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Barcelona, capital y metrópolis global

El debate ciudadano que ha revolucionado todos los ámbitos de nuestra sociedad y que nos llevará el próximo 27-S a unas elecciones plebiscitarias para decidir si Catalunya avanza hacia su independencia, no es ajeno a la inquietud latente sobre la adecuación y sostenibilidad de la gobernanza europea y global.

Desde principios de los años 90, Europa navega haciendo equilibrios para ampliar sus límites geoestratégicos manteniendo la cohesión interna con el objetivo de consolidarse como una potencia cultural y económica. Hasta la fecha, sólo ha conseguido un nivel de compromiso y de adhesión desigual, una reticencia y freno en el seno de los grandes estados ante cualquier intento de pérdida de soberanía propia, y una desconfianza creciente de los ciudadanos que ven como una amenaza la incidencia y acción política de unas estructuras de gobierno que no cuentan con la suficiente participación y legitimación democrática.

Lejos parecen aquellos llamados “hombres de estado” que con una visión estratégica global fueron capaces, hace más de 70 años, de poner las bases para la creación de unas Naciones Unidas adelantándose a la necesidad de unas estructuras supra estatales que velaran para preservar la paz, la seguridad y hacer frente a unos retos cada vez más globales. O aquellos que hace más de 25 años diseñaron las bases de una Unión Europea cultural y ciudadana más allá de la unión económica y monetaria actual. También parece lejos aquel 1995 en que, con el impulso de Pasqual Maragall, Barcelona acogió el llamado Proceso de Barcelona, base de la posterior Unión por el Mediterráneo.

Las disfunciones de la confusión gubernamental que vive Europa y la falta de un liderazgo, con visión y proyecto, que permita avanzar hacia una integración sólida y real, puede acabar erosionando las bases del ya de por sí débil ecosistema político europeo: no han sido pocas las voces que ante la crisis que ha convulsionado los países del sur, se han mostrado partidarias de optar por una Europa a dos velocidades. O aún más preocupante, el incremento de movimientos nacionalistas en algunos de estos países centro-europeos, que llaman a un repliegue nacional y un retorno hacia la soberanía de los estados, apostando por abandonar definitivamente el proyecto europeo.

El debate que moviliza a la ciudadanía en Catalunya nada tiene que ver con estas dos tendencias. Pero debemos ser conscientes de que es en este entorno de incertidumbre y de tensión institucional europea que buena parte de Catalunya clama por su independencia. Tendremos que esforzarnos para hacer comprender que más allá de las motivaciones históricas y culturales, más allá de los agravios políticos y financieros que nos haya podido infligir España, Catalunya reclama el legítimo derecho a decidir su futuro para dar lo mejor de sí misma, para aportar respuestas a los problemas desde la proximidad, pero también para ser un actor político comprometido y responsable con los retos colectivos que el futuro de Europa tiene por delante.

La voluntad que nos lleva al 27-S es sólo el inicio de un debate que no termina en nuestras fronteras. Queremos más independencia porque queremos una Europa más interdependiente. Queremos más soberanía para que la podamos ceder a una Europa que queremos más soberana. Queremos tener el control de nuestros recursos para lograr una Europa más redistributiva y solidaria. Y queremos poder decidir, porque aquí y en Europa queremos que triunfe la democracia.

Para asegurar esta visión geopolítica de fondo es vital que el gobierno de la ciudad se implique plena y activamente en este proceso nacional, como capital y depositaria de unas estructuras de estado, y como metrópolis cosmopolita y global, capaz de desempeñar un papel activo en la construcción de una Europa en la que el sistema de ciudades tendrá cada vez un peso más determinante.

Ahora ya no se trata de estar presentes organizando eventos feriales o deportivos de primer nivel -que también-; si no de situarnos en el mapa europeo e internacional como uno de los epicentros del pensamiento y del activismo con capacidad de ser un actor político en la construcción de nuestro país y en el del espacio europeo.

Actuar con voz propia ante unos retos que si bien responden a lógicas globales, tienen un punto de impacto en las ciudades: el cambio climático, las oleadas migratorias, las fluctuaciones o concentraciones económicas, la actuación de las mafias, los objetivos del terrorismo, la redefinición del papel de la ciudadanía y de los nuevos modelos de democracia... Vivimos en todos los sentidos una eclosión de la cultura urbana que reclama convertir las ciudades en actores políticos globales.

Barcelona ha hecho desde hace muchos años una apuesta valiente y decidida para crear este espacio urbano europeo e internacional. Ha sido líder en la ciencia y la cultura participando en redes de creatividad y de talento. Ha sido referente de iniciativas de cooperación internacional (el Distrito 11 en Sarajevo, o la ubicación de la sede internacional de Médicos sin Fronteras). Ha creado instituciones con voluntad de incidencia europea (Cidob, Iemed). Ha impulsado y acogido redes globales y del Mediterráneo (la Red Global de gobiernos locales, la Escame, que concentra más de 200 Cámaras de Comercio, la de Universidades, la de Centros de la Cruz Roja y la Media Luna, con más de siete millones de voluntarios...). Ha atraído instituciones con capacidad política global: la Unión por el Mediterráneo es un ejemplo, pero también las sedes diplomáticas de Naciones Unidas que decidieron instalarse en el Recinto Histórico de Sant Pau para participar en la creación de un Centro Global de Innovación Social, aportando expertos y científicos de todo el mundo en la gestión del agua (GWOPA), la resiliencia de las ciudades (ONU-Hábitat), la desertificación y gestión forestal (EFI), y la diversidad cultural, étnica o religiosa, creando para ello un Instituto Universitario de las NNUU, con sede en Sant Pau que pudiera dar soporte teórico y político a las resoluciones de Naciones Unidas en conflictos entre países motivados por la diversidad.

Los sucesivos gobiernos de CDC en la Generalitat nunca han dado apoyo decidido a la energía metropolitana ni a la potencia internacional de Barcelona: han mantenido a medio gas las instituciones de influencia en Europa, han ignorado la fuerza de las redes civiles del Mediterráneo, no se han implicado en el desarrollo de la Unión por el Mediterráneo (UpM) y han directamente abortado las posibilidades de un espacio internacional como el de Sant Pau.

Barcelona ha de ejercer su capitalidad, incidir como tal en la definición y construcción de las estructuras de estado, y conectar todo este proceso con los debates y tendencias internacionales, para asegurar su visión cosmopolita, abierta, conectada a la altura de un país que quiere nacer en los albores del siglo XXI.

Para ello, tal vez sea la hora de hacer nacer el 'distrito 12', que conecte este proceso interno con los otros retos que tiene la ciudad. En el área metropolitana, impulsando la puesta en marcha de un Consell de Cent formado por alcaldes, expertos y representantes civiles que tengan por objetivo proponer una estructura de gobernanza política y democrática en la metrópolis. En el Mediterráneo, organizando un encuentro de las 30 principales ciudades que -conjuntamente con las redes civiles existentes- ofrezcan un nuevo marco de actuación a la UpM, en el ámbito de los grandes cambios, conflictos y problemas que hieren a las dos riberas del Mare Nostrum. Y en Europa, impulsando la creación de un Parlamento de Ciudades que haga llegar al Parlamento Europeo sus propuestas sobre cómo repensar el viejo continente desde las ciudades.

Esta debe ser la apuesta de la capital, y en el momento de debatir las estructuras de estado, Barcelona debe poner sobre la mesa las claves que necesita para asegurar su gobernabilidad.

El debate ciudadano que ha revolucionado todos los ámbitos de nuestra sociedad y que nos llevará el próximo 27-S a unas elecciones plebiscitarias para decidir si Catalunya avanza hacia su independencia, no es ajeno a la inquietud latente sobre la adecuación y sostenibilidad de la gobernanza europea y global.

Desde principios de los años 90, Europa navega haciendo equilibrios para ampliar sus límites geoestratégicos manteniendo la cohesión interna con el objetivo de consolidarse como una potencia cultural y económica. Hasta la fecha, sólo ha conseguido un nivel de compromiso y de adhesión desigual, una reticencia y freno en el seno de los grandes estados ante cualquier intento de pérdida de soberanía propia, y una desconfianza creciente de los ciudadanos que ven como una amenaza la incidencia y acción política de unas estructuras de gobierno que no cuentan con la suficiente participación y legitimación democrática.