La historia política podría resumirse en cómo se transmite el poder de una generación a otra. Y en el hecho, comprobado, de que esa transmisión, por los siglos de los siglos, no se ha caracterizado, precisamente, por la generosidad: los viejos poderes han sido tradicionalmente reacios a ceder el gobierno o abandonar con naturalidad las riendas del control político.
Es más, tal como lo vio Gramsci, cuando se han encontrado ante el abismo, esos viejos poderes han preferido el Apocalipsis -“después de mí el diluvio”- antes que una entrega razonable de la dominación. (No es casual que las revoluciones suelan invocar la juventud y el advenimiento, con ellas, del futuro hecho política; capaz de derrotar no sólo al antiguo régimen sino también al tiempo).
Mucho se ha escrito sobre la gerontocracia, y a estas alturas es poco lo que puede aportarse. Parece indiscutible el consenso de que debemos entenderla como el poder de los viejos, aunque quizá sea más preciso comprenderla como el poder de lo viejo. Un aferramiento conservador que, llegado el caso, ya no se manifiesta exclusivamente como amor al poder sino además –veamos lo que sucede en España- a la oposición. Esto se debe a la instauración de eso que conocemos como “clase política”, y al correspondiente sentimiento de casta que se expande más allá de parlamentos y partidos para alcanzar la empresa, los medios de comunicación o la cultura. Desde esta, la gerontocracia se hace obvia cuando los sabios de la tribu consiguen establecer la tribu de los sabios (ratificada con metáforas tales como “república de las letras”, “ciudad letrada”, “intelectualidad orgánica”). Resulta muy curiosa, al respecto, la existencia de una asociación de directores -¡y exdirectores!- de museos y centros de arte; como si ese fuera un oficio y no un cargo, una condición y no una ocupación. (Así de ontológico se nos puede presentar el asunto).
La gerontocracia es, asimismo, un síntoma visible del instinto biológico de conservación traspasado a la política. Y también puede ser entendida como el resultado de la larga adicción a una droga compartida por ideologías y militancias muy distintas. Un elíxir que lo mismo ha enganchado a Fidel Castro que a Giulio Andreotti, quien de paso llegó a teorizar de la forma más cínica sobre las mieles del poder y el desgaste que supone no tenerlo.
Esa misma ubicuidad ha conseguido que la gerontocracia haya sido motivo de crítica, y escarnio, bajo cualquier régimen político. Un viejo chiste de la era soviética establecía de esta guisa una comparación entre el cocodrilo –uno de los animales más antiguos- y el buró político: el primero, con 4 patas y 24 dientes; el segundo, con 24 patas y 4 dientes. La propia historia soviética ilustra, como pocas, ese traspaso entre generaciones y lo estas representaron: Lenin, Stalin, Nikita, Brezhnev, Gorbachov…
Más allá de la historia, quizá la pregunta hoy debemos hacernos sobrepasa a la vejez de los políticos. Y es que el problema que se abate sobre nuestros días, más allá de la fecha de nacimiento de los mandatarios, radica en la vejez de la política misma y en la sensación de ocaso que emana de los poderes establecidos. En esa circunstancia, en la que el poder se escapa cada vez más de la política, la gerontocracia aparece como la patética obsesión por ocupar el espacio simbólico de un poder que se ha desvanecido.
La historia política podría resumirse en cómo se transmite el poder de una generación a otra. Y en el hecho, comprobado, de que esa transmisión, por los siglos de los siglos, no se ha caracterizado, precisamente, por la generosidad: los viejos poderes han sido tradicionalmente reacios a ceder el gobierno o abandonar con naturalidad las riendas del control político.
Es más, tal como lo vio Gramsci, cuando se han encontrado ante el abismo, esos viejos poderes han preferido el Apocalipsis -“después de mí el diluvio”- antes que una entrega razonable de la dominación. (No es casual que las revoluciones suelan invocar la juventud y el advenimiento, con ellas, del futuro hecho política; capaz de derrotar no sólo al antiguo régimen sino también al tiempo).