En la calle Argenteria ya sólo queda uno de los locales que animaban la noche barcelonesa hace cincuenta años. Es el Rodri, el bar que fue despensa oficiosa de bocadillos y copas baratas para las veladas de concierto en la Zeleste. Esta sala, que ha sido sustituida por una tienda de ropa de marca, habría cumplido medio siglo este verano.
Cuando nació, se instaló en el humilde barrio de La Ribera, una zona que nadie sospechaba que se acabaría llenando de turistas que marcarían su imagen y dificultarían encontrar un local o vivienda a un precio asequible. Antes de que eso pasara, fue la cuna de espacios como la sala Zeleste que, en 1973, marcó el camino de la liberación cultural para una ciudad y un país hambriento de libertad y disfrute.
En su seno nacieron nuevas tendencias musicales, grupos y hasta una escuela. Tal fue su éxito que, 15 años después de abrir sus puertas, quiso ampliar miras y se trasladó a un espacio mucho más grande, una antigua fábrica en el barrio del Poble Nou donde ahora está la sala Razzmatazz. El proyecto era crear un centro cultural que fuera más allá de la música. Pero nació y murió ahogado por las deudas.
Pese al éxito cosechado, en 1979 empezaron las dificultades. Unas obras que iban a durar pocos meses, se alargaron más de un año. Supuso mucho dinero y al volver al ruedo el recibimiento no fue bueno. Zeleste, que había tenido un aspecto más bien extravagante, se había convertido en un local pulcro que no gustó a parte de su público. A pesar de eso, aguantó hasta el año 2000, momento en que cerró sus puertas y nació Razzmatazz, con nuevos dueños y nuevo proyecto.
Este año hubiera cumplido medio siglo y, aunque hace 23 que la Zeleste desapareció, su recuerdo, esencia y herencia siguen marcando a Barcelona. Prueba de ello son los conciertos que se realizarán este otoño para homenajear a la Ona Laietana, el movimiento musical que originó el fenómeno Zeleste y que fue el paraguas bajo el que surgieron y crecieron diversos músicos del panorama barcelonés.
“En ese momento no había muchos grupos y los teníamos que forzar nosotros a existir: estimulábamos a músicos que lo que tenían en común era estar en Zeleste, que está cerca de Vía Laietana, de aquí el nombre”, resume Rafael Moll. Fue el programador musical de Zeleste durante buena parte de los más de 25 años de vida que llegaría a sumar la sala, y mano derecha de su fundador, Víctor Jou, fallecido hace unos meses.
Una puerta de entrada a la modernidad
La mítica cortina roja de la sala Zeleste se abrió por primera vez en 1973 a un tiro de piedra de la basílica de Santa Maria del Mar. “Tuvimos algún problema con el rector, que vio que se había abierto un nido de perversión, pero hablando se arregló”, suelta con una risa Moll.
La Zeleste no buscaba la fiesta por la fiesta. El objetivo de Víctor Jou fue traer a Barcelona un local de música en directo, con programación regular, como los que había descubierto en Londres. “Fue el inicio creativo de tendencias musicales que fuera de España hacía tiempo que tenían relevancia, mientras que aquí, con la dictadura, éramos un desierto”, cuenta Lluís Vidal, profesor de jazz y música moderna del ESMUC (Escola Superior de Música de Catalunya).
Creando la etiqueta de Ona Laietana, el rumbero Gato Pérez, a quien habían encargado la promoción de los músicos del entorno Zeleste, puso bajo un mismo paraguas los proyectos acogidos e impulsados desde esta sala de conciertos, definida, dice Moll, por “el entusiasmo por lo diferente”.
Todo tenía cabida en las noches de la Zeleste: desde jazz hasta algo parecido al punk, pasando por orquestas de baile más desinhibido. “Todo el mundo se sentía parte del mismo movimiento y esto era una virtud en un momento en el que no había cultura más allá de la oficial del régimen”, explica Vidal. Para el profesor de la ESMUC, si por algo se recuerda la sala, es por haber dado cobijo y propulsado a cualquier músico. “Provocó una efervescencia creativa que hoy en día puede echarse de menos”, afirma.
“Ese local se convirtió en un oasis”, recuerda el flautista Frederic Sesé. Allí llegó con 17 años, siendo de los más jóvenes del entorno Zeleste. “De no haber existido la sala, muy probablemente nadie hubiera apostado por mí, igual que pueden decir otros tantos”, valora. Sesé dirigió el Centre de Difusió Musical del barri de la Ribera, la escuela de música moderna creada desde Zeleste para enseñar música “con la misma libertad creativa” que había en la sala. “Formaba músicos para que fueran artistas con sensibilidad, no sólo para que supieran leer partituras”, destaca Sesé.
Una 'movida' diez años antes de La Movida
Pau Riba, Jaume Sisa, la Companyia Elèctrica Dharma, Toti Soler, Jordi Sabatés, la Orquesta Mirasol, la cantautora Maria del Mar Bonet o la Orquesta Platería, son algunos de los nombres que más han resonado. En poco tiempo, el alcance de algunos de los artistas se disparó y Zeleste se encargó de su gestión artística y discográfica. “Hubo una explosión más allá del local, nos empezaron a pedir actuaciones de músicos que venían aquí y que produjéramos el disco de Sisa Qualsevol nit pot sortir el sol impulsó nuestro sello discográfico”, cuenta Moll.
Uno de los grupos made in Zeleste más bailados durante décadas ha sido la Orquesta Platería. “Las iniciativas vecinales tomaron mucha fuerza tras la muerte de Franco y fue un terreno abonado para nuestro trabajo”, apunta el líder de la banda, Manel Joseph. “Todas las reivindicaciones necesitaban un reclamo y la música era ideal”, añade.
La Platería tenía que ser cosa de una noche, pero resultó ser un proyecto de 40 años que dio la vuelta al concepto de baile y formó parte de la recuperación de las fiestas populares. Joseph fue uno de los músicos convocados con la idea de organizar una actuación especial para la Nochevieja del 74 y celebrar la llegada del que pasaría a la historia por ser el año de la muerte del dictador. “Salíamos en tejanos, éramos peludos y sarcásticos, queríamos generar buen rollo y amor, cuando lo que se esperaba de una orquesta eran tíos trajeados y con zapatos de charol”, cuenta el músico.
La Zeleste generó “una movida 10 años antes de La Movida madrileña”, apunta Joseph. Era un momento en que la represión todavía estaba dando coletazos y, pese a que muchos de los artistas que allí tocaban no estaban políticamente significados, “siempre encontraban motivos para llevarse a unos cuantos cuando había redadas: por ácratas, por fumetas…”, añade. De hecho, a 5 minutos andando de la Zeleste, se encontraba uno de los puntos centrales de tortura de la disidencia durante la dictadura, la comisaría de Via Laietana.
“Por supervivencia no queríamos vivir con la tristeza del franquismo, no queríamos tener nada que ver con las familias conservadoras ni con las obligaciones carcas, lo que nos unía era no aceptar ese sistema de vida”, cuenta Moll. Para toda una generación, cruzar la cortina roja de la entrada de Zeleste significó dejar atrás por un rato la sensación de asfixia. “La música era un gancho, ¡había gente que bailaba por primera vez! y de golpe y porrazo descubrimos que se podía ligar, y que no tenía que darte vergüenza”, añade Moll.
“El gusto por la diferencia”, además de musicalmente, se vio también en la mezcla social del público. “Había mucha gente de barrio, hippies, pero también venían profesionales jóvenes y políticos en la clandestinidad, que resultó que usaban el local como punto de encuentro seguro”, cuenta el productor musical.
Con la perspectiva del tiempo, Moll considera que el mayor legado de Zeleste traspasó lo musical. Menciona la “necesidad mental” de juntar “razón y locura”. “La fuerza que tuvimos fue darnos cuenta de que éramos muchos los que queríamos cambiar nuestra forma de vivir”, plantea Moll, que considera que, a pesar de que la Zeleste haga ya tiempo que bajó la persiana, su herencia sigue viva en esa forma de pensar y resistir de la generación que estrenó la democracia en sus pistas de baile.