Rufián nos saluda desde Turquía mientras que #Francoland se convierte en Trending Topic. Hay helicópteros que sobrevuelan el cielo y su ruido no nos deja pensar, trabajar o descansar. La sensación de que cada día podemos ser pisados por unos, empoderados por los demás. La idea del “sobre la marcha” que dice mi padre o la “tiranía del flow” que dice mi hermano, nos hace no planificar. Procrastinar por el bien común. Todos a una, todos juntos, en cualquier momento, cuando el bip bip del telegram o del whatsapp nos anuncie que debemos estar de nuevo en la calle. Pase lo que pase.
El estado de alerta permanente- comprensible y necesario- está dejando los equipamientos culturales vacíos: los teatros han perdido más de un 30% de público en dos semanas, la venta de libros, según la editorial Planeta en un artículo publicado en Economía Digital que recogía un teletipo de la agencia EFE, relata una caída de un 25% en Cataluña, los cines tampoco venden entradas y los restaurantes no tienen comensales.
Así, como relataba el psicólogo humanista estadounidense, Abraham Maslow en su obra A Theory of Human Motivation de 1943, las necesidades del hombre (y la mujer) se inscriben en una pirámide donde hay cinco niveles de necesidades. La base piramidal la soporta las necesidades primordiales: alimentarias, fisiológicas. En el siguiente eslabón están las necesidades de seguridad y protección (casa, salud, trabajo) seguidamente las necesidades afectivas (la amistad, la familia, la pareja). Estas eran para el neoyorquino las necesidades “de déficit”, mientras que la autorrealización, el conocimiento, el crecimiento personal son necesidades que llamó “de ser”.
La cultura para Maslow y los seguidores de la pirámide se inscribía en las capas superiores. La idea básica es que sólo se atienden necesidades superiores hasta que se han satisfecho las necesidades inferiores. En la práctica si no tienes recursos para alimentarte leerás poco o nada, si no tienes trabajo no irás al cine, si la situación político-social de tu país-estado-entorno tambalea pocas ganas de teatro hay. Según Albert Vinyals, profesor de psicología del consumidor de ESCODI, la Escuela Universitaria del Comercio, consumimos ocio cuando estamos contentos, “el mito de salir de compras cuando estamos tristes no es cierto”.
Por lo tanto en situaciones de inseguridad o nerviosismo colectivo, el consumo ocioso merma. El consumo cultural también. Ahora bien, Maslow no contemplaba la cultura como una herramienta transformadora ni de lucha. Manfred Max Neef y Martin Hopenhayn en el libro Desarrollo a escala humana (1986), y Paul Ekin en Riquezas sin límites, Atlas Gaia de la economía verde, criticaron a Maslow y su pirámide argumentando que la teoría legitimaba la “piramidalidad social” y por tanto que la posibilidad de consumo cultural sólo era apto para las clases acomodadas que tenían las necesidades básicas cubiertas.
La cultura en cambio, en otras corrientes de estudio, se manifiesta como la lanza desde donde instrumentalizar los cambios sociales y de lucha de clase. No es baladí que el gran pensador italiano Antonio Gramsci declarara “instruiros, porque necesitaremos toda nuestra inteligencia. Emocionaros, porque necesitaremos todo nuestro entusiasmo. Y organízate, porque necesitaremos toda nuestra fuerza” o que la escritora Montserrat Roig dijera “la cultura es la opción política más revolucionaria”. Tampoco es inocuo que se atente contra la literatura, el teatro o el arte a través de la censura en los regímenes totalitarios. Ni que la quema de libros fuera uno de los mecanismos de control más eficientes de la historia, desde la Inquisición al franquismo. Una sociedad ignorante es una sociedad fácil de controlar y de aplastar.
La cultura empodera, despierta el ingenio (más que el hambre) y contribuye a aumentar el pensamiento crítico, a mirar más allá, a sospechar de todo y no tragarse cuentos chinos, a no creer a priori en lo que nos dicen los medios, la clase política, los empresarios, el IDESCAT o Pablo Casado.
Como dice mi amigo, el periodista Toni Vall “hoy es aún más importante que nunca que nuestra avidez cultural no disminuya en absoluto. Para hacer frente a la mentira, todos a la Fiesta del Cine. Para hacer frente a la indignidad, llenar los teatros. Para derrotar la represión, libros y más libros.” La cultura, la educación, la lectura, la música, la contemplación activa, la conversación pausada contribuyen a hacer crecer la guerrilla cultural. Y esta guerrilla buena falta nos hace.
Rufián nos saluda desde Turquía mientras que #Francoland se convierte en Trending Topic. Hay helicópteros que sobrevuelan el cielo y su ruido no nos deja pensar, trabajar o descansar. La sensación de que cada día podemos ser pisados por unos, empoderados por los demás. La idea del “sobre la marcha” que dice mi padre o la “tiranía del flow” que dice mi hermano, nos hace no planificar. Procrastinar por el bien común. Todos a una, todos juntos, en cualquier momento, cuando el bip bip del telegram o del whatsapp nos anuncie que debemos estar de nuevo en la calle. Pase lo que pase.
El estado de alerta permanente- comprensible y necesario- está dejando los equipamientos culturales vacíos: los teatros han perdido más de un 30% de público en dos semanas, la venta de libros, según la editorial Planeta en un artículo publicado en Economía Digital que recogía un teletipo de la agencia EFE, relata una caída de un 25% en Cataluña, los cines tampoco venden entradas y los restaurantes no tienen comensales.