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Gustavo Faverón Patriau, escritor: “En la literatura, nada es más necesario que el azar”

Gustavo Faverón

Mario Aznar

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El de Gustavo Faverón Patriau es ya un nombre cuya presentación va perdiendo sentido conforme aumenta el número de sus lectores, fieles y apasionados desde, al menos, la arrolladora acogida de Vivir abajo, finalista de la III Bienal Vargas Llosa. Sin embargo, en favor del lector desprevenido, cabe recordar que Faverón nació en Lima, Perú, en 1966, aunque vive en Brunswick, Maine, en Estados Unidos, donde enseña literatura en la universidad.

Con anterioridad, en la editorial Candaya ha editado junto a Edmundo Paz Soldán el libro Bolaño salvaje (2008), ha publicado las novelas El anticuario (2010) y Vivir abajo (2018), y el ensayo El orden del Aleph (2021). Ahora, cuando pensábamos que ya nada nos podría sorprender, asistimos a un auténtico acontecimiento: la llegada a las librerías su nueva obra, Minimosca (2024), una extensa novela río en la que todo sucede y en la que todo puede suceder, fruto de uno de los imaginarios más desbordantemente creativos de la literatura hispanoamericana actual. 

Minimosca es una novela cervantina y arborescente, repleta de historias y de personajes, en la que caben el horror, las violencias, las relaciones (y de nuevo las violencias) entre padres e hijos, la poesía, el humor y las artes, en especial el cine. Todo esto hace que Minimosca sea difícil de encerrar en una sinopsis, lo cual no quiere decir que eso sea algo deseable. ¿Qué lugar ocupa Minimosca en tu obra y en tu propio imaginario como escritor? ¿Una culminación, un punto de llegada, de partida, un momento de transición?

Yo creo que todos los momentos de mi trabajo literario han sido siempre de tránsito, un paso en otra dirección, hacia un cierto experimentalismo. El camino hacia el experimentalismo es experimental por necesidad. Pero no me interesa, tampoco, hacer literatura obscura, que sacrifique el humor, el misterio, la ironía, la simpatía, la anécdota, todo para favorecer una vanidad intelectual. En todo caso, creo que el balance perfecto, al que aspiro, es el de una ficción en la que todo lo experimental y todo lo vanguardista funcionen como un elemento más en esa trama de atracciones estéticas, intelectuales, argumentales: un invento formal y un cierto atrevimiento del lenguaje deberían, idealmente, contribuir tanto al placer de la lectura como al ejercicio intelectual de la lectura.

En cuanto a cuál es esa forma que estoy buscando, yo diría que es una variante azarosa de la vieja idea de la novela total. Solo que yo quiero llegar a ella de manera casual. Mi ideal es escribir una novela total casual, una gran novela totalizante, como un mundo entero, pero sin planearla ni predeterminarla.

En algún lugar has dicho que, cuando aparece un personaje secundario, sabes que es protagonista en otro lugar, y eso te lleva a escribir esas historias. Esta idea tiene un componente ético muy importante, en el sentido de que, si todos supiéramos reconocer el protagonismo del otro y la existencia de tantas historias que no son la nuestra, seguramente el mundo sería un lugar un poco más amable. Este es el caso de George Bennett, por ejemplo, un personaje de Vivir abajo que vuelve como protagonista en Minimosca. ¿Encuentras personajes para tus historias o creas historias para tus personajes?

Siempre empiezo con un personaje, nunca comienzo con una historia. Normalmente, después de que un personaje aparezca en mi mente, aparecen un pequeño conjunto de objetos que son, por decirlo así, los utensilios de su vida, y de inmediato aparece un espacio donde habita. Aparece un hombre, por ejemplo, y una máscara de oso y un túnel; aparece una mujer, por ejemplo, y una biblioteca inmensa con los anaqueles vacíos, y una mosca que vuela a su lado; aparece un anciano con un paracaídas en la espalda, a punto de cruzar una avenida que lleva de un orfanato a un hospital psiquiátrico.

Esos objetos y esos espacios van dictando el carácter del personaje; más tarde, ese carácter va ingresando en una historia, o una historia se va desprendiendo de ese hombre o de esa mujer, y eso se va convirtiendo en relatos. Cuando esos relatos se encuentran, es decir, cuando esos personajes se encuentran, todo se convierte en una novela.

Y lo que dijiste antes es verdad: no puedo convivir mucho tiempo con un personaje secundario, siento que estoy perdiéndome algo, necesito que se vuelva más protagónico, porque eso es lo que pasa en la realidad: todos somos protagonistas de nuestra historia y egoístamente vemos a los demás como personajes secundarios de esa historia, pero en verdad son protagonistas de las suyas.

Minimosca tiene una conexión muy estrecha con el cine, particularmente a través del personaje de Bennett, pero también con otras artes, como la performance o el arte de vanguardia en general. También se incluye el uso de fotografías, iconos y diagramas que confieren textura y profundidad al libro como artefacto. ¿Podrías profundizar en tu relación con las artes y en la función que tienen en Minimosca?

Yo soy un artista frustrado en todos los géneros, especies y subespecies del trabajo artístico, acaso con la excepción de la literatura. Hay años enteros en los que paso más tiempo pintando que escribiendo y, aunque tengo claro que nunca llegaré a ser un gran pintor o una gran músico, aún regreso a esas artes con frecuencia y encuentro en ellas ideas, formas, relaciones, espacios dentro de los cuales puedo pensar en mis ficciones como si no fueran eso, sino sonatas, cuadros, maquetas arquitectónicas, etc.

Yo creo que todas las artes están unidas en un nivel, digamos, subterráneo: si un arte en particular, un arte que más o menos dominamos, digamos, o en el que tenemos algún oficio, como lo es para mí la novela, nos permite traer a la consciencia ideas, nociones, conceptos, historias, narraciones, construcciones, las otras, las que ejercemos un poco subrepticiamente, nos pueden servir para explorar cosas más inasibles.

Yo frecuentemente siento que, por ejemplo, pintando un cuadro, encuentro algo que no sé cómo poner en palabras. La necesidad de traducirlo al lenguaje, al lenguaje de la novela, se vuelve para mí un motor en la escritura. Por otro lado, estoy convencido de que no pasará mucho antes de que los artistas acaben por romper con las divisiones entre artes, géneros, etc. Al final se hará evidente que todas las artes siempre fueron diversos caminos hacia un mismo lenguaje.

Con alegría te he escuchado confesar que eres un lector fragmentario, desordenado, irreverente, y que de alguna forma apuestas por leer como se vive, sin un orden o una secuencialidad necesarias e impuestas. El orden del Aleph es un ejercicio de lectura microscópica o miope, como diría Alan Pauls. Cuando nos acercamos excesivamente a algo, y no contemplamos la totalidad, surgen entonces conexiones insólitas, imaginativas, y la lectura se vuelve intensamente creativa. ¿Cuánta fragmentación de tu forma de leer se encuentra también en tu forma de escribir?

En efecto, yo no siento ni siquiera la necesidad de empezar los libros por el principio y terminarlos por el final (aunque con frecuencia lo haga), y a veces no siento siquiera la necesidad de terminarlos, aun cuando me estén resultando placenteros. Mis libros favoritos son como mundos en los que ingreso de vez en cuando por cualquier página y que luego abandono, igualmente, por cualquier página: los cuentos de Borges, la Anatomía de la melancolía de Burton, el Paradiso de Lezama, el Ulises, el Quijote, Las olas, La guerra del fin del mundo, El proceso, los ensayos de Sir Thomas Browne, los libros de Vallejo o Pessoa.

Y escribo de la misma manera. Lo primero que escribo de una novela nueva es una escena sin demasiada acción en la que aparece lo que te decía hace un rato: un personaje, un objeto y un espacio. Pero no necesariamente será eso el principio del libro. Para Minimosca escribí al menos unos cinco inicios distintos, con personajes completamente distintos, en circunstancias diferentes, y esos cinco pasajes están en la novela, pero ninguno de ellos está al principio de la novela.

Y normalmente comienzo a escribir una nueva parte de la novela mucho antes de haber terminado la que andaba escribiendo en los días anteriores, lo que a veces me ha conducido a estar escribiendo tres o cuatro partes del libro simultáneamente. Otra cosa de la que nunca estoy seguro hasta los últimos días de trabajo es el orden en el que esas partes aparecerán una vez que dé por terminada la escritura. De hecho, pienso que eso me ayuda a crear una sensación de anacronismo y simultaneidad entre las partes, que a mí me resulta misterioso y llamativo (porque no lo he decidido yo mismo).

En Minimosca están Cervantes y está la visión trágica de Shakespeare, pero también se siente la presencia de otras muchas voces. Después de estudiar mucho a un autor, uno corre el riesgo de aborrecerlos. Entre otros, como ensayista te has ocupado de Borges (El orden del Aleph) y de Bolaño (Bolaño salvaje). ¿En qué medida siguen presentes en esta novela las sombras de estos escritores? 

Borges siempre está en lo que hago, especialmente en este caso porque El orden del Aleph fue un libro que escribí en una pausa de un par de meses cuando ya estaba escribiendo Minimosca, de modo que, cuando regresé al trabajo de la novela, estaba sobrecargado de borgeanismo, lo que hizo que de pronto todo en la novela se empezara a desdoblar y a multiplicarse. Los temas centrales de Borges siempre me han resultado muy afines intelectualmente y las maneras en que sus ficciones reflejaban formalmente esos temas —el doble, la circularidad de la historia, la tragedia de la historia, la impenetrable oscuridad del universo, la pequeñez de lo humano y la enormidad de la desgracia humana—, me ha marcado para siempre como escritor.

Lo de Bolaño se produce más en el terreno de la búsqueda formal, diría yo. A mí me parece admirable la disposición de Bolaño para la búsqueda formal a ciegas. Suelo imaginarlo como un solista de jazz que no tiene la menor idea de cuál será la frase o cuáles serán los acordes o las notas que vendrán después, incluso inmediatamente después, pero igual se lanza a ciegas a buscarlas, hasta que se produzca ese momento de descubrimiento, esa especie de epifanía, ese hallazgo al estilo del Johnny Carter de Cortázar o el Charlie Parker de la realidad: el artista-perseguidor.

Eso, yo he tratado de hacerlo mío, esa ceguera y ese constante avanzar hacia adelante por el desierto de la página, como los caminantes de Blanchot en el desierto bíblico, esperanzados por encontrar algo aunque los bordes del desierto se ensanchen y se alejen de ellos. No imagino la escritura con la certeza de la meta; solo puedo escribir si ignoro por completo adónde llegaré.

A veces uno lee las novelas muy extensas como una falta de respeto hacia el lector, como si estuvieran ofreciéndonos un producto sin pulir o sin terminar, pero en Minimosca, como en Vivir abajo¸ percibo una gran consideración intelectual y emocional hacia los lectores. La aventura maravillosa que supone la lectura de tu nueva novela incluye siete calas, siete capítulos, algunos de los cuales funcionan casi a modo de nouvelles, como “El amnésico” o “Minimosca”. ¿Cómo piensas la estructura de tus novelas y cómo ha sido el proceso de escritura de Minimosca después del éxito de Vivir abajo y de escribir un libro tan excepcional como El orden del Aleph

Solo después de escribir cientos de páginas empiezo a intuir el orden en el que la novela puede organizarse. Nunca tengo un plan de antemano, ni siquiera el plan del capítulo que empezaré a escribir esta misma mañana. Claro, todas las novelas tienen una estructura, pero algunas tienen una estructura prescriptiva, digamos, que el escritor o la escritora conciben de antemano y que mal que bien funciona como un mapa o como una brújula; y otras solo tienen una estructura descriptiva, que solo es visible cuando el objeto está completo. A mí me parece interesante la estructura narrativa de Vivir abajo, y también la de Minimosca, pero no puedo pedir para mí el mérito de haberlas preconcebido.

Solo cuando ya llevo varios cientos de páginas escritas, o unas mil páginas escritas, me voy volviendo consciente de las maneras en que esas partes van a encadenarse unas con otras, y solo entonces empiezo a considerar la forma final, ajustar, reducir, añadir, o, como suelo decir, excavar los túneles que conduzcan de unas a otras. Por supuesto, esto no significa que la novela sea producto del azar: hay una serie de cosas que decido desde muy temprano en la escritura, pero casi todas ellas tienen que ver con cuáles serán las emociones y las ideas dominantes en la narración. A partir de allí, confío en que mi paulatina obsesión con esas ideas dote a la novela de unidad. Y creo que suele ocurrir. En el caso de Minimosca, por poner un ejemplo.

Bastante temprano en la escritura concebí a un personaje, Angus White, un hombre solitario, lleno de temores, que atraviesa continentes a pie con un paracaídas a la espalda, y que en algún momento se obsesiona con el cine de Europa de Este. Luego me di cuenta de que él sabía más sobre el tema que yo, de modo que me puse a ver películas de Europa del Este. Vi alrededor de trescientas en un año, la mayoría hechas entre 1945 y 1970, lo cual me ayudó a sintonizar no solo con la obsesión de Angus White, sino también con el Zeitgeist de duelo, melancolía, resistencia, resurrección y supervivencia que reinaba en Europa del Este en esos años, y ese estado de ánimo se fue adueñando de toda esa parte de la novela. ¿Fue un plan? No, fue azar. Pero el azar nunca falla, en la literatura. En la literatura, nada es más necesario que el azar.

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