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Elecciones bajo sospecha

Letrado del Parlament de Catalunya —
25 de enero de 2021 22:25 h

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Las democracias liberales son los únicos sistemas políticos que garantizan que el poder público se construya sobre la voluntad popular y actúe de acuerdo con un marco legal que, por esta misma circunstancia, también tiene un origen democrático. Cuando los ciudadanos elegimos a los Parlamentos, también delegamos en los representantes electos la capacidad para establecer en nuestro nombre las normas bajo las que nos queremos regir. La definición de un Estado como democrático y de derecho no es algo retórico, ya que pone de relieve que democracia y ley van de la mano y no pueden separarse.

El respeto por las leyes es una exigencia del mismo principio democrático y es muy importante que no existan en este punto excepciones, especialmente cuando se trata de la actuación del poder público. La evolución histórica de las democracias liberales nos muestra que ha existido a lo largo de los años una incesante lucha contra las inmunidades del poder, en el sentido de reducir y eliminar situaciones que no garanticen su sometimiento pleno a la ley, especialmente del Gobierno y la Administración Pública.

Obviamente, para que esto se cumpla es necesario que exista un poder judicial que controle los actos del poder ejecutivo. El Estado de derecho no implica solo el sometimiento a la ley de los ciudadanos y los poderes públicos, sino también la garantía de que este principio se cumple de manera efectiva. Y esta garantía solo la pueden dar unos jueces y tribunales que actúen con independencia y tomando sus decisiones de manera imparcial y bajo criterios estrictamente jurídicos.

Desde hace unos años, tenemos en Catalunya algunas confusiones sobre lo que acabamos de exponer. Empezaron con un mal enfoque del procés cuando nuestras autoridades políticas decidieron llevarlo por la vía unilateral, obviando el marco constitucional. Para justificarlo se recurrió a la falacia de separar democracia y legalidad, entendiendo incorrecta y peligrosamente que una mayoría parlamentaria obtenida por los partidos favorables a la independencia en las elecciones al Parlamento catalán podía prevalecer sobre la legalidad vigente. Un error de bulto porque no solo olvidaba, como hemos dicho antes, que esta legalidad también es democrática, sino que los catalanes y catalanas también han intervenido en su elaboración con su participación, sin excepción, en todos los procesos electorales. Es absurdo apelar al principio democrático para justificar el incumplimiento de una legalidad que también es democrática y de la que todos somos partícipes.

Un proyecto político que defienda la independencia es perfectamente legítimo, pero debe ser promovido de forma mucho más sofisticada y sólida que disociando la democracia de la legalidad y olvidando, además, que todas las expresiones democráticas, incluidas las del Parlamento catalán, tienen solo el valor que se desprende de las reglas de juego que establecen la Constitución y el Estatuto. Así sucede en todas las democracias liberales avanzadas.

Cualquier persona es libre de desconectar emocionalmente del marco de convivencia que establece una Constitución. Cuando son muchas las personas que lo hacen y ello se debe a un sentimiento de emancipación nacional, se produce una crisis de consentimiento constitucional que debería preocuparnos a todos y que no convendría relegar a callejones sin salida por sentido de responsabilidad colectiva. Aunque es evidente que un mínimo sentido de la realidad y el necesario respeto a los valores básicos del sistema no justifica romper la baraja y saltar al vacío como se ha hecho en Cataluña.

Saltarse la legalidad tiene sus riesgos porque todos los Estados democráticos y de derecho se preocupan de garantizar que esto no suceda y que, si ocurre, se exijan responsabilidades. De ello se encarga el poder judicial. Los jueces actúan en este caso ejerciendo un poder del Estado, que no debe confundirse sin embargo con un poder al servicio del gobierno de turno o de un interés partidista. El poder de los jueces debe ceñirse a lo que dice la ley y a aplicarla en consecuencia. Por eso es necesario garantizar la independencia judicial.

Desgraciadamente el juicio del procés no ha contribuido, en mi opinión, a que muchos catalanes y catalanas den crédito a la existencia de una verdadera separación de poderes en España. La condena de los líderes del procés por sedición tiene muchos puntos débiles, como los tienen también otras decisiones del Tribunal Supremo relacionadas con el juicio. Ello ha añadido al relato independentista el argumento de que no solo se impide el desarrollo de un movimiento popular, sino que es reprimido por un Estado que actúa solidariamente mediante la actuación coordinada de sus poderes y lo hace, además, con formas autoritarias.

Guste o no admitirlo, por los errores de unos y otros, se ha instalado en buena parte de la sociedad catalana la creencia de que España no es ni una verdadera democracia, ni un Estado de derecho. La peculiar y errónea interpretación del principio democrático por las autoridades catalanas primero, y la respuesta judicial al procés después, han formado un cóctel demoledor. Un cóctel que se va haciendo más tóxico con cada nueva decisión de los poderes del Estado, especialmente del judicial, cuando incide sobre la política catalana y que se percibe inevitablemente como un ataque sistemático a sus instituciones. La inhabilitación hace unos meses del presidente Torra es un buen ejemplo de ello y ahora lo está siendo la decisión del TSJC de mantener la fecha electoral del 14 de febrero en contra de la voluntad del Gobierno catalán de aplazarlas por razones sanitarias.

En estos momentos, cualquier decisión de los Tribunales que vaya en contra de los intereses del Gobierno de la Generalitat no es vista como el resultado del funcionamiento normal de las instituciones. El poder judicial en su conjunto forma parte para los partidos gobernantes de una supuesta conspiración de todos los poderes del Estado contra Cataluña. No es una exageración decirlo si nos atenemos a declaraciones públicas de las principales autoridades catalanas que califican la decisión del TSJC como de “operación de Estado”.

Sin embargo, esta percepción no me parece acertada trasladarla a un Tribunal que está haciendo su trabajo en condiciones especialmente difíciles debido a la existencia de una laguna legal. Podrá discreparse de la decisión de suspender el decreto de aplazamiento electoral, pero me he tomado la molestia de leer el auto de medidas cautelares y me parece bien fundado y ponderado por razón de los intereses en juego. También me parece prudente, pues deja abiertas vías en función de la evolución de la situación sanitaria.

En estos últimos años Cataluña se está sumergiendo en una espiral peligrosa por la tergiversación interesada de los valores en que se asienta nuestro sistema político. Se está creando el imaginario de que España no es una democracia y que los ciudadanos de Cataluña somos víctimas de un Estado autoritario. No hay el menor signo de autocrítica y sí, en cambio, el interés de responsabilizar al Estado de todo lo que nos ocurre, incluso de nuestros propios errores.

Pero me parece evidente que esto responde a una deformación interesada de la realidad, a pesar que el procés haya puesto de relieve, como así creo que es, que nuestra democracia muestra déficits importantes. Estos déficits no la hacen desaparecer, desde luego, pero contribuyen a que mucha gente en Cataluña crea que es así.

No podemos continuar por este camino por los riesgos que el mismo conlleva. Ya no se trata solo de una desconexión emocional, sino de la deslegitimación de un sistema de valores comunes que puede abrir la puerta a planteamientos iliberales o populistas que pongan en cuestión las reglas de juego básicas de un Estado democrático y de derecho. Tal y como están las cosas, podemos tener un problema grave si, como parece, algunos ya están pensando en no aceptar el resultado del 14F si no favorece a sus intereses partidistas. Ya hemos visto hace pocas semanas al otro lado del Atlántico donde pueden llevar actitudes de este tipo.

Las democracias liberales son los únicos sistemas políticos que garantizan que el poder público se construya sobre la voluntad popular y actúe de acuerdo con un marco legal que, por esta misma circunstancia, también tiene un origen democrático. Cuando los ciudadanos elegimos a los Parlamentos, también delegamos en los representantes electos la capacidad para establecer en nuestro nombre las normas bajo las que nos queremos regir. La definición de un Estado como democrático y de derecho no es algo retórico, ya que pone de relieve que democracia y ley van de la mano y no pueden separarse.

El respeto por las leyes es una exigencia del mismo principio democrático y es muy importante que no existan en este punto excepciones, especialmente cuando se trata de la actuación del poder público. La evolución histórica de las democracias liberales nos muestra que ha existido a lo largo de los años una incesante lucha contra las inmunidades del poder, en el sentido de reducir y eliminar situaciones que no garanticen su sometimiento pleno a la ley, especialmente del Gobierno y la Administración Pública.