acaban de aliñar una atmósfera que, dicho sea de paso, va de la mano del majestuoso teatro Romea.
Todo ello dura poco más de una hora. Bravo. No hace falta más. Es una hora intensísima, que desgasta a los actores e incluso a los espectantes espectadores. Pensar dónde se encuentran los límites de la ficción, hasta dónde se puede llegar para transmitir un sentimiento, qué puede llegar a pasar cuando este sentimiento es la muerte y se ha de vivir en la propia piel para transmitirlo... es una tarea adictiva y muy estresante.
Un hombre elegante, actor. Un mayordomo. Una cita con un aristócrata que tiene un concepto muy particular del teatro, de la realidad, de la ficción, los sentimientos sobre las tablas. Una espera inquietante. El señor de la casa no viene. Una copa de vino de Chipre. Otra. Y tres. La espera no termina. “Me voy, esto es una falta de respeto”. Pero todo se arregla: el señor aparece en escena. Quiere que el prestigioso actor represente un determinado pasaje de una obra que él ha escrito, el de la muerte de Sócrates. Y deberá ser una interpretación según las teorías del señor: sintiendo los sentimientos para transmitirlos. Sinceridad, pura fidelidad, la perfección interpretativa. “El teatro no debe ser ficción, debe ser el placer de violar las normas establecidas”, dice el dueño de casa. Pero lo que ha de interpretar el actor es... la muerte. Debe sentir la muerte para convencer a su anfitrión y, así, salvar la vida. Pero el vino chipriota... ¿que tenía aquel vino demasiado dulce, que hace que se le tambaleen las piernas? ¿Qué bebió Sócrates para suicidarse? El juego perverso que persigue el noble ya tiene todos los elementos y, sin que el invitado se dé cuenta, la función ha comenzado.
La obra del valenciano Rodolf Sirera, ubicada entre los siglos XVIII y XIX, e interpretada por dos grandes argentinos (Miguel Ángel Solá y Daniel Freire) y dirigida por Mario Gas, se convierte una trepidante carrera contrarreloj con un misterio que, poco a poco, magistralmente, se vuelve suspense: el público va intuyendo lo que está pasando, pero el actor, no. Y se ve dominado, humillado, hipnotizado. Se retuerce en el suelo, a los pies de su Dios, de quien lo puede mantener en vida. Llora, ríe, suplica, se ahoga en su propio llanto. La tensión creciente hasta llegar a límites desconocidos. Son los límites entre la ficción y la realidad, entre el teatro y la vida, los que el aristócrata quiere borrar para siempre en una representación que debe ser, por fuerza, única.