Cuando no se gobierna y se llena la parrilla mediática con infinitud de días históricos es normal que las cortinas de humo tapen los ojos. Después de meses de relativa tranquilidad ya tenemos el caldo de cultivo de todos los veranos para calentar otra Diada masiva, otra prueba de cómo el pueblo quiere la independencia a toda costa pese a todos los malvados que andan sueltos por España… Y Catalunya.
Cuando el pasado diciembre la CUP, tras sus empates imposibles, se bajó los pantalones asistimos a una humillación sin precedentes del hermano mayor al menor. Supuestamente Mas abandonaba la primera línea, pero la formación que ahora representa el ala izquierda del nacionalismo quedaba sometida por un acuerdo repleto de rabia contra el nuevo aliado, un pacto de estabilidad inestable.
Ahora la no aprobación de los presupuestos lo ha confirmado, haciendo saltar el frágil castillo de naipes por los aires. Desde el miércoles pasado la CUP es el anticristo, un monstruo capaz de cargarse el Procés, una hidra venenosa que vota junto a C’s y PP porque, en realidad, lleva su mismo traje y quiere impedir a toda la costa la libertad llamada independencia.
¿Qué políticas se propugnan desde Junts pel Sí más allá de la cuestión soberanista? ¿Hay alguna ley que haya cambiado la vida de los ciudadanos más allá del ruido persistente del agravio y el victimismo? La respuesta es negativa y preocupante, porque en cinco años el balance parlamentario es nulo, de una inacción catastrófica, algo que sucede cuando se omiten responsabilidades para basar los cargos representativos en el sentimiento.
Cada pedazo de la piel de toro tiene su anexo venezolano, o su Banc Expropiat. Cargar tintas contra la CUP, con el extraño silencio de David Fernández de por medio, es fácil, un blanco previsible y utilísimo para maquillar lo que se avecina: la debacle electoral del 26J tanto del nombre que elija CiU para presentarse como, en menor grado, de ERC ante el empuje de En Comú Podem, formación reforzada por el marco conceptual de los comicios y apuntalada por otros dos factores de gran peso: Xavier Domènech juega en otra liga, es con diferencia el más brillante de los candidatos, y ya pocos tienen miedo al color morado, el mismo que según mucha prensa se come niños e iba a provocar una catástrofe sin precedentes si gobernaba.
Las encuestas ratifican este último aspecto. Tras un año de gestión municipal Ada Colau aumentaría su número de regidores hasta la nada desdeñable cifra de dieciocho, siete más que en las elecciones. La cifra apunta a la normalidad asumida tras una pavorosa campaña de demonización. Queda mucho por hacer y aprender, pero los votantes han comprendido que nada se ha hundido y que alguien, pese al griterío de las voces discrepantes, ha prescindido de banderas para dar su función a la batuta de mando.
La fragilidad del bloque soberanista, muy callado pese breves conatos de incendio durante estos últimos meses, se percibe por su desaprovechamiento de la situación política española. Nada se ha hecho ante un enemigo, que debería ser más bien un interlocutor, tocado y hundido por la ingobernabilidad, por el caos que ha precipitado el 26J, quizá otro paso más en la agonía de lo que no erraríamos en llamar el Sistema de la Segunda Restauración. En vez de cargar tintas y aumentar la tensión se ha preferido una pausa con tintes de recomposición desde el análisis. Nadie, o al menos así debería ser, conoce mejor las propias debilidades que uno mismo y Convergència ha apostado por una incierta refundación para seguir siendo referencial: su único fallo consiste en la imposibilidad de lograrlo en un tiempo récord, pues son demasiados los casos de corrupción y el cansancio por la idea se ha instalado con fuerza en una sociedad que recientemente, casi por arte de magia, ha dejado de hablar en los bares del Barça i el Procés.
Por eso el otro punto clave es la moción de confianza planteada por el mismo Puigdemont. Cabe la posibilidad que no ocurra y la CUP, en este guion los giros de última hora ya son un clásico, conceda su sí antes de la fecha límite del 20 de julio, pero en caso de prosperar la propuesta del President, un atentado contra su propia posición, nos abocamos a una enésima cita con las urnas en la que quizá Artur Mas volvería a ocupar su posición casi natural de líder supremo, de héroe patriótico que vuelve del retiro forzado para levantar a un muerto. No lo descarten. La moción de confianza en septiembre sería la guinda para elevar la temperatura y generar otro veranito de San Miguel con la estelada como estandarte y las habituales proclamas como agitación para ganar votos. De este modo Medvevev cedería su puesto a Putin y renacería la ilusión para conseguir el sueño que venden como la solución a todos los males causados por no separarnos de España.
Argumentar que segundas partes nunca fueron buenas es un recurso fácil. Resulta mucho más coherente preguntarse si lo que creen las altas esferas, fórmulas matemáticas con aires de serial interminable, se corresponde con la percepción del elector. Harían bien en abrir una vía de negociación desde una óptica federalista, como algunos ya han sugerido a partir de la propuesta de referéndum lanzada por Pablo Iglesias, y ahorrarse las grandes producciones, esas que si no se cierran cuando toca se vuelven indigestas e insoportables.
Cuando no se gobierna y se llena la parrilla mediática con infinitud de días históricos es normal que las cortinas de humo tapen los ojos. Después de meses de relativa tranquilidad ya tenemos el caldo de cultivo de todos los veranos para calentar otra Diada masiva, otra prueba de cómo el pueblo quiere la independencia a toda costa pese a todos los malvados que andan sueltos por España… Y Catalunya.
Cuando el pasado diciembre la CUP, tras sus empates imposibles, se bajó los pantalones asistimos a una humillación sin precedentes del hermano mayor al menor. Supuestamente Mas abandonaba la primera línea, pero la formación que ahora representa el ala izquierda del nacionalismo quedaba sometida por un acuerdo repleto de rabia contra el nuevo aliado, un pacto de estabilidad inestable.