Para todas las familias políticas catalanas, las elecciones del próximo 14 de febrero presentan una incógnita fundamental: la participación electoral. De hecho, desde la ya lejana primera elección del parlamento de Catalunya en 1980, la abstención electoral ha sido un protagonista de primer plano en todas las consultas. Muy a menudo a la baja: como pusieron de relieve un número elevado de estudios, las elecciones al Parlament registraban las tasas de participación más bajas de todos los ciclos electorales, situándose habitualmente en torno al 60 % (pero con mínimos del orden del 55 %).
Como sabe el lector, esta abstención diferencial en las elecciones al Parlamento de Catalunya era considerada como el factor que explicaba las variaciones entre los resultados políticos de las elecciones generales (favorables a las fuerzas de izquierdas, y primordialmente al PSC) y el de las autonómicas (decantadas hacia el nacionalismo conservador de CiU). Sin entrar ahora en el fondo del argumento, muchos votantes populares de izquierdas, más vinculados culturalmente y emocionalmente a las tierras españolas, se sentirían menos interesados por la elección del Parlament, no tomando parte en ella y permitiendo así las victorias electorales de las clases medias, representadas por el pujolismo. La deferencia despreocupada de aquellos sectores producía un equilibrio entre elecciones generales, en las que su participación permitía la victoria de las izquierdas, y elecciones autonómicas, en las que dejaban el escenario libre para los partidos más formalmente catalanistas.
Esta panorámica (presentada aquí de forma enormemente simplificada) entró en crisis en las elecciones de 2012 y 2015 (con participación electoral cercana, respectivamente, al 68 % y al 75 %) y, sobre todo, en 2017, cuando la participación récord de casi el 82 % (sólo inferior a la de las primeras elecciones de 1977) fue un factor decisivo para la victoria de Ciudadanos.
La explicación usual es que el empuje independentista de los años anteriores, que culminó en el referéndum del 1 de Octubre de 2017, produjo, en una dinámica de acción y reacción, una movilización nunca vista de electores habitualmente ajenos a las elecciones catalanas, quienes tras haber salido masivamente a las calles en las espectaculares manifestaciones de aquel mes de octubre, canalizaron su apoyo político hacia el partido que parecía más enérgicamente opuesto al “procés”.
Si se mantiene esta interpretación, el escenario para el año 2021 ha cambiado sustancialmente: el movimiento independentista ha quedado debilitado, con sus dirigentes en prisión o en el extranjero; el gobierno de coalición JxC-ERC ha sido un continuo fracaso, y las relaciones entre las fuerzas políticas que lo integran son pésimas, mientras los sectores más radicales del mundo independentista intentan desbordar las estrategias institucionales.
Por su parte, los poderes del Estado se han expresado con toda la fuerza y la frialdad de instituciones que se han visto cuestionadas, y no contemplan ni un solo gesto de aproximación a los derrotados. El discurso del Rey del 3 de octubre de 2017 expresaba muy exactamente esta posición.
En este marco de vencedores y vencidos, el riesgo de una nueva llamarada del movimiento independentista no parecería tan elevado. Los electores tradicionalmente abstencionistas que se movilizaron en 2017 pueden ahora regresar a la pasividad, vista la desaparición del peligro.
Pero estos electores potencialmente abstencionistas lo son en una clave distinta de los de hace unas décadas. Ya no se trata de trabajadores manuales, procedentes de la inmigración, de cultura castellana y con niveles educativos bajos, que solamente saldrían de su pasividad al sentirse inquietos. La Cataluña de 2021 queda muy lejos de la de 1980, y los factores sociales y económicos en que se basaba ya no existen: nos hemos desindustrializado, desde 1975 la corriente migratoria procedente del resto de la península se ha detenido, y todos los catalanes somos bilingües. Los comportamientos electorales de los ciudadanos de la Cataluña de hoy dependen tanto de factores socio-estructurales como de las ofertas políticas en juego y de las actitudes y experiencias de los electores.
Por tanto, una fuerte abstención diferencial depende ahora también de otros factores, más políticos que sociales, factores que afectarían a electores inquietos por un contexto social (y sanitario) sin precedentes, con un sistema de partidos en continua fragmentación, y satisfechos por la existencia de una coalición de izquierdas en el gobierno central. La suma de estos factores pueden reducir la intranquilidad y las angustias de 2017, llevando finalmente a una mayor abstención, que podría incluso regresar a niveles anteriores a los de la pasada década.
De ser así, resulta interesante observar cómo el nacionalismo gobernante plantea estas elecciones, centrándolas en “nuestras cosas”, fomentando el alejamiento de aquellos sectores hacia el proceso político catalán, e intentando volver a los años en que un amplio conjunto de la población parecía creer que la elección del Parlament era solo “cosa de los catalanes”. Por ejemplo, centrando la campaña en autodeterminación y amnistía. O haciendo que el centro de la campaña sea el duelo entre dos fuerzas independentistas: el resto no cuenta.
Así, si hay que hablar de la escuela pública, se puede tender a hablar solo de la proporción de uso de una y otra lengua, y no de barracones o de vacantes no cubiertas. Si la discusión va hacia la sanidad, sería para hablar de los desacuerdos entre la Generalitat y Madrid, y no de políticas sanitarias, de recortes o de insuficientes rastreadores. Se puede hablar de ciencia y tecnología para celebrar el lanzamiento de astronaves catalanas, pero dejando de lado el abandono de nuestra FP o las penurias presupuestarias de las universidades.
Pudiera ser, entonces, que la estrategia electoral del mundo independentista, de forma deliberada o no, consistiera en el fomento de la abstención, a base de excluir del debate político todo lo que se salga de los debates internos de ese mundo. Centrándose en cuestiones alejadas o, incluso, lesivas para buena parte de la ciudadanía, el resultado objetivo puede ser su distanciamiento, su desimplicación y, en definitiva, su abstención.
Pero, como decíamos, Cataluña ha cambiado mucho, en lo social y en lo cultural. Para los que lo tenemos en cuenta y queremos mirar al futuro, las elecciones de febrero han de ser la oportunidad para debatir todas aquellas cuestiones de las que depende la construcción de una sociedad más justa, equitativa, libre y dinámica. Ampliar, pues, el debate político y estimular así la participación democrática, y no lo contrario: esta es ahora la cuestión.