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Si mañana muero

Una accidentada relación amorosa entre dos jóvenes artistas (un pintor, Rubén, y una música, Marta) sirve de hilo conductor de una reconstrucción parcial de la Guerra Civil española, focalizada en un imaginario pueblo extremeño, Breda. Más que en los combates, la novela se centra en las vicisitudes entrecruzadas de una serie de personajes, la mayoría del bando republicano

La Guerra Civil sigue siendo una fuente inagotable de inspiración novelística. Durante mucho tiempo la novela sirvió de vehículo para el testimonio de lo vivido o para la defensa de alguna de las ideologías que se enfrentaron en el conflicto. Pero ahora, setenta y tantos años después, el novelista puede recrearlo con todo el distanciamiento y con toda la documentación histórica que desee. Y también ha de tener en cuenta que el lector ya conoce el marco general de la Guerra y sus protagonistas, por lo que no es necesario que acumule información histórica para dar verosimilitud a la ficción. El lector actual tan solo necesita unas cuantas pinceladas y algunas alusiones para situar los hechos. Por eso el novelista puede elegir aspectos, ámbitos parciales de la Guerra, ganando en profundidad y riqueza de matices lo que pierde en extensión y exhaustividad.

Partiendo de estos presupuestos, Eugenio Fuentes ha emprendido su novela más ambiciosa optando por concentrar la acción narrativa en un espacio ficticio, llamado Breda, claramente ubicado en Extremadura. Y también ha reducido el ámbito temporal: de julio del 36 a mayo del 37, al que ha añadido una especie de epílogo fechado en noviembre de 1951. Con todo ello ha querido convertir la microguerra de Breda en un símbolo de la Guerra que se desarrollaba en toda España.

Pero, claro está, para conseguir ese propósito es necesario que la ambientación histórica esté muy cuidada, de manera que los detalles micro encajen con los datos macro. Sin embargo, en Si mañana muero abundan las inverosimilitudes, de las que tan solo mencionaremos las más significativas. Resulta poco creíble que los soldados republicanos puedan escuchar la radio sin ningún control de sus superiores. Uno de los programas que escuchan es un debate en el que “dos tertulianos discrepan sobre la mejor estrategia para conducir la lucha” (p. 240). En este tolerante ambiente también pueden comentar los planes del coronel Rojo, que está preparando (se supone que con el máximo secreto) una ofensiva del ejército republicano (p. 258).Acabada la guerra, parece demasiado fácil que Marta pase la frontera francesa sin problemas y se instale tranquilamente en la Francia de Pétain, en un Toulouse libre de “los tentáculos nazis, las acciones de la Resistencia, los sabotajes y las represalias” (p. 396). En este marco idílico se convertirá en una afrancesada ama de casa.

Tampoco faltan los desajustes cronológicos. La consigna “Resistir es vencer” no es de 1937, sino del último periodo del gobierno de Negrín, poco antes del final de la Guerra (p. 207). Y Marta no podía seguir combatiendo como miliciana “pocos meses” antes del fin de la Guerra (p. 386), porque el Ejército Popular, creado en octubre de 1936, excluyó del combate a las mujeres.

Si nos fijamos en la configuración de los personajes, vemos que los del bando republicano muestran convicciones republicanas genéricas, pero sin sectarismo de partido, sin radicalismo. Tena y Mena representan el comunismo y el anarcosindicalismo, respectivamente, pero son muy amigos y se respetan. Sus discrepancias políticas apenas dan para bromas e ironías. Si fueran realmente representativos de sus respectivas opciones ideológicas, no hubieran tenido lugar los sangrientos enfrentamientos entre anarquistas y comunistas de mayo de 1937 en las calles de Barcelona.

Esta atípica cordialidad no solo afecta a la caracterización de esos dos personajes. Son frecuentes las confusiones entre los programas políticos de unos y otros. El Partido Comunista de España nunca propuso como consigna “¡Muerte al capitalismo internacional!” (p. 184), porque iba contra su política de presentar el bando republicano como democrático o antifascista a secas, no como defensor de una revolución anticapitalista. Tampoco impulsó la colectivización de ganado ni de tierras (p. 255). Al contrario, desmanteló violentamente las colectividades anarquistas de Aragón.

También encontramos inconsistencias en los personajes del bando franquista. Ugarte es un falangista fanático, que va por los pueblos ejecutando republicanos. Pero, en la posguerra, no obtiene los cargos que merecería, y queda un tanto marginado y decepcionado. Que en 1951 esté leyendo un libro, Sonetos a la piedra, de Dionisio Ridruejo, es un detalle que parece insinuar que está evolucionando hacia posiciones antifranquistas (p. 443). Bien está, podría ser. Pero no sería representativo de la evolución mayoritaria de los falangistas, entre los que Ridruejo siempre fue una rara excepción. Tampoco es representativo de los terratenientes españoles el aristocrático Jerónimo de las Hoces, que más bien parece un gentleman que mantiene una exquisita equidistancia entre ambos bandos.

Todas esas incoherencias históricas, unidas a un exceso de personajes excepcionales, atípicos, impiden que Breda pueda ser un microespacio ficticio, pero simbólico de la Guerra Civil en su conjunto. Y también que sea representativo de los pueblos de Extremadura, donde la guerra alcanzó extremos de gran crueldad, como la famosa matanza de la plaza de toros de Badajoz.

Estos desajustes podrían ser pequeñas manchas si estuvieran insertos en una estructura argumental sólida, consistente. Pero la novela adolece de indefinición a la hora de establecer una clara jerarquía temática y un criterio de ordenación argumental. Oscila entre la diversidad de puntos de vista y el tradicional punto de vista del narrador en primera persona (Rubén). Pero el resultado no es ni una polifonía como la de gran novela de Vasili Grossman, Vida y destino, ni una novela de corte decimonónico basada en el protagonista.

La novela comienza con un tenso choque entre Rubén y Jerónimo de las Hoces en una galería de arte de Madrid. Cuando ambos se reencuentran en Breda, en plena guerra, parece que la trama argumental girará en torno al conflicto entre el arte y la ideología o el dinero. El encuentro entre Rubén y la violista Marta refuerza esta línea argumental, pero pronto se diluye en medio de otros temas.

Lo mismo ocurre con la incipiente hegemonía narrativa de Rubén, el único personaje que narra en primera persona. Cuando desaparece su protagonismo, parece que será Marta la que tomará el relevo, pero tendrá que compartirlo con el de otros personajes secundarios, como el herrero o el barbero del pueblo, que introducen historias interesantes, pero demasiado extensas y desgajadas de las demás.

La indefinición del protagonismo repercute en el tema básico de la novela y, por tanto, en su posible mensaje. En el final de la novela confluyen todas estas indefiniciones. El epílogo está fechado de una manera muy precisa: 19, 20 y 21 de noviembre de 1951, días en que el régimen franquista conmemoraba el XV aniversario de la muerte de José Antonio. ¿En qué situación se encuentran los personajes en esos días?

En Toulouse, Marta se ha convertido en una pequeña madame Bovary, dedicada a su familia y sin ninguna actividad política, con su vocación musical frustrada. El herrero de Breda no acepta entrar en una empresa americana de tractores, lo que podría interpretarse como un rechazo de la industrialización y el progreso. Y el terrateniente y el falangista comparten sus mutuas decepciones. Ellos son los que van a limpiar las ruinas provocadas por la guerra en el pueblo, para “que no quede nada” de la tragedia que las ocasionó.

Así pues, quince años después del duro choque entre las dos Españas, ni vencedores ni vencidos tienen proyectos esperanzadores, ni para sus vidas ni para el país. Pasada la sacudida de la Guerra Civil, Breda (es decir, España) va a quedar limpia de los vestigios materiales del conflicto, con lo que volverá a su estado anterior: nuevamente aletargada, sumergida en su ancestral atraso.

Esta inconsistente estructura narrativa global no impide que en su interior podamos encontrar fragmentos de alto nivel literario. Vale la pena destacar las páginas dedicadas a describir las pinturas de Rubén y a reflexionar sobre el arte. Son especialmente impresionantes las descripciones de bodegones, que recuerdan los del pintor pacense Manuel Fernández Mejías (1911-1989). También son muy valiosas las descripciones de la música de viola que interpreta Marta.

Aunque sin apenas relación con la trama argumental principal, las treinta páginas (329-359) dedicadas a un corte de pelo del general Franco son antológicas. En un tono casi esperpéntico, esta situación anecdótica alcanza reveladores y altísimos niveles de análisis psicológico de la tortuosa personalidad del dictador. Sin duda, esas páginas son uno de los mayores aciertos de la novela, y podrían formar un relato aparte o ser adaptadas al teatro o al cine.

Una accidentada relación amorosa entre dos jóvenes artistas (un pintor, Rubén, y una música, Marta) sirve de hilo conductor de una reconstrucción parcial de la Guerra Civil española, focalizada en un imaginario pueblo extremeño, Breda. Más que en los combates, la novela se centra en las vicisitudes entrecruzadas de una serie de personajes, la mayoría del bando republicano