“A mí esto me pasó. De torturas e impunidades, 1960-1978” es la primera exposición de índole histórica que aborda este tema desde que hace cuatro décadas se produjera el tránsito de la dictadura al sistema democrático en España. Ello constituye, en nuestra opinión, un motivo para la reflexión sobre los orígenes y la consolidación de la democracia en nuestro país. Bien es verdad, como ha analizado Juan Albarrán Diego, que la tortura mereció la atención, durante la etapa de la transición, de diferentes expresiones y representaciones artísticas (desde Fina Miralles, Francesc Abad, Olga Pijoan o Francesc Torres hasta Pedro Garhel), pero a partir de 1982 tendió a quedar invisibilizada. Aun así, hoy debemos tener muy en cuenta el Proyecto de investigación de la tortura en el País Vasco (1960-2013), encargado por el Gobierno autonómico, cuyos resultados fueron presentados hace unos pocos meses. Pero no podemos dejar de pensar en el trabajo que nos queda por delante.
“A mí esto me pasó” ha sido recientemente inaugurada en El Born CCM como primera pieza del programa Evocaciones de la ruina, que se prolongará hasta el próximo mes de enero de 2017. Las críticas vertidas contra la exposición “Franco. Victoria. República. Impunidad y espacio urbano”, otra pieza de este programa, que será inaugurada el próximo 18 de octubre, quizá no nos estén ayudando a incorporar al debate público el asunto de la tortura en dictadura y la impunidad en democracia. ¿Están las “estatuas” dejándonos ver más allá?
El itinerario de “A mí esto me pasó” empieza con una fotografía, conservada en el Arxiu Fotogràfic de Barcelona, cuya autoría y fecha exacta (acaso finales de los años sesenta o principios de los setenta) se desconocen. Nos propone un relato sobre el pasado. Se ha dicho que las fotografías congelan un instante, nos transmiten la mirada sobre un paisaje, sobre un cuerpo, sobre un rostro. Conservan un momento de alegría, de dolor, de desesperación, de euforia o de cotidianidad. Son documentos del pasado y fuentes para la historia. Conservan enigmas, deben ser interpretadas.
El encuadre de la imagen nos muestra una escena cotidiana. El personaje principal es el espacio urbano. Estamos a la altura del número 43 de la Via Laietana, un bulevar emblemático de la capital catalana donde se hallaba, y sigue estando hoy, la sede de la Jefatura Superior de Policía. Entre el tráfago habitual de la calle sobresalen dos figuras. La primera es un miembro de la Policía Armada, un “gris” como se decía entonces, que vigila la zona, y tras el que se encuentra estacionado un jeep policial. La segunda es la de un joven que, según como se mire, puede parecernos el chaval de barrio que protagoniza la novela de Juan Marsé Últimas tardes con Teresa; un obrero que espera noticias de algún compañero de trabajo detenido; o incluso un confidente que forma parte de la extensa red de colaboradores de la Brigada Político Social, la policía política del régimen, como el retratado por Ignacio Martínez de Pisón en El día de mañana. En cualquier caso, el joven observa la fachada, la Jefatura Superior, que está fuera del encuadre. La comisaría de Via Laietana está pero no se ve; como las torturas, que causaron tanto dolor pero de las que no parecen quedar rastros públicos.
Consideramos que estamos ante interrogantes que hay que resolver. Por eso, la exposición plantea tres preguntas con el objetivo de comprender y explicar un fenómeno como la práctica de la tortura durante la dictadura, sus consecuencias y la pervivencia de la impunidad en democracia. La primera pregunta tiene que ver con la imagen que hoy se tiene de lo que fue la dictadura. Ante las explicaciones de lo que significó el régimen del general Franco y del conocimiento de la violencia institucional, uno puede encontrarse con que las generaciones más jóvenes se pregunten: “Pero… ¿eso ocurrió?”. El segundo interrogante al que trata de dar respuesta la exposición es: ¿hubo dignidad en la sociedad de aquellos años? Ante estas preguntas, los argumentos que se dan son explícitos y podemos sintetizarlos diciendo: eso le pasó a la gente que conservó la dignidad bajo la dictadura y que se enfrentó a ella.
Si eso le sucedió a una parte de la gente que quiso ejercer derechos de ciudadanía no permitidos bajo una dictadura, la tercera pregunta que se deriva a continuación es: ¿cómo se actúa ante las torturas de la dictadura en una sociedad que se considera democrática? La transición política española tuvo un precio, al igual que lo han tenido todas las transiciones. Pero la cuestión que es preciso responder ahora es si la pervivencia de la impunidad puede justificarse como un fruto amargo en la historia de la propia democracia. Reflexionar sobre esto no significa identificar la transición política como la fuente de todos los males de la actual situación del país. La pregunta queremos centrarla en la construcción y posterior consolidación del sistema democrático. Hay que preguntarse necesariamente sobre las raíces de los valores que consideramos democráticos en nuestra sociedad y estimular un debate público sobre la responsabilidad, la ética y la política.
Las personas que vivieron la experiencia de la tortura deben ser escuchadas, es necesario conocer sus historias para tratar de acercarnos a la verdad. El Estado democrático no puede negar parte de sus vivencias y arrinconarlas a un espacio oscuro del pasado. Estas personas no parecen dispuestas a aceptar que se les siga pidiendo siempre lo mismo: que se queden calladas y que no constituyan una interferencia, una incomodidad en la memoria colectiva; en definitiva, que su memoria sea recluida en el ámbito privado.
Jorge Semprún sufrió torturas por parte de las autoridades nazis en el París ocupado y habla de ello en Ejercicios de supervivencia, obra póstuma y recientemente traducida al castellano. En su relato nos ofrece una reflexión que tiene un carácter universal: no puede haber perdón ni olvido. No se puede pedir perdón y olvido en episodios que forman parte de la historia de la humillación. No se puede pedir perdón y olvido ante actos que han pretendido volver indignas a las personas que los han sufrido. Lo que les sucedió no puede constituir, rememorando al poeta Luis Cernuda, un espacio “donde habite el olvido”.
“A mí esto me pasó. De torturas e impunidades, 1960-1978” es la primera exposición de índole histórica que aborda este tema desde que hace cuatro décadas se produjera el tránsito de la dictadura al sistema democrático en España. Ello constituye, en nuestra opinión, un motivo para la reflexión sobre los orígenes y la consolidación de la democracia en nuestro país. Bien es verdad, como ha analizado Juan Albarrán Diego, que la tortura mereció la atención, durante la etapa de la transición, de diferentes expresiones y representaciones artísticas (desde Fina Miralles, Francesc Abad, Olga Pijoan o Francesc Torres hasta Pedro Garhel), pero a partir de 1982 tendió a quedar invisibilizada. Aun así, hoy debemos tener muy en cuenta el Proyecto de investigación de la tortura en el País Vasco (1960-2013), encargado por el Gobierno autonómico, cuyos resultados fueron presentados hace unos pocos meses. Pero no podemos dejar de pensar en el trabajo que nos queda por delante.
“A mí esto me pasó” ha sido recientemente inaugurada en El Born CCM como primera pieza del programa Evocaciones de la ruina, que se prolongará hasta el próximo mes de enero de 2017. Las críticas vertidas contra la exposición “Franco. Victoria. República. Impunidad y espacio urbano”, otra pieza de este programa, que será inaugurada el próximo 18 de octubre, quizá no nos estén ayudando a incorporar al debate público el asunto de la tortura en dictadura y la impunidad en democracia. ¿Están las “estatuas” dejándonos ver más allá?