La historiadora Nathalie Renault-Rodet publicó el año pasado en la editorial francesa Eyrolles una recopilación de 80 grandes discursos del siglo XX que han pasado a la historia. Faltaba uno, pronunciado por el presidente de la II República española Manuel Azaña el 18 de julio de 1938 en el Ayuntamiento de Barcelona, donde residía entonces el gobierno del Estado. Al comienzo del segundo año de Guerra Civil, exponía su propuesta a los dos bandos de “Paz, piedad, perdón”.
La argumentada, impresionante pieza de oratoria duró 71 minutos sin recurrir a notas escritas. El planteamiento del presidente Azaña resbaló completamente sobre la piel del general Franco y lo siguió haciendo durante los 37 años siguiente de su régimen, hasta que el dictador murió de viejo.
Ahora la laguna de aquella recopilación de alocuciones históricas acaba de verse resuelta en el nuevo libro Antología del discurso político, del profesor Antonio Rivera. Incorpora dentro de la panorámica internacional el célebre e inútil discurso de Manuel Azaña en Barcelona durante la Guerra Civil.
También es cierto que la conducta del presidente Azaña durante los meses posteriores a su discurso resultó controvertida, por la decisión de abandonar el país y la lucha el 5 de febrero de 1939 por los caminos de montaña de La Vajol (Alto Ampurdán), cuando el gobierno republicano aun controlaba el 30% del territorio: la capital madrileña y la costa mediterránea entre Almería y Valencia.
Las tropas republicanas del Grupo de Ejércitos de la Región Centro (GERC) permanecían intactas, entre 400.000 y 600.000 hombres según las distintas estimaciones, del mismo modo que la flota anclada en la base naval de Cartagena, aunque el nivel armamento y moral fuese desfalleciente. En aquellas dos importantes reservas militares se basaba la política de resistencia del jefe del gobierno, Juan Negrín.
El presidente Azaña se desentendió de la consigna de resistir de Negrín. Se instaló en la embajada de París, sin dimitir todavía. El 27 de febrero de 1939 abandonó la embajada para domiciliarse en una finca de la pequeña localidad francesa de Collonges-sous-Salève (Alta Savoya), fronteriza con Suiza y muy cercana a Ginebra. Con solo llegar expidió la dimisión irrevocable al presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, quien se hallaba refugiado en París y asumió el cargo en funciones.
Al cabo de unos meses Azaña huyó de Collonges-sous-Salève al ser ocupada la zona por los alemanes. Se instaló en Montauban, cerca de Toulouse, donde murió el 3 de noviembre de 1940 sin paz, piedad ni perdón.Su trayectoria de aquellos años también acaba de ser estudiada de nuevo en el libro El camino del 18 de julio, del historiador norteamericano Stanley G. Payne.
La lista de historiadores anglosajones que se han especializado en la Guerra Civil española es larguísima, quizás para compensar de algún modo la vergonzosa Política de No Intervención a favor del gobierno legal de la República española, impuesta en 1936 por el gobierno conservador de Londres al resto de sus aliados europeos, sobre todo a la vecina Francia del Frente Popular, mientras Alemania e Italia intervenían directamente al lado de Franco. Aquella postura de los conservadores ingleses tuvo un peso determinante en el desenlace del conflicto español.
En una especie de contrapartida histórica, brillantes historiadores anglosajones se han dedicado con profesionalidad a estudiar aquella guerra, que algunos de nosotros descubrimos por primera vez en términos reales leyendo las páginas del manual de Hugh Thomas La guerra civil española, editado en 1961 en versión original y al año siguiente en castellano per Ruedo Ibérico, la editorial exiliada en París. Dentro de la larga lista, Paul Preston publicó en 2014 su nuevo trabajo El final de la guerra.
Sabíamos que el final de la Guerra Civil fue especialmente cruel, una vez más por la descarada falta de asistencia de las potencias democráticas europeas. Los 500.000 soldados y civiles republicanos que atravesaron la raya de Francia en enero y febrero de 1939 tras perder la batalla de Catalunya se vieron tratados como ganado por el gobierno francés, amontonados durante las primeras semanas en las playas rosellonesas sin ninguna consideración de soldados regulares de un ejército legal ni tampoco de refugiados políticos procedentes de un país vecino en guerra. El dramático episodio se repetiría con la misma violencia tres meses más tarde en el puerto de Alicante, donde prácticamente ningún barco internacional quiso evacuar a los vencidos.
La evacuación hubiese sido factible las tres últimas semanas de marzo de 1939 en los puertos controlados aun por los republicanos en Almería, Cartagena, Valencia, Gandía y Alicante, si los barcos ingleses y franceses que surcaban la zona hubieran recibido indicaciones en este sentido de sus gobiernos y la aquiescencia de Burgos. No fue así.
Los barcos no llegaron, tras de la tensa espera de más de 15.000 republicanos concentrados en los muelles alicantinos, rodeados por las tropas italianas. Aquellos muelles hubiesen podido constituir una franja extraterritorial durante los días de una evacuación digna y ordenada, que no fue concedida, como tampoco no lo fue la franja pirenaica de no mans land solicitada desde 1938 a Francia por las autoridades republicanas.
La principal novedad del último libro de Preston no era la información, básicamente ya conocida, sino el tono, la franqueza de tono con que abordaba los episodios envueltos con demasiada frecuencia hasta hoy en un neutralidad imposible y falsa. Preguntado sobre qué habría sido necesario para que la guerra hubiera tenido un final menos trágico, Preston contestó: “Que alguien hubiese fusilado a Casado a tiempo”.
El coronel republicano Segismundo Casado encabezó el 5 de marzo de 1939 en Madrid el golpe de Estado interno contra el gobierno de la República para intentar pactar la rendición con Franco y derribó todas las demás salidas. Y Paul Preston añadía: “La no-intervención de Londres fue una farsa que privó a la República de sus derechos y de cualquier tipo de protección, lo que permitió que Alemania e Italia diesen apoyo a Franco”.
Ahora Stanley G. Payne se muestra mucho más crítico en el nuevo libro con el presidente Azaña y los responsables republicanos españoles, en la línea de los anglosajones conservadores que siguen abundando.