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Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala

Cosas vistas

Para no cabrearme como en anteriores entregas de la manifestación anual he optado por encender el televisor sólo dos minutos. Lo hice cuando llegué de Barcelona. La Guardia Urbana cifra la participación de la marcha por la Meridiana en un millón cuatrocientas mil personas y los comentaristas dicen que las cifras no son importantes. Sonrío. Apago la caja tonta.

Más allá de si es un acto electoralista -en tuiter un filósofo catalán lo consideraba así con admirable prepotencia- o no, mis sensaciones de la jornada han sido desde la calle y el tren. Me he despertado tarde y he salido a la calle a eso de las cinco para coger el tren. Mientras bajaba mi calle iba encontrando algún que otro adulto con una bandera como capa de súper héroe. Una imagen entrañable repetida en infinitud de ocasiones a lo largo de mi recorrido.

En el paseo Maragall, vacío, me he dado un susto de impresión al ver un cartel con la cara de Carme Forcadell en pleno trance, casi como en el éxtasis de Santa Teresa. No me he resistido a sacarle una foto y he pensado que toda esta historia del procés es básicamente una cuestión de lenguaje visual y verbal entre consignas, mercadotecnia y la necesidad para la candidatura de Junts pel Sí de formular una especie de imaginario mítico donde sus candidatos rezuman un halo de santidad bastante surrealista.

En el carrer de Rogent la cosa se ha animado más. Muchas familias subían tras haber dejado la concentración. Eran felices y comentaban la jugada sin saber que todas juntas generaban una curiosa estampa. En un bar un señor iba con una gorra partidaria de la independencia y en su chaqueta lucía muchas chapas. Unos metros más allá he desistido de comprar agua porque la tienda de los pakistaníes estaba llena.

Al cabo de unos minutos he empezado a detectar una importante presencia policial. Me acercaba a la Meridiana para coger el tren y durante algunos instantes temí ante la gran magnitud de mi reto: cruzar la avenida para llegar a la estación de Clot. Ha sido difícil. La gente estaba entre entusiasmada y reconcentrada y no se daban cuenta de mi presencia. Todos salvo una persona que me ha preguntado por los motivos de mi viaje. Què fots amb la maleta? No hauries d’anar amb nosaltres? Senyora, tinc feina. Ha sonreído, yo he sorteado un tenderete con pins de la estelada y he accedido al andén, abarrotado de manifestantes que comentaban su participación en el acto sin ningún tipo de excitación, los notaba tranquilos y sólo las quejas de algunas mujeres por la poca previsión de sus maridos, ja et deia jo que molts pensarien com tu i agafarien el tren abans, daban un poco de color al conjunto.

Al llegar la locomotora los agentes nos han ordenado ir al fondo y todos han seguido el mandato, un poco como lo que decía un hombre, diu el Cuní que la manifestació demostra un poble junt i disciplinat. El Mas deu salivar. Risas. Era todo extraño.

Ya en el vagón no me ha costado encontrar asiento. He abierto el Quadern Gris y durante unos instantes nadie ha molestado mi lectura, pero claro, esa paz idílica no podía durar y me ha recordado el día de julio de 2010 en que bajé a Barcelona justo cuando muchos iban a la capital para asistir a la mani contra los recortes del Estatut. Ese sábado me acurruqué en un asiento y era el raro del compartimento por estar con un libro y no llevar ni banderas ni distintivos, sólo mi persona.

En estas se han sentado dos señores a mi lado. Uno vivía antes al lado de mi casa y no me ha reconocido. El otro llevaba la camiseta oficial de la Vía Lliure con una pegatina de República Catalana. Hablaban de la situación política y decían que a España no la quiere nadie, que la echan de todas partes, un comentario hilarante, pues si pensáramos en la Historia de la Humanidad veríamos que entre la descolonización y las Guerras de Independencia la mayoría de países han sufrido la misma suerte, quizá se salva Inglaterra por la Commonwealth. Luego mi antiguo vecino ha narrado su frustración al aceptar, en el ya lejano 1979, un cargo de director en una institución granadina. Duró una semana porque no soportaba el ambiente, todos iban al bar y claro, luego en la Península se asombran de la laboriosidad catalana.

En Montmeló me he cambiado discretamente de asiento, instalándome en uno al fondo del pasillo. La pareja que tenía enfrente hablaba de sus cosas y formaba parte de la disidencia. Los que no íbamos con insignias éramos la anomalía. Al llegar a mi destino las cosas han vuelto a su cauce. Creo que mi travesía se ha nutrido de la normalidad más absoluta, y no sé si eso es preocupante dadas las charlas escuchadas y la preocupante proliferación de emblemas.

Cuando he bajado del autobús que me lleva al pueblo he caminado sus calles. La gente tomaba cañas en las terrazas, ignorando los carteles electorales. Creo que soy el único que se ha fijado. Al ser mi localidad del Vallés Oriental la mayoría de sus habitantes votan independentista, lo que provoca poca diversidad en las pancartas. Todas eran la de la CUP y Junts pel Sí. Romeva luce angelical. Al lado de mi casa está Muriel Casals, iluminada como Forcadell, santificada en la tierra. Lo más preocupante, reitero que el procés es una cuestión de lenguaje, era el lema de la esquina inferior derecha: el vot de la teva vida.

La mía es complicada como la de todo el mundo y mi papeleta se deposita en la urna diariamente. No creo en épicas, sólo la cotidianidad me lo parece, no los discursos colectivos desde postulados anacrónicos. Respeto el sentimiento, me desespera la irracionalidad del mismo. Al llegar a casa he dejado la maleta y tras encender durante dos minutos, más que suficientes, la televisión he subido al despacho para escribir este artículo. Creo que durante estas semanas la clave para tener una buena salud mental será no abusar de las redes sociales ni sintonizar determinados canales públicos.

Para no cabrearme como en anteriores entregas de la manifestación anual he optado por encender el televisor sólo dos minutos. Lo hice cuando llegué de Barcelona. La Guardia Urbana cifra la participación de la marcha por la Meridiana en un millón cuatrocientas mil personas y los comentaristas dicen que las cifras no son importantes. Sonrío. Apago la caja tonta.

Más allá de si es un acto electoralista -en tuiter un filósofo catalán lo consideraba así con admirable prepotencia- o no, mis sensaciones de la jornada han sido desde la calle y el tren. Me he despertado tarde y he salido a la calle a eso de las cinco para coger el tren. Mientras bajaba mi calle iba encontrando algún que otro adulto con una bandera como capa de súper héroe. Una imagen entrañable repetida en infinitud de ocasiones a lo largo de mi recorrido.