Para representar el cambio de año se solía utilizar una analogía naif y un tanto siniestra, como todo en estas fechas. Al que caducaba se lo representaba como un sujeto viejo, achacoso, moribundo a veces, adornado con los atributos de Saturno, y al año que empezaba, como un inocente recién nacido que, originariamente, aludía al nacimiento de Dioniso, aquel dios aficionado al vino y las orgías. Un año como epítome de una vida, o una vida reducida a un ciclo estacional. Primavera, verano, otoño e invierno versus infancia, juventud, madurez y vejez. La cosa ya no se ve tan así. Aparte de desbaratar el clima, hemos troceado aquel paradigma en una infinidad de acontecimientos que se suceden frenéticamente. No queda un resquicio entre ellos, y todos tienden a extenderse a lo largo del año y a solaparse, a fundirse en una bacanal de cansino hedonismo programado, una enorme contradicción. Las cada vez más numerosas ocasiones festivas, efemérides y conmemoraciones, las celebraciones gastronómicas, la amplia oferta de actividades pretendidamente lúdicas o las tan fomentadas ansias viajeras invisibilizan nuestro ciclo biológico, enmascaran nuestra condición social y distorsionan nuestra situación anímica. Vivimos en un ilusorio estado de vitalidad sostenida que nos dificulta percibir el paso del tiempo. No parece haber progresión. Hasta que una vejez teñida, falseada, piropeada, una supuesta edad dorada, se transforma de repente en un estado invalidante absolutamente refractario a ciertas mentiras.
Cada cual tiene su epifanía, nunca se sabe cuándo el cielo nos envía la señal inequívoca de que se acabó lo que se daba. No suele ser algo aparatoso, es más bien algo banal, como la cestita de medicamentos que aparece un día encima de tu mesa, igualita a la que tanto te había llamado la atención en casa de los ancianos que conoces. Puede que sea el día en que te ceden el asiento esos a los que tú se lo cedías el día anterior. O cuando descubres que tu hijo se ha quedado calvo y tu edad excede la que tenía tu abuelo cuando dobló la servilleta. O cuando te das cuenta de que ese actor o actriz que siempre habías admirado, envidiado e imitado discretamente, o de quién que estabas platónicamente enamorado, se ha convertido en una cacatúa. Sea lo que sea, es como el naipe que hace que todo el castillo se venga abajo. A partir de ese momento, más vale que procures no golpearte las espinillas, porque las heridas ya no cicatrizan como antes. Y que empieces a aceptar que eres el personaje de un cuento que se acaba, que se va al caño a toda velocidad junto a todas aquellas cosas que te han acompañado a lo largo del camino, trocha o arrastradero, lo que sea que haya sido tu vida. El caso es que llega un día en que te das cuenta de que se ha vuelto incómoda, que una odiosa evidencia te va cerrando una puerta tras otra.
Además de desaconsejarte que le eches sal a un solomillo poco hecho, la edad te desautoriza para decir o hacer muchas otras cosas, y se te hace muy difícil distinguir lo real de lo insubsistente, lo imaginario, lo subjetivo. Por mucho que te lo parezca, no puedes ir proclamando alegremente que esta época es una mierda, pongamos por caso, porque te convierte un ser nostálgico y retrógrado. Los jóvenes sí que pueden decirlo, porque eso denota que tienen un espíritu saludablemente crítico. En general, no tienes fácil quejarte de nada. Si dices que te duele esto o aquello, siempre hay alguno que te espeta: «¿Y qué más quieres, a tu edad?». Empiezas a notar que sobras. Entorpeces un mundo que se empeña en ir a paso ligero y tú ya no estás para esos trotes. Pero estorbas, sobre todo, porque ocupas un sitio que otros ansían y creen que hace mucho que tenías que haberlo dejado vacante. El espíritu de los tiempos no contribuye a templar los ánimos. Últimamente circula una corriente de opinión que sitúa a los viejos como el enemigo a batir, porque, según dicen, se comen los recursos disponibles con sus pensiones que, a diferencia de los misiles, dependen de un sistema de financiación propio y muy puntilloso. Añade a todo esto que cada vez lo tienes más difícil para aliviar tus penas, porque a aquellos que te podrían comprender les da por morirse. La complicidad y el consuelo que encontrabas en tus coetáneos se va transformando en compasión, en incómoda condescendencia por parte de algunos crueles bienintencionados que te tratan con una cortesía impostada, con ese tono que solemos utilizar con los sordos, los tarados o los extranjeros, con todos aquellos que suponemos que no son capaces de entendernos. Es como si supieran que estás dejando de pertenecer al género humano.
A partir de ese momento, uno trata de tomarse las cosas más sosegadamente, pero no es fácil. Es una situación incoherente, porque, por un lado, tienes que desaprender a vivir, a dejar de hacer muchas de las cosas que hacías, a desacelerar, pero por otro no puedes evitar percibir que el tiempo se acaba y que, por tanto, te tienes que dar prisa. ¿Para hacer qué? Eso ya es harina de otro costal. En general, los viejos no quieren mirar al frente porque saben lo que hay, o lo que no hay, mejor dicho. Pero, paradójicamente y en contra del tópico, son los que más suelen hacerlo. En la cama se encuentran todas las noches con una verdad desconocida por los que todavía creen que vivirán toda la vida. Se esfuerzan por ignorarla, pero no es tarea fácil cuando ya no tienes mucho que hacer. Así pues, saber qué pasará cuando ya no pase nada suele ser la máxima preocupación de muchos. Es una manía tan extendida como insensata. Seguramente es el último cartucho de esperanza que se quema, el último autoengaño. Supone dar por sentado que la vida sigue después de uno, algo que no está ni mucho menos asegurado. Todo puede cambiar de un momento a otro y, de hecho, cambia. Nada está escrito, que es una frase hecha esperanzadora o aterradora, según se mire. O una persistente mentira piadosa. En cualquier caso, mejor que los tópicos navideños al uso, y si de insuflar optimismo se trata, de las pocas cosas sensatas que se le pueden decir a ese bebé de año nuevo al que le quedan tan solo doce meses para convertirse en un vejestorio de postal.
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