El miedo es un sentimiento humano. Demasiado humano. Y en estos días nos ha asaltado implacable, como un puñetazo feroz en la boca del estómago. El miedo de no entender nada. De ver los rostros despavoridos corriendo sin rumbo por las Ramblas, por unas calles que eran nuestras calles. El miedo de que le hubiera ocurrido algo a un ser querido. El miedo a no poder llorar, a no poder poner palabras a lo que estaba pasando. A quedarnos solos en una ciudad con miedo.
Y sin embargo, el mismo golpe atroz que pretendía paralizarnos nos despertó. Activó en la ciudad una reacción acaso imprevista, que comenzó con algunos gestos pequeños, sencillos, y que la ayudaron a mantenerse en pie. Los de las decenas de mujeres y hombres, policías, bomberos, trabajadoras de los servicios de emergencia, de limpieza, que de manera inmediata ganaron las Ramblas para socorrer a las víctimas. Los de las vecinas y vecinos que se apresuraron a abrir las puertas de sus casas, de sus bares, de sus comercios, para atenderlas. Los de quienes se agolparon frente a los hospitales para donar sangre y hacer sentir a las personas heridas y a sus familias que no estaban solas.
Esos gestos conectaron con la mejor tradición cooperativa y de ayuda mutua que Barcelona ha ido construyendo a lo largo del tiempo. Y permitieron a la ciudad deshacerse del nudo lóbrego que tenía instalado en la garganta para recuperar su voz. Primero, como un rumor suave, expresado a través de los incontables memoriales improvisados en las aceras por gente de diferentes procedencias y edades. Velas, dibujos, flores, peluches, frases garabateadas con tiza sobre las baldosas o sobre la corteza de algún árbol. Más tarde, a través de un grito colectivo. De dolor, de rabia, pero también de una gran dignidad: “No tenim por”.
Gritar que no tenemos miedo no supone que la consternación se haya desvanecido de repente, o que podamos prescindir del duelo. Quiere decir que el miedo no prevalecerá. Que el terror no conseguirá imponer sus propósitos. Por una razón sencilla. Porque paradójicamente, quienes han pretendido destruir todos los puentes, han acabado por generar muchos más.
“No tenemos miedo” ha sido el grito de una ciudad que se niega a ver en cada vecino y vecina, en quien acaba de llegar, una amenaza constante, un potencial sospechoso. Ha sido el mensaje de una ciudad que sabe distinguir perfectamente entre la mayoría que profesa una creencia y respeta la vida, y una minoría fanatizada que postula una ideología que ofende los principios éticos elementales de cualquier religión.
“No tenemos miedo” quiere decir que sabemos que el terror no conoce fronteras. Que puede matar en París, Londres, Nueva York o Madrid. Pero que también puede ensañarse con Nairobi, Marrakech, Bagdad o Kabul. Y es por eso, porque sabemos que el terror no conoce fronteras, por lo que no dejaremos de abrir las puertas a quienes huyen de la misma barbarie que nos ha golpeado en estos días. Las familias que llenaban las habitaciones de nuestros hospitales, originarias de países muy diversos, eran nuestras familias. Las que se dejan la vida en el Mediterráneo o en los muros infames con que las recibimos, también lo son. Las calles de Barcelona lo dijeron hace unos meses y lo han vuelto a repetir ahora: nuestra casa común solo tiene razón de ser mientras aspire a ser la casa de todos.
Por eso decimos que no tenemos miedo. Porque sabemos distinguir entre víctimas y verdugos. Porque nos estremece y nos interpela, por ejemplo, que los jóvenes que perpetraron los atentados, apenas unos chavales, hubieran nacido en nuestras ciudades o crecido en nuestras escuelas. Porque sabemos que, a pesar de los crímenes horribles que cometieron, son sólo un eslabón de una cadena de responsabilidades que no es posible silenciar. La primera, la de los auténticos señores de la guerra. Los que trafican con la muerte. Los que cierran negocios con los fanáticos, amparando el terror que luego condenan con hipocresía.
Por eso, porque sabemos que los hechos de Barcelona, de Cambrils, de Alcanar, o de Ripoll, no se explican solo por la captación sectaria de un grupo de jóvenes, no aceptaremos que nuestro dolor sea utilizado para atizar el odio entre pueblos y creencias. Barcelona es una ciudad mediterránea acostumbrada a movilizarse contra la intolerancia. Lo hizo en tiempos muy duros, contra el nazismo y el fascismo. Volvió a sorprender al mundo cuando llenó las calles, hace pocos años, con un único clamor contra la guerra. Y volverá a hacerlo, las veces que haga falta, para impedir que la islamofobia, el antisemitismo, o cualquier forma de racismo o xenofobia pongan en entredicho un modelo de convivencia y una voluntad de paz a la que no renunciaremos.
Los atentados terroristas que nos han sacudido con tanta dureza ocurrieron un día antes del aniversario del asesinato de Federico García Lorca. Esa trágica coincidencia nos ha permitido recordar los versos en los que el poeta granadino escribía que la Rambla era “la única calle de la tierra que desearía que no se acabara nunca”. Muchísimos catalanes, muchísimos barceloneses y barcelonesas, muchísima gente que nos visita cada año, compartimos ese sentimiento. Y así será. A pesar de las heridas abiertas, volveremos a “voltar per les Rambles”, como cantaba Quimi Portet.
Sabemos que nada será igual. Que el golpe ha sido terrible y que dejará cicatrices. Pero también sabemos que nos obliga a construir una ciudad mejor. Una ciudad levantada precisamente sobre los valores que hemos reforzado estos días: la solidaridad, el respeto por la diversidad, la confianza en los demás. Ese cambio ha de comenzar en cada barrio, en cada plaza. Porque las calles, el espacio público compartido, son un antídoto poderoso contra las pasiones tristes que el odio pretende imponer. El que nos recuerda que no estamos solos. Y que reafirmarnos como ciudad abierta, de paz, puede ser un proyecto maravilloso, que solo tiene sentido emprender juntos, con alegría y amor por la vida.
El miedo es un sentimiento humano. Demasiado humano. Y en estos días nos ha asaltado implacable, como un puñetazo feroz en la boca del estómago. El miedo de no entender nada. De ver los rostros despavoridos corriendo sin rumbo por las Ramblas, por unas calles que eran nuestras calles. El miedo de que le hubiera ocurrido algo a un ser querido. El miedo a no poder llorar, a no poder poner palabras a lo que estaba pasando. A quedarnos solos en una ciudad con miedo.
Y sin embargo, el mismo golpe atroz que pretendía paralizarnos nos despertó. Activó en la ciudad una reacción acaso imprevista, que comenzó con algunos gestos pequeños, sencillos, y que la ayudaron a mantenerse en pie. Los de las decenas de mujeres y hombres, policías, bomberos, trabajadoras de los servicios de emergencia, de limpieza, que de manera inmediata ganaron las Ramblas para socorrer a las víctimas. Los de las vecinas y vecinos que se apresuraron a abrir las puertas de sus casas, de sus bares, de sus comercios, para atenderlas. Los de quienes se agolparon frente a los hospitales para donar sangre y hacer sentir a las personas heridas y a sus familias que no estaban solas.