Cleptocracia es un término de uso relativamente reciente, expandido en paralelo a la corrupción y a los escándalos financieros que involucran al Estado o se originan directamente en su interior. La palabra –que no se ha incorporado aún al diccionario de la RAE– se deja leer como una actualización de aquella sinecura romana (que continuó en la Edad Media oficializada como un beneficio eclesiástico).
Esas raíces ya daban por sentado la remuneración de unas labores imprecisas, a las que sin embargo no hacía falta dispensar mucha dedicación. Hablamos de un tráfico de dinero a cambio de lealtad, una especie de burocracia B en cuya nómina caben desde delatores hasta familiares, sin olvidar a los premiados por favores políticos. En las antillas de habla hispana –República Dominicana o Cuba– se le llama “tener una botella”. En el Río de la Plata y los Andes se habla de “coima” (asumido del portugués). México institucionalizó la famosa “mordida”…
En 1994 el economista Giulio Sappeli partió de la experiencia italiana para definir la cleptocracia como el “mecanismo único de la corrupción entre Economía y Política”. Por su parte, los griegos suelen asumirla como causa directa de su actual bancarrota. Incluso un género musical como el grindcore ha generado un disco titulado así, Cleptocracy. Si tenemos en cuenta el nombre del grupo, imposible no sentir un estremecimiento: Kill The Client.
Resulta ingenuo entender la cleptocracia como un delito puntual y no como un engranaje sistemático de corrupción. Una “ingeniería” que no sólo articula el robo al Estado, sino que también refleja a un Estado que roba. La cleptocracia permite la emergencia de una nueva casta, encargada de difuminar las fronteras entre el erario público y el enriquecimiento privado. Y si la sinecura se nos presenta, vista a la luz del presente, como una dádiva propia de un Estado corruptor, la cleptocracia nos descifra además a un Estado corrompido.
Así las cosas, asuntos tan serios que van desde las obras públicas hasta la guerra, la seguridad nacional o las infraestructuras, el espionaje y la justicia, comienzan a girar en esa noria en la que resulta imprescindible la opacidad, la impunidad y un pixelado general de la democracia.
Poblado de evocaciones fantásticas –como la reiteración de la metáfora de Alí Babá, repetida en infinidad de artículos y algún libro–, el gobierno de la cleptocracia termina pasando, necesariamente, por el desmontaje del gobierno. De ahí que, de muchas maneras, arrastre consigo el presagio de una circunstancia crepuscular, como la de esos imperios que se desploman por su propia decadencia.
Cuando Mijail Gorbachov lanzó su política de glásnost en los días finales de la Unión Soviética, el sistema comunista colapsó de inmediato, entre otras cosas porque se hizo insostenible la corrupción que la incipiente transparencia dejaba al descubierto. Que la corrupción continuara en el poscomunismo sólo demuestra que la cleptocracia es capaz de atravesar las épocas, las ideologías y los sistemas políticos. Si allí, bajo la sublimación del Estado, hablar de económica política era una redundancia obvia; aquí, bajo la sublimación del mercado, hablar de política económica es una contradicción.
Desde su falta de transparencia, es evidente que la cleptocracia necesita funcionar de forma autoritaria. También requiere la propagación de esos eufemismos triunfalistas, propios de aquellos que se consideran impunes. Uno de esos eufemismos ha hecho bueno el proverbio según el cual “la mejor manera de asaltar un banco es comprarlo”. Al mismo tiempo, la cleptocracia contemporánea no se entiende sin su proclama sobre el encogimiento de un Estado al que, según sus prácticas, la mejor manera de achicarlo consiste en desfalcarlo.
Cleptocracia es un término de uso relativamente reciente, expandido en paralelo a la corrupción y a los escándalos financieros que involucran al Estado o se originan directamente en su interior. La palabra –que no se ha incorporado aún al diccionario de la RAE– se deja leer como una actualización de aquella sinecura romana (que continuó en la Edad Media oficializada como un beneficio eclesiástico).
Esas raíces ya daban por sentado la remuneración de unas labores imprecisas, a las que sin embargo no hacía falta dispensar mucha dedicación. Hablamos de un tráfico de dinero a cambio de lealtad, una especie de burocracia B en cuya nómina caben desde delatores hasta familiares, sin olvidar a los premiados por favores políticos. En las antillas de habla hispana –República Dominicana o Cuba– se le llama “tener una botella”. En el Río de la Plata y los Andes se habla de “coima” (asumido del portugués). México institucionalizó la famosa “mordida”…