Estos días diferentes representantes políticos y opinadores de variada tipología defienden reducir las campañas electorales, por no decir directamente eliminarlas. Las campañas 'cansan' y cuestan dinero, por lo tanto, no es justo que el ciudadano 'pague' con tiempo y recursos de su bolsillo lo que no han sabido resolver los políticos.
Que un ciudadano pueda defender un argumento como este, fruto de la frustración, del cansancio y hasta de la irritación ante la inminente repetición de elecciones, es comprensible. Tiene argumentos y derecho a hacerlo. La no conformación de gobierno, es cierto, es de una manera u otra un fracaso. Pero que lo diga un representante político es un ejercicio de una hipocresía notable, puro postureo. Que lo diga Felipe VI ya se acerca a la provocación temeraria. Porque son precisamente los actores políticos e institucionales los que, con toda la autocrítica que haga falta, deben hacer pedagogía sobre la complejidad de las negociaciones, explicar que la política no son matemáticas, que los procedimientos de la democracia no pueden resolver siempre de manera rápida y sencilla escenarios retorcidos, aritméticas endiabladas. Pero vivimos impregnados de la cultura política de la antipolítica, la política como problema, la política de nivel tertuliano, del recurso fácil propio de cualquier conversación de bar llena de tópicos: “¡La política es un lío! ¡Fuera la política!” [Aplausos y una nueva ronda de cervezas].
Detengámonos un momento. Desde la victoria de Felipe González en 1982, la dinámica política española ha sido durante tres décadas la de un bipartidismo casi perfecto, estabilidad gubernamental blindada, presidencialismo de facto, mociones de censura anecdóticas, gobiernos monocolores, legislaturas largas, la alternancia entre dos grandes partidos... el oasis español. Un sistema diseñado para este fin. Ahora todo eso se ha volatilizado. No está claro cómo acabará lo que ha supuesto el 20D, pero sí ha comenzado un sistema de partidos (¿y político?) diferente. Y esto no se resuelve en 3 meses. Un sistema que cambia de forma repentina necesita reubicarse. Debe aprender a hacer lo que nunca se ha hecho en 30 años, negociar gobiernos, hacer coaliciones, aceptar que el juego ya no es a dos, que aparecen fuerzas que convulsionan las costumbres y tradiciones políticas, parlamentarias y comunicativas. Quizás no basta con 3 meses para cambiar 30 años, quizás necesitamos 6, una segunda vuelta que resuelva lo que el 20D insinuó pero no confirmó.
Pero, si lo que queremos es hablar seriamente de reducir costes de las campañas electorales podemos situar algunas propuestas para empezar. Medidas que no se han concretado porque quienes han podido hacerlo (cambiar una ley orgánica como la electoral, la LOREG, requiere mayoría absoluta), no han querido.
Hacer un envío postal único de propaganda electoral (el mailing electoral), no uno por cada candidatura. Incluso se podría plantear que fuera un solo envío por hogar, no personalizado (así lo hizo En Común Podemos el 20D). Esta propuesta podría reducir el gasto unos 40 de los 48 millones de euros que ahora cuesta esta partida, aparte de que sería también un ahorro en términos ecológicos.
Otro costo a reducir es evitar hacer perder el tiempo a los votantes que quieren votar por correo o lo hacen desde el exterior. Las horas perdidas para hacer estas gestiones, las trabas burocráticas, podrán incluso el riesgo de no terminar ejerciendo el derecho de voto. Y el coste de impedir el derecho de voto no se puede ni cuantificar con dinero.
También podríamos reducir el presupuesto global de campaña (cuñas de radio, anuncios, vallas, banderolas, cartelería, etc.) las próximas elecciones, sin llegar al máximo legal, sin necesidad de cambiar la ley (así lo hizo también En Común Podemos las últimas elecciones). También podría disminuir costes que los partidos mayoritarios dejaran de hacer su propia señal realizada en los actos electorales, con el objetivo de suministrar a los medios de comunicación una versión edulcorada y propagandística, no periodística. Si PP y PSOE se gastaran el próximo 26J lo que Podemos y las confluencias se gastaron el 20D, el ahorro podría ser de 14 millones de euros.
Una medida extraordinariamente eficaz para disminuir el coste de una campaña electoral es no robar. El PP ha desviado millones de euros de las instituciones públicas para financiar de forma fraudulenta sus campañas electorales. Ha sido una práctica masiva, constante, planificada, organizada. ¿Cuánto dinero ha costado este robo a la ciudadanía?
Y más allá de los costes de una campaña, también nos podríamos plantear otras reformas. ¿Por qué está prohibida la publicación de encuestas la última semana de campaña? ¿Por qué se considera que una encuesta puede 'contaminar' la decisión de votar? No lo pueden hacer también un editorial de un periódico, una tertulia o un final de liga mal digerido?
¿Para que comienza la campaña electoral a las 12 de la noche? A las 'cero horas' es un criterio habitual, pero discrecional, que ha generado la bonita tradición de estar prácticamente de madrugada de un día laborable haciendo un acto electoral. ¿Por qué no empieza a las nueve de la mañana? ¿O a las cinco de la tarde?
¿Para qué sirve el día de reflexión? El sábado, todos y todas en casa, en el cine, paseando, reflexionando profundamente sobre nuestro voto. Un día donde los candidatos hacen ver que se relajan cuando en realidad tienen taquicardia, donde no se puede pedir el voto pero Facebook y Twitter queman hablando de quién se vota. Si queremos reflexionar, necesitamos argumentos, información de calidad, debates.
¿Cambiamos las campañas electorales? De acuerdo. Empezamos por dejar el postureo electoralista sobre cómo hacer campañas electorales.
Estos días diferentes representantes políticos y opinadores de variada tipología defienden reducir las campañas electorales, por no decir directamente eliminarlas. Las campañas 'cansan' y cuestan dinero, por lo tanto, no es justo que el ciudadano 'pague' con tiempo y recursos de su bolsillo lo que no han sabido resolver los políticos.
Que un ciudadano pueda defender un argumento como este, fruto de la frustración, del cansancio y hasta de la irritación ante la inminente repetición de elecciones, es comprensible. Tiene argumentos y derecho a hacerlo. La no conformación de gobierno, es cierto, es de una manera u otra un fracaso. Pero que lo diga un representante político es un ejercicio de una hipocresía notable, puro postureo. Que lo diga Felipe VI ya se acerca a la provocación temeraria. Porque son precisamente los actores políticos e institucionales los que, con toda la autocrítica que haga falta, deben hacer pedagogía sobre la complejidad de las negociaciones, explicar que la política no son matemáticas, que los procedimientos de la democracia no pueden resolver siempre de manera rápida y sencilla escenarios retorcidos, aritméticas endiabladas. Pero vivimos impregnados de la cultura política de la antipolítica, la política como problema, la política de nivel tertuliano, del recurso fácil propio de cualquier conversación de bar llena de tópicos: “¡La política es un lío! ¡Fuera la política!” [Aplausos y una nueva ronda de cervezas].