Es un hombre de 50 años y sufre anorexia nerviosa. “La enfermedad no discrimina por género ni por edad, lo que quiere es aniquilarte y se aprovecha de tus inseguridades, quiere que vivas por y para ella”, explica. Habla de la enfermedad como si fuera un monstruo, un ser autónomo. “Tengo un personaje, como si fuera Golum y a veces habla conmigo”, explica Pedro, que usa un nombre ficticio, dice, porque bastantes comentarios tuvo que escuchar ya de joven en su entorno sobre la anorexia. “Estuve a las puertas de la muerte. Esta enfermedad te lleva, te lleva…”, relata recordando su primer ingreso, en 2009, hace más de una década, aunque por entonces ya llevaba unos quince arrastrándola. “Mi consejo para quienes lean este reportaje es que se traten cuanto antes”, dice, arrepentido de haber tardado tanto en acudir al médico.
Pedro forma parte de una minoría muy minoritaria, pues los trastornos de conducta alimentaria (TCA) afectan en un 90% a las mujeres, entre el total de 400.000 españolas que lo padecen, y sobre todo a la población más joven y adolescente, según datos de Ita Salud Mental, referente en esta enfermedad y con estrecha relación con Fundació Fita, responsable del piso terapéutico donde vive. Pero como todas las minorías, existe. La misma fundación, de hecho, apunta a que parte de ese bajo porcentaje en hombres adultos se puede deber a un porcentaje inferior de diagnósticos, en parte debido al estigma por la falta de referentes, en parte por desconocimiento. “Me veía un bicho raro”, resume Pedro.
Para él, todo empezó cuando se fue a vivir a Reino Unido con 23 años, poco después de acabar una carrera de ingeniería y la primera vez que salía de casa de su familia. “Los primeros dos años y medio estuve bien, pero cuando me acostumbré al trabajo y me vi allí solo, me empecé a comparar con mis compañeros, que estaban todos más fuertes que yo. Empecé a comer poco y mal y me obsesioné con hacer ejercicio: Todos los días y de manera enfermiza, viciosa”, relata. Aquella conducta continuó cuando regresó a Catalunya. “Mi vida era ir del trabajo a casa y en casa pensar en la enfermedad. Ella quiere que solo pienses en ella, que vivas por ella”, dice Pedro, que tuvo que estar al borde de la muerte antes de ponerse en manos de un doctor.
“Mis analíticas mostraban que estaba muy débil”, relata el hombre, que pasó tres meses ingresado. Regresó a un peso más o menos normal, pero sus días volvieron a ser un suplicio marcado por su obsesión con la comida y el peso. Así siguió, comenta, hasta que hace unos años tuvo una segunda recaída y le descubrieron el hospital de Ita, especializado en este tipo de trastornos, donde lo ingresaron. Cuando mejoró, pasó a vivir en el piso terapéutico donde hoy se encuentra, “un espacio con tres niveles para pasar del ingreso a la vida autónoma”, explica el director del piso, Roger Llobet, que también puede servir para enfermos con una gravedad que no requiera ingreso. En el nivel tres, el más grave, los inquilinos no tienen llave para entrar y salir, tienen que hacerlo con permiso y no cocinan. En el resto de niveles, van ganando autonomía, cocinan para ellos y para sus compañeros de piso, hasta alcanzar la autonomía. “Cuentan con un terapeuta, un nutricionista y un educador que les ayuda en la incorporación a la vida laboral y uno de los objetivos más importantes es que estén ocupados y presten atención a cosas más allá de la enfermedad”, añade Llobet.
Uno de los problemas recientes para Pedro fue mantener la mente en otros asuntos cuando, de repente, llegó el confinamiento. “Retrocedí mucho. Para mí ir a ver a mi familia el fin de semana, salir a la calle, era vida, y así la enfermedad ganó terreno. Además, perdí el contacto con una chica que estaba conociendo porque no nos podíamos ver”, explica. Para él, no existe color entre el tratamiento recibido tanto en el hospital como en el piso terapéutico, y la sanidad pública: “Aquí tienes atención diaria y si tienes ganas de trabajar el tema alimentario y emocional, mejoras. Para mí, que soy muy influenciable, pensar que si otra persona puede hacerlo yo también puedo es muy importante”, sostiene.
“Todo el mundo tendría que tener acceso a pisos terapéuticos”
Otras dos chicas entrevistadas están totalmente de acuerdo con este punto. “¿Por qué para tratarme de un cáncer no es necesario irse a la sanidad privada y para un trastorno así sí, si no es algo que yo haya elegido?”, se pregunta Maddi, de 22 años. Ella se considera “afortunada” por poder estar ahí. La estancia en el piso ronda los 2.000 euros al mes, “todas las residentes reciben subvención”, aclara Llobet, y el ingreso en el hospital cuesta 5.000 y en la mayoría de ocasiones los pacientes también reciben importantes ayudas públicas . “Pero hay mucha gente que no se lo puede permitir”, lamenta. Natural del País Vasco, llegó hace tres años en una ambulancia que tardó ocho horas desde San Sebastián después de cuatro años de tratamiento en la sanidad pública que no le surtía efecto y donde convivió con personas con distintos tipos de problemas de salud mental . “Estaba cuatro meses en el hospital, subía de peso y cuando llegaba a casa volvía a empezar”, explica.
En los centros de Barcelona, que son referencia y a los que llega gente expresamente desde países como Chile, Maddi se encontró “con un lugar donde no solo era importante la comida, sino muchas cosas más”. En su caso, asegura que dejó de comer para castigarse y “rebelarse contra la presión de ser una hija perfecta”, más que por una cuestión estética. Lo hizo desde los 11 años y nunca antes había visto una evolución como hasta ahora. “Creo que las recaídas vienen un poco de no tener un lugar intermedio como estos pisos. Te ponen en tu peso y pasas de estar vigilado 24 horas al día y siete días a la semana a ir a tu casa y hacer lo que quieras”, reflexiona la joven, que está estudiando psicología pero que no se ve preparada para trabajar con personas con trastornos de conducta alimentaria.
Alicia, de 26 años, está totalmente de acuerdo con Maddi y cree que “todo el mundo debería poder tener acceso a hospitales multidisciplinares y a este tipo de pisos” que sirven de evolución hacia la vida autónoma. A los 12 años empezó a restringir sus comidas, aunque desde los 7 recuerda grandes atracones y alimentación desordenada. “Me costaba hacer relaciones sociales, era muy autoexigente y me aislaba en los estudios. Además, mis padres eran autónomos y estaban poco tiempo en casa. El bullying fue un gran detonante para que fuera a peor”, cuenta.
Aunque arrastre la enfermedad desde pequeña, Alicia nunca estuvo tan mal como hace dos años, con 24, ya bastante superada la adolescencia y de nuevo fuera del tópico que asocia la enfermedad con esta etapa de la vida. “Yo creo que es una enfermedad que no se cura nunca”, afirma, y recuerda que llegó a pesar 28 kilos, a ir en silla de ruedas y a estar meses con una sonda nasogástrica. “Estaba en una relación muy tóxica con un chico que abusó de mí y que además también era inseguro y estaba obsesionado con las dietas, había vuelto a casa de mis padres, al pueblo, después de independizarme para estudiar en Zaragoza, y peté”.
Estuvo diez meses ingresada y después pasó al hospital de día. “En la pública, me trataban bien y claro que hay profesionales excepcionales, pero eres una cama más, no hay recursos para atender a cada paciente”, reflexiona. “El psiquiatra me dijo que no sabían qué hacer conmigo y me dijeron que me iba a Barcelona, quisiera o no. Ni me veía bien ni quería del todo estar mejor, así que decidí probar”, explica Alicia. “Si no fuera por la subvención del gobierno de Aragón, no podría estar aquí y una instalación como esta debería ser accesible para todo el mundo y estar disponible en más lugares de España”, defiende la joven, que acaba de avanzar al nivel 1, el más cercano a salir del piso. Con su trabajo como diseñadora freelance, conseguiría pagarse un alquiler e independizarse. Quiere quedarse en Barcelona. Pero, como Pedro, Maddi y otros residentes en estos pisos, sabe que el paso final para “volver a volar”, como lo llama la joven vasca, no se puede dar de la noche a la mañana con las alas maltrechas.